sábado, 10 de abril de 2021

Vida y muerte de Vicente Luy

“Un camino, para un loco, es una piedra más en el camino”

Vicente Luy

 

El poeta nació el 3 de mayo de 1961 en la ciudad de Córdoba, y murió en Salta el 23 de febrero del año 2012. Signado por la tragedia, sus padres fallecieron a los pocos meses de nacer, vivió junto a su abuelo, el poeta español Juan Larrea. Publicó su primer libro en 1991, Caricatura de un enfermo de amor, por la editorial Último Reino. Le siguió,  La vida en Córdoba (1999), Aviones (2002), No le pidan peras a Cúper (2003), La sexualidad de Gabriela Sabatini (2006), Vicente habla al pueblo, por La Creciente editora (2007), ¡Que campo ni campo! Llantodemudo (2008), Poesía Popular Argentina, por el sello CILC (2009) y en 2012 como póstumo y curado por el poeta Hernán, Plan de operaciones / La única manera de vivir a gusto es estando poseído y otros, en editorial CrackUp. A pesar de su vocación de artista provocador, su poesía permaneció oculta luego de la publicación de su primer libro, circulando poco más allá de amigos y conocidos. En la segunda mitad de los 90 formó parte de Verbonautas, trabando amistad con algunos integrantes de la escena del rock porteño. Brilló con una intensa obra poética que no escatimó registros ni procedimientos para realizarse. Con su temprana muerte, su poesía arrolladora y una vida de leyenda, fue ubicado rápidamente por los jóvenes lectores en el panteón de los mitos literarios argentinos.










Autor de una poesía política construida con cínicas observaciones sobre las instituciones y una generosa dosis de humor, sus versos sugieren muchas veces con la velocidad del haiku o el slogan publicitario, un tono confesional para el exhaustivo catálogo de desgracias personales. La tensa transparencia autobiográfica trasluce sus complejos poemarios entre la imprecación y una tierna melancolía. En un reportaje quizás apócrifo contesta:

“-Decís: “La poesía es la única ciencia que se ocupa del problema”. ¿Cuál es el problema?

-Es una ironía la frase, pero en realidad cada problema, cada gesto, tiene su fondo. Y es ahí donde debe llegar la poesía, al meollo. Se trate de una historia de amor o un comentario social”. 

En sus versos usa el humor como una ligera perversión para desnudar toda hipocresía revestida de sobriedad. “Lo reconozco: a veces juego con la gente. No lo había hecho antes. Empecé y me gustó; probé variantes. Hay algunas súper dignas de ser experimentadas”, confiesa en uno de sus últimos poemas. Al igual que Porchia, la forma breve fue el instrumento más eficaz que supo construir. Decirle aforismo es bajar el precio de una poesía casi verbal y espontánea. Acuñó el concepto de poesía exprés, sentencias que condensan cinismo y kitsch. “La poesía exprés implica un lenguaje oral, rápido. Y, remite, como todo, a la política. Así hables sólo de sexo.”, señalaba Luy al diario La Voz del Interior. Vivió lo que escribió o viceversa, pero sin dudas que su vitalismo provenía de su experiencia. Trabajó distintos temas como el amor -dicen que es la palabra que más veces repite-, la política, el fútbol, la amistad, el sexo, la locura y la actualidad, de todas extrajo una verdad sólo confirmada en el arte de su lírica. “Confío ciegamente en mi poesía”, aclaró, con esa misma seguridad asumió los riesgos de la escritura y de la vida en un proyecto conmovedor.










 Las historias de los poetas suicidas son fascinantes, el frenesí de la creación literaria atraviesa sus vidas como un rayo. Si considerábamos a Alejandra Pizarnik como la última encarnación del poeta maldito de la tradición moderna, con Luy tenemos el modelo legendario posmoderno. Lanzarse al vacío y perecer aún se considera un símbolo de sensibilidad y una lúcida respuesta al misterio de la vida. El poeta suicida se ha convertido casi en un género literario hecho de actos sin palabras. Pablo de Rohka, Jorge Cuesta, Sylvia Plath o el recordado salteño Walter Adet, son expresiones de ese atormentado silencio. El breve y fugaz paso de Luy por el cielo de Salta, también nos recuerda la incandescencia de otros artistas locales como Aguja Salinas, Carlitos Nieva y Julio Espinosa, febriles creadores de un genio dolido, también arrojados al pabellón de la indiferencia y el hastío. Curiosamente y anticipándose en años a la tragedia, el libro del autor salteño Daniel Martín, Variaciones sobre mi último suicidio, da cuenta de la desesperación de una conciencia poética que sin perder el humor se quita la vida en el Salar de Arizaro, el libro fue publicado en Córdoba a comienzo de los 90 y sigue la saga de un tema que ya había abordado en su cortometraje Ni.

