jueves, 26 de abril de 2012

Viñeta IV















Rocío y caminitos
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 13 de abril de 1959
De esas mañanas deportivas queda ya como una borrosa memoria. Una dorada neblina las envolvía y un frio cristalino se enturbiaba en las varandas del aliento. Un frío que nuestros pies iban deshaciendo en el rocío a través de amarillentos baldíos bordeados de juncos y bejucos cuando se iba hacia las canchas.
Por caminitos interminables  se andaba. Sunchos y  “serenos” mojados los festoneaban. Adelante iba el capitán con la pelota. El capitán de la quinta. Pero atrás del encargado.
Uno había dormido con la camiseta puesta. La casaca era azul y la madre le había bordado un trébol delgadito. De “forcejines” ni hablar. Nadie los tenía. Eran a pura alpargata esos partidos. En el primer “jastén” el encargado compraba naranjas y convidaba. Sudorosos, llenos de tierra, acezantes se comentaban las incidencias del match. Nos habían dicho: “No hay que tomar agua cuando uno está agitado, porque se puede morir”. Y todos obedecíamos.
Antes de firmar la planilla había que poner diez centavos para el referee. Es claro que a algunos siempre le faltaban y era el “encargado” quién los ponía.
Al comenzar el segundo tiempo, todos los planes que se habían hecho durante el descanso desaparecían. No había premeditada táctica que valiera nada. Se jugaba ciegamente. Más aún: aturdidos con los gritos de la hinchada recriminando a los que gambeteaban y dejaban quitarse la pelota. Así, hasta terminar. Después, triunfantes o derrotados, el pelo húmedo y despeinado, se emprendía el regreso. En el trayecto había que contestar las preguntas de los otros changos: “Perdimos 3 a 1”. O “Ganamos 1 a 0”. Ellos, por su parte, nos respondían de la misma manera.
Era al mediodía ese regreso. Una vuelta sonrientes o apesadumbrados.
Siempre iguales esos regresos.
Asoleados, en barra, despreocupados en el mediodía del domingo.
De ese tiempo queda una neblina larga y unas alpargatas mojadas por el rocío de los caminitos.




















Los changos colados
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 20 de abril de 1959
Por la mañana ya habíamos jugado el habitual partido dominguero de la quinta. Sobre el mediodía el almuerzo había tenido la frugalidad forzosa que nacía de las ganas de salir otra vez a la calle, de volver a las canchas para presenciar el match de la primera.
Eran partidos bravos esos. Federación y Juventud, Central Norte y Gimnasia.
El changuerío esperaba horas para colarse. Pero los “canas” de a caballo estaban siempre alertas. Sus miradas recorrían constantemente los largos muros que cerraban la cancha. Y uno les tenía demasiado miedo.
Por si se descuidaban, los changos andaban haciéndose los distraídos. Comían maní, se sentaban en el cordón de la vereda, pelaban naranjas, hablaban de cualquier cosa pero ellos también estaban listos para cualquier descuido de la policía. Y cuando el vigilante doblaba la esquina en su obligada recorrida, ya estaban trepándose a los muros. Nunca faltaba el compañero que hacía estribo con las manos para facilitar el primer envión. Y así, pausa tras pausa, se colaba alguno.
Es claro que adentro había que librar a veces otra proeza: no dejarse pillar con el otro cana, pero ya esa batalla estaba prevista. Las piernas tensas, la confianza en las propias fuerzas era ciega. Así, en cuanto se estaba adentro del estadio se corría hasta la tribuna colmada de hinchas y uno se confundía entre el gentío. De allí, estaba seguro, el cana no podría sacarlo. Claro también que ocasiones había que esconderse tras de los “virajes” del polígono y andar haciéndose el disimulado, hasta que llegaba el momento propicio para mirar tranquilo el partido.
Al rato nomás de estar en la tribuna entre la hinchada del club, ya todo se había olvidado, ya solamente se era un hincha más. Una voz que alentaba a los colores por los que se apasionaba siempre. Un corazón que iba a ver ganar para volver a la esquina del barrio y relatar las dos hazañas: la de los muchachos de la primera que habían vencido y la de uno que se había colado. Así todos los domingos de fútbol.

En esta entrega van dos viñetas de Castilla, del libro
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960 
Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini
(próxima aparición)