Rocío y caminitos
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 13 de abril de 1959
De esas
mañanas deportivas queda ya como una borrosa memoria. Una dorada neblina las
envolvía y un frio cristalino se enturbiaba en las varandas del aliento. Un frío
que nuestros pies iban deshaciendo en el rocío a través de amarillentos baldíos
bordeados de juncos y bejucos cuando se iba hacia las canchas.
Por
caminitos interminables se andaba.
Sunchos y “serenos” mojados los
festoneaban. Adelante iba el capitán con la pelota. El capitán de la quinta.
Pero atrás del encargado.
Uno había
dormido con la camiseta puesta. La casaca era azul y la madre le había bordado
un trébol delgadito. De “forcejines” ni hablar. Nadie los tenía. Eran a pura
alpargata esos partidos. En el
primer “jastén” el encargado compraba naranjas y convidaba. Sudorosos, llenos
de tierra, acezantes se comentaban las incidencias del match. Nos habían dicho:
“No hay que tomar agua cuando uno está agitado, porque se puede morir”. Y todos
obedecíamos.
Antes de
firmar la planilla había que poner diez centavos para el referee. Es claro que
a algunos siempre le faltaban y era el “encargado” quién los ponía.
Al comenzar
el segundo tiempo, todos los planes que se habían hecho durante el descanso
desaparecían. No había premeditada táctica que valiera nada. Se jugaba
ciegamente. Más aún: aturdidos con los gritos de la hinchada recriminando a los
que gambeteaban y dejaban quitarse la pelota. Así, hasta terminar. Después,
triunfantes o derrotados, el pelo húmedo y despeinado, se emprendía el regreso.
En el trayecto había que contestar las preguntas de los otros changos:
“Perdimos 3 a 1”. O “Ganamos 1 a 0”. Ellos, por su parte, nos respondían
de la misma manera.
Era al
mediodía ese regreso. Una vuelta sonrientes o apesadumbrados.
Siempre
iguales esos regresos.
Asoleados,
en barra, despreocupados en el mediodía del domingo.De ese tiempo queda una neblina larga y unas alpargatas mojadas por el rocío de los caminitos.
Los changos colados
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 20 de abril de 1959
Por la
mañana ya habíamos jugado el habitual partido dominguero de la quinta. Sobre el
mediodía el almuerzo había tenido la frugalidad forzosa que nacía de las ganas
de salir otra vez a la calle, de volver a las canchas para presenciar el match
de la primera.
Eran
partidos bravos esos. Federación y Juventud, Central Norte y Gimnasia.
El
changuerío esperaba horas para colarse. Pero los “canas” de a caballo estaban
siempre alertas. Sus miradas recorrían constantemente los largos muros que
cerraban la cancha. Y uno les tenía demasiado miedo.
Por si se
descuidaban, los changos andaban haciéndose los distraídos. Comían maní, se
sentaban en el cordón de la vereda, pelaban naranjas, hablaban de cualquier
cosa pero ellos también estaban listos para cualquier descuido de la policía. Y
cuando el vigilante doblaba la esquina en su obligada recorrida, ya estaban
trepándose a los muros. Nunca faltaba el compañero que hacía estribo con las
manos para facilitar el primer envión. Y así, pausa tras pausa, se colaba
alguno.
Es claro que
adentro había que librar a veces otra proeza: no dejarse pillar con el otro
cana, pero ya esa batalla estaba prevista. Las piernas tensas, la confianza en
las propias fuerzas era ciega. Así, en cuanto se estaba adentro del estadio se
corría hasta la tribuna colmada de hinchas y uno se confundía entre el gentío.
De allí, estaba seguro, el cana no podría sacarlo. Claro también que ocasiones
había que esconderse tras de los “virajes” del polígono y andar haciéndose el
disimulado, hasta que llegaba el momento propicio para mirar tranquilo el
partido.
Al rato
nomás de estar en la tribuna entre la hinchada del club, ya todo se había olvidado,
ya solamente se era un hincha más. Una voz que alentaba a los colores por los
que se apasionaba siempre. Un corazón que iba a ver ganar para volver a la
esquina del barrio y relatar las dos hazañas: la de los muchachos de la primera
que habían vencido y la de uno que se había colado. Así todos los domingos de
fútbol.
En esta entrega van dos viñetas de Castilla, del libro
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960
Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini
(próxima aparición)
(próxima aparición)