La formación literaria de Vicente Luy, su irreverencia y agudeza sintáctica, el principio fragmentario con el que compone las sucesivas imágenes poéticas, tanto como la voluntad estética de una vida dedicada a la poesía, fueron impartidas por su abuelo el poeta Juan Larrea. A los catorce años el pequeño Vicente abandona sus estudios. El poeta español alentó desde muy temprana edad llegar hasta el final en el experimento radical de vivir una vida artística, “al que dude que se aproxime un revolver cargado e inmediatamente sentirá el anuncio de una nueva primavera”. Para Larrea el arte nunca debe ser un simulacro cobarde, en su dilatada carrera literaria identifica a la vida con la poesía. Poeta creacionista, se lo considera el padre oculto de la generación española del 27, sus años europeos transcurrieron entre las luces de la vanguardia y la polémica exquisita; cultivó la amistad con Pablo Picasso, el gobierno de la República le encargo que instruyera a Picasso en la elaboración del Guernica; compartió la amistad con César Vallejo, fue su editor y lo acompañó al borde del lecho el día de su muerte -cuenta Luy, siempre sorprendido por los versos anticipatorios del peruano, “Y eso que tuvimos pérdidas/vi a Larrea llorar/se emocionaba hablando del Cholo”; escribió junto a Luis Buñel, guiones y lo asistió en numerosas producciones, la célebre escena de la navaja seccionando un ojo en “El perro andaluz”, está basada en un poema suyo. Con muy pocos textos publicados y un labrado bajo perfil, Juan Larrea fue un poeta de culto. Para algunos fue un dandy, un señorito a quién aparentemente no le interesaba demasiado la literatura. Anota en su diario: “Vida poética la mía. Vida que no tiene otra razón de ser sino en la poesía. No hay en ella un deseo de ganancia que no esté subordinada al triunfo de la vida impersonal, a la belleza, a la verdad, a la justicia”, también Luy muchos años después anotará, “Mi abuelo/era un poeta/que no escribía”. Con la caída de la República concibe en París un proyecto cultural que tiene a América como Utopía. Como investigador de la cultura y arqueólogo, obtiene la Beca Guggenheim y reside sucesivamente en Perú -donde nace Lucienne la madre de Vicente-, México y Nueva York. Forma parte de la larga lista de intelectuales y artistas de la diáspora republicana en nuestro continente. Cabe recordar que los amigos de Larrea, León Felipe y Xavier Abril, visitaron Salta en distintos momentos, trayendo siempre la buena nueva de la era atómica y la sociedad de masas. En 1956 llega a Córdoba invitado por el decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional, para desempeñarse como docente e investigador. Crea el Instituto Nuevo Mundo y desarrolla la Cátedra César Vallejo. En 1961 su hija y su yerno, Gilbert Luy, fallecen en un accidente de aviación y Larrea queda a cargo de su nieto Vicente. Cabe consignar aquí que en ese mismo accidente en Guarulhos, también fallece el padre del poeta cordobés Alejandro Schmidt.

Juan Larrea







El padre adoptivo de Vicente Luy había escrito sólo un par de libros de poesía y unos cuantos ensayos entre los que se destaca su Teología de la Cultura. Su casa, según dicen, cómoda pero modesta del Barrio Jardín Espinosa, conservaba valiosas obras de arte y un paquete con la correspondencia sostenida con García Lorca y Albert Einstein. Al morir el 9 de julio de 1980 dejó a su nieto una cuantiosa fortuna que Vicente se encargó de administrar hasta que se agotó en la edición de sus propios libros, no sin antes disfrutarla durante años en pequeños placeres y en una entrega generosa a los proyectos artísticos de sus amigos. También ocurrió que la casa familiar se hundió y Vicente ganó un juicio millonario a la empresa de aguas de la provincia, esa eventualidad lo llevó a vivir a Salsipuedes en la continuidad de un plan perfecto dedicado a la poesía. En los últimos años de su vida el poeta padeció una serie de internaciones psiquiátricas y varios intentos de suicidio. El 22 de febrero de 2012, un día antes de morir, Vicente le envió un mail a su amigo el periodista cordobés Emanuel Rodríguez: “J. L. Abuelo, abuelo Juan, me complicaste, pero a nadie amé en la vida como a vos. Llevo 30 años sin poder hacer el duelo”.

Su último libro lleva cinco epígrafes que son un retrato del autor y sus circunstancias y nos exime de mayores comentarios:

Hoy me gusta la vida mucho menos,

pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.

Casi toqué la parte de todo y me contuve

con un tiro en la lengua detrás de mi palabra

César Vallejo

En realidad no voy a ser “yo” quien se casa con Gilbert, no va  a ser Gilbert “mi” marido. Es una experiencia independiente del “yo” que se va a unir a un “medio” que va a ser Gilbert. La personalidad no entra en juego. Tampoco seré “yo” quién será madre, no será “mí” niño, será “él” niño. La posesión ha dejado de ser posible… El movimiento creador entró ya en la experiencia que se vive a través de mi, su ritmo me va a preceder o poseer cada vez más. En realidad el único anhelo que puede uno tener es ser cada vez más poseído.”

Lucienne Larrea, madre de Vicente, Diario personal (1958)

Sí, fue una tragedia. Mi hija viajaba con su marido en el Comet que se estrelló en São Pablo el 23 de noviembre. Terrible episodio de esta gran aventura del Espíritu. Había nacido en Arequipa, sobrecargada de símbolos, a los dos meses de mi llegada al Perú. Me dejó un niño de seis meses sobre el que se acumulan ahora todos los símbolos del Mundo Nuevo.”

Juan Larrea, abuelo de Vicente. Posdata a David Bary (1962)

Estoy ahorrando plata

para volverme loco;

es natural.

Y como todo buen demente

tengo una buena razón.

Vicente Luy (1979)

La única manera de vivir a gusto es estando poseído.

Vicente Luy (2010)


Vicente Luy en la ciudad de Salta, 22 de febrero de 2012



Poema de Hecho


He sabido de tiempos y lenguajes. He

    saltado y he dicho amor; y he visto bien a

    la lluvia. En fin yo también era uno de

    aquellos. Puedo verme viendo el mar en el ayer

    hoy que las calles se pueblan de signos.

En otra época hasta fui un hombre. Pensaba,

    sentía frío en los pies. Era muy inteligente. ¿Te

    gustan las rosas? Hasta fui mujer.

Ahora me veo llorar, y no encaja. Los actos de las

    bestias no me sugieren más que plegarias y

    cantos. Y cae fácil el vino. A lo  lejos, Napoleón

    cose sus medias.

Pero es la vida, oscilante. De plomo, de hierbas, y de

    un constante movimiento. Hay que ver cómo

    las aves callan para entender. Hay que mirar

    el techo, y rotar.

Esto es para payasos. Aquí no caben quienes esco-

    gen sus espinas, el menú económico, el sol, las

    plazas llenas de gente…

 

Tieso en un charco; ¿cuántos somos? ¿de qué

    ancho de ojos? ¿con cuántos chupetines? ¿a

    qué profundidad?

De niño, callaba. Lucía la luz en mis orejas; y ca-

    minaba despacio, alardeando de ser uno más.

    Olía a jabón, sabía del cielo por boca de los

    hombres; y también reía, creo. Yo, y además

    era fácil olvidar.

Desperté a media mañana, en formación frente a la

    bandera. Torcían los trescientos de a leguas el

    espejo.

No insistas; no vamos a jugar.

 

 A mi lado enrollan nuestros lamentos, nuestras vo-

    ces de mando; ¡fuerza, valor! Y si, conmueve la

    vida cuando uno escapa a sus pasos y se ríe o

    no lejos de toda huella.

Me veo corriendo; la luz clara, vacía de haces

    fantásticos y de símbolos y representaciones.

    Y se me antojan poco lógicas sus maneras, los

    molinos de viento, toda mi familia de pie.

Amor, ¿no entiendes? Es poco el día, y no alcanzan

    a irse sus leyes, y no alcanzo a dejarte al sol

    cuando me llaman a vivir.

Recuerdo la última paliza, y busco arrastrar los

    silencios por el radio . Busco la leche de la gran

    mujer; busco la fuerza.

Más, despreocuparos.

Aquella mañana en la enfermería un señor muy feo

    me echó un polvo blanco en los ojos.

    Regresé a mi pelotón; teníamos práctica de desfile.

 

También existen orillas, estaciones. A la altura del

    colchón, los hombres. Cuentan sus botas, y

    a sus ojos los tiñen, y ocultándolo subrayan el

    propio temor. Levantan las torres, cuando

    más, hasta Dios; y se jactan y se sonríen.

Vuelve a casa, sin lágrimas. Siempre estuvimos en

    guerra.

 

Tienes tiempo, reconoce tus huesos; ahora otros. Ya

    ves, aún no llegas al principio.

Hacia la cima de la colina la marcha del soldado;

    Infantil, franca, estúpida. Ya estamos listos

    para la revuelta.

Observa la cadencia de mis pasos, mi camisa limpia.

    Aquí hay amor, no lo dudes. Y yo no soy tan

    azul; puede tocarme. Apenas si sé reír; apenas

    si puedo llorar, cuando se esconde y sospecha

    el juez que sueñan los ciudadanos.

Espera, voy a buscarte.

Pero me quedo quieto de pronto, alborotando a las

    palomas más suaves; una niña se acerca. Su

    vestido no nos interesa, ni su olor; tampoco la

    temperatura de su cuello. Debemos ser realis-

    tas, es sólo una niña.

Mis amigos lamentan el hecho, y beben y se sientan a

    fumar. Hacen vida de hombres con ropa de

    hombres; luego mueren.

Y aún te deseo…

La fe me ha hecho un guiño, y se aleja; no escapará.

La vida, la vida, la vida. Somos otra cosa.

 

de Caricatura de un enfermo de amor, (1991)



martes, 6 de abril de 2021

Los Muertos

 










a manera de introducción


Publicado en 1914 The Dead es el último cuento de la colección titulada Dublineses que recrea la vida en Dublín los años previos a la Primera Guerra Mundial. Estos relatos de James Joyce abundan en estereotipos provincianos y modelos psicológicos con personajes apabullados por la frustración y el desencanto. Las tramas morales concluyen con este cuento ilustrándonos sobre el confuso sentimiento que provoca descubrir el gobierno de los muertos en las pasiones de los vivos.

El cuento transcurre entre diálogos afables y graves atmósferas musicales, para finalmente desembocar en una oscura revelación amorosa,  “Creo que murió por mí”. Como ocurre con algunas historias joyceanas, trata un acontecimiento biográfico, en este caso un incidente romántico ocurrido a su esposa, Nora Barnacle, en Galway en 1903

Existen diversas adaptaciones al castellano de The Dead, esta traducción recrea una variación semántica de género en la primera línea ensayada por Cabrera Infante en un homenaje a su original procedimiento.

En tiempos aciagos cuando las opiniones estéticas y las acciones literarias nos hacen sentir la descomposición de algunas ideas y la eterna inmadurez de otras, hay obras artísticas que nos reconcilian con la Belleza, este cuento es una de esas sensibles realizaciones.

Una traducción nunca es espontánea, esta versión no tiene otra intención más que la de celebrar la ironía y la elocuencia de Joyce, y subrayar su inevitable influencia en la literatura contemporánea.

Alejandro Morandini


Los muertos


Lily, la hija de la encargada, tenía los pies literalmente muertos. Apenas había conducido a un caballero hasta el pequeño vestíbulo detrás del despacho de la planta baja para ayudarlo a quitarse el sobretodo, cuando una vez más la destemplada campana llamaba a la puerta y tenía que correr por el frío zaguán para hacer pasar a otro invitado. Era un alivio para ella no tener que atender también a las damas. Pero Miss Kate y Miss Julia, previsoras, habían convertido el cuarto de baño de la planta alta en un vestidor para señoras. Miss Kate y Miss Julia estaban ahí cuchicheando, riendo, y caminaban animándose la una detrás de la otra hasta el rellano de la escalera para asomarse sobre la baranda y preguntarle a Lily quién había llegado.

El baile anual de las Morkan siempre era un asunto importante. Asistían todos los que las conocían, miembros de la familia, viejos amigos de la familia, los miembros del coro de Julia, cualquiera de las alumnas de Kate que ya fuera suficientemente mayor, y también incluso, algunas alumnas de Mary Jane. Nunca quedaba mal. Durante años y tanto como se tenga memoria siempre resultó un evento fascinante; desde que Kate y Julia, después de la muerte de su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a la única sobrina, Mary Jane, a vivir con ellos en la sombría casa de la Isla Usher, cuyo piso superior alquilaban a Mr Fulham, un comerciante de granos que atendía en la planta baja. Aquello había sucedido hacia sus buenos treinta años más o menos. Mary Jane, que en aquel entonces era una niña con vestidito, ahora era el pilar principal de la casa ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y todos los años ofrecía un concierto de sus alumnas en el salón superior de la Antigua Sala de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias del corredor Kingstown - Dalkey. Ancianas como eran, sus tías también aportaban lo suyo. Julia, aunque bastante encanecida ya, seguía siendo la primera soprano del Adán y Eva, y Kate, demasiado débil para salir, daba lecciones para principiantes en el viejo piano de pared del fondo. Lily, la hija de la encargada, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta, les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: bifes de solomillo, té del de a tres chelines, y la mejor stout embotellada. Pero Lily raramente hacía mal los mandados, por lo que se llevaba bastante bien con las señoritas. Lo único que no soportaban era que les contradijeran.

Claro que tenían motivos para estar insoportables en una noche así, eran más de las diez y no había señas de Gabriel y su esposa. Además, tenían miedo de que Freddy Malins se les apareciera demasiado alegre. Por nada del mundo querían que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; a veces, cuando estaba así, era muy difícil de manejar. Fredd Malins siempre llegaba tarde, pero se preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera cada dos minutos para preguntarle a Lily si Gabriel o Freddy habían llegado.

-Oh Mr Conroy -le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta-, Miss Kate y Miss Julia creían que usted nunca llegaría. Buenas noches, Mrs Conroy.

-Apuesto a que eso creían -dijo Gabriel-, pero se olvidaron que acá mi mujer se toma tres mortales horas para vestirse.

Se paró sobre el felpudo a quitarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a su esposa al pie de la escalera y gritaba:

-Miss Kate, aquí está Mrs Conroy.

Kate y Julia enseguida bajaron por la oscura escalera a los tumbos. Ambas besaron a la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar congelada en vida y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.

-Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo -gritó Gabriel desde la penumbra.

Siguió limpiándose los pies vigorosamente mientras las tres mujeres subían, riendo, hacia el vestidor. Una leve faja de nieve descansaba sobre sus hombros, como una bufanda, y como una garra sobre el empeine de las galochas; y al deslizar los botones del abrigo en un agudo roce por los ojales helados, exhaló un vaho frío y fragante traído desde afuera entre sus pliegues y mangas.

-¿Está nevando otra vez, Mr Conroy? -preguntó Lily.

Se le había adelantado hasta el vestíbulo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que añadía una tercera sílaba a su apellido y la miró de reojo. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez pálida y cabellos dorados. La luz de gas del cuarto la hacía lucir aún más pálida, Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón acunando su muñeca de trapo.

-Sí, Lily-, y creo que tenemos para toda la noche.

Miró hacia el techo del cuarto, que temblaba con los taconazos y los pies arrastrándose en el piso de arriba; atendió por un momento al piano y luego observó a la muchacha, que doblaba con cuidado su abrigo sobre el estante.

-Dime, Lily -dijo en tono amistoso-, ¿todavía vas a la escuela?

-Oh, no, señor -respondió ella-, terminé mis estudios por este año y para siempre.

-Ah, entonces -dijo Gabriel, con picardía-, supongo que cualquier día de estos iremos al casamiento con tu novio, ¿o no?

La muchacha lo miró por encima del hombro y dijo irritada:

-Los hombres de ahora no son más que unos charlatanes, hacen de todo para ver qué pueden sacarte.

Gabriel se sonrojó como si hubiera cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las galochas y con la chalina frotó enérgicamente sus zapatos de charol.

Era un hombre joven, robusto y alto. El rubor de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se esfumaban pálidas manchas rojizas sin forma; y en su rostro lampiño brillaban incesantes los lentes y la montura de oro de los cristales que preservaban sus delicados e inquietos ojos. Llevaba el pelo negro lustroso peinado al medio y hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se rizaba levemente por debajo del surco que le marcaba el sombrero.

Cuando terminó de sacarle brillo a los zapatos, se incorporó y tiró de su chaleco ajustándolo a su abultado vientre. Luego extrajo rápidamente una moneda del bolsillo.

-Oh, Lily -dijo, depositándola en la mano-, es Navidad, ¿no es cierto? Así que aquí tienes… un pequeño…

Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

-¡Oh no, señor! -protestó la muchacha, siguiéndolo-. Sinceramente, señor, no puedo aceptarlo.

-¡Es Navidad! ¡Navidad! -dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y gesticulando con sus manos, indicándole que no tenía importancia.

La muchacha, viendo que había alcanzado las escaleras, gritó tras él:

-Bueno, gracias, señor.

 Se detuvo y esperó detrás de la puerta de la sala hasta que terminó el vals, escuchando las faldas y los pies que se arrastraban barriéndola. Todavía estaba perturbado por la súbita y amarga réplica de la muchacha. Apesadumbrado trató de olvidar el incidente arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Después extrajo del bolsillo del chaleco un papelito y repasó las notas que había tomado para el discurso. No estaba del todo seguro sobre los versos de Robert Browning porque temía que fuesen demasiado elaborados para sus oyentes. Quizás sería mejor una cita que pudieran reconocer, de Shakespeare o de las Melodías de Moore. El taconeo y los pies arrastrándose le recordaron las diferencias y el grado de cultura. Quedaría en ridículo citando poemas que nadie pudiera entender. Pensarían que estaba alardeando de su educación superior. Fracasaría con ellos como fracasó con la muchacha en el vestíbulo. Se había equivocado de tono. Toda su conversación fue una mentira de principio a fin, un engaño.

Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del vestidor. Sus tías eran dos ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, con un moño a la altura de las orejas; y gris también, con sombras oscuras, era su rostro grande y flácido. Aunque robusta y de andar firme, su mirada lánguida y los labios separados le daban la apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más lúcida. Su rostro, más saludable que el de su hermana, era todo surcos y arrugas, como una manzana roja marchita, y su pelo, peinado a la antigua, no había perdido su color de castaña madura.

Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino favorito, hijo de la fallecida hermana mayor, Ellen, que se había casado con T. J. Conroy, de Puertos y Dársenas.

-Gretta me cuenta que esta noche no regresan en coche a Monkstown, Gabriel -dijo Tía Kate.

-No -dijo Gabriel, volviéndose hacia su esposa-, ya tuvimos bastante el año pasado, ¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el tremendo resfrío que agarró Gretta? Las ventanas del coche batiéndose todo el camino y el viento del este colándose por las rendijas tan pronto como pasamos Merrion. Bonita excursión. Gretta pescó un resfrío mortal.

Tía Kate fruncía severamente el ceño y asentía a cada palabra.

-Toda la razón, Gabriel, toda la razón -dijo-. No hay que descuidarse nunca.

-Claro que si fuera por Gretta -dijo Gabriel-, regresaría a casa caminando sobre la nieve si la dejaran.

Mrs Conroy sonrió.

-No le haga caso, tía Kate -dijo-. Francamente es un pesado, molesta a Tom obligándolo todas las noches a usar las gafas de lectura y a Eva a terminar la papilla. ¡Pobrecita! ¡No la puede ni ver!... Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me obliga a ponerme ahora?

Estalló en una carcajada y miró a su esposo, cuyos ojos fascinados y felices la recorrían por su vestido hacia su rostro y su pelo. Las dos tías también rieron con ganas porque lo comedido en Gabriel también era una broma recurrente entre ellas.

-¡Galochas! -dijo Mrs Conroy-. La última moda. Cada vez que el suelo está mojado tengo que llevar galochas. Incluso esta noche quiso que me las pusiera, pero me negué. Lo próximo que querrá comprarme será un traje de buzo.

Gabriel rio nerviosamente y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía Kate se doblaba de la risa por el cuento. La sonrisa desapareció súbitamente de la cara de la tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después de una pausa preguntó:

-¿Y qué son galochas, Gabriel?

-¡Galochas, Julia! -exclamó su hermana-. Dios mío, ¿no sabes lo que son las galochas? Se las pone una sobre… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?

-Sí -dijo Mrs Conroy-. Unos artilugios impermeables. Ahora los dos tenemos un par cada uno. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.

-Oh, en el continente -murmuró la tía Julia, asintiendo lentamente con la cabeza. Gabriel arrugó el ceño, como si estuviera ligeramente enfadado.

-No son nada extraordinario, pero a Gretta le hacen mucha gracia porque dice que la palabra le recuerda el lenguaje de los falsos negros del coro Christy.

-Pero dime, Gabriel -dijo la tía Kate, con agudo tacto-. Por supuesto, te habrás encargado de la habitación. Gretta estaba diciendo…

-Oh, lo de la habitación está resuelto -respondió Gabriel-. Hice una reserva en el Gresham.

-Ciertamente -dijo tía Kate es por lejos lo mejor que podrías haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no estás preocupada por ellos?

-Oh, no, sólo es una noche –dijo Mrs Conroy-. Además, Bessie cuidará de ellos.

-Ciertamente -repitió tía Kate-. ¡Qué consuelo tener una muchacha así, de la que se pueda depender! Francamente no sé qué pasa últimamente con nuestra Lily. No es en absoluto la chica que solía ser.

Gabriel estaba a punto de hacerle a su tía algunas preguntas sobre ese tema, pero ésta se apartó repentinamente para observar a su hermana, que había comenzado a descender las escaleras y estaba estirando el cuello por encima de la barandilla.

-¿Se puede saber -dijo molesta- adónde va Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Adónde vas?

Julia, que había bajado media escalera, regresó y anunció melosa:

-Llegó Freddy.

Al mismo tiempo, un estallido de aplausos y un floreo final de la pianista indicaron que el vals había terminado. La puerta del salón se abrió desde adentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó apresuradamente a Gabriel a un lado y le susurró al oído:

-Gabriel, sé bueno, baja discretamente y comprueba que esté bien, y no lo dejes subir si está achispado. Estoy segura que está ebrio. Seguro que lo está.

Gabriel se acercó a las escaleras y escuchó por encima de la baranda. Pudo oír a dos personas que charlaban en el vestíbulo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins. Descendió ruidosamente las escaleras.

-Qué alivio -le dijo tía Kate a Mrs Conroy- tener a Gabriel… Siempre me siento más tranquila cuando está por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que van a tomar un refresco. Gracias por su bellísimo vals, Miss Daly. Hemos pasado un momento encantador.

Un hombre alto con el rostro consumido, bigote ralo, canoso, y de piel morena, que pasaba junto a ellas con su acompañante, dijo:

-¿Y no podríamos nosotros también tomarnos un refresco, Miss Morkan?

-Julia -dijo tía Kate concisamente-, y aquí están Mr Browne y Miss Furlong. Llévatelos adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.

-Soy el hombre adecuado para las damas -dijo el señor Browne, frunciendo los labios hasta erizar el bigote y sonriendo con todas sus arrugas-. Sabe, Miss Morkan, el motivo por el cual les caigo bien a las damas es…

No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate se había alejado demasiado como para oírle, condujo de inmediato a las tres jóvenes hasta la sala del fondo.

El centro del cuarto estaba ocupado por dos mesas cuadradas situadas una junto a la otra, sobre las que la tía Julia y la encargada estaban estirando y alisando un gran mantel. Sobre el aparador estaban preparados platos y platillos, y copas y manojos de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa superior del piano de pared también servía como repisa para los embutidos y los dulces. Junto a una estantería más pequeña, en un rincón, dos jóvenes bebían sus maltas de pie.

Mr Browne condujo hasta allí a sus protegidas y las invitó a todas, en broma, a tomar un poco de ponche, caliente, fuerte y dulce. Pero como dijeron que nunca tomaban nada que fuese fuerte, abrió tres botellas de limonada para ellas. A continuación le pidió a uno de los jóvenes que se hiciese a un lado y, apoderándose del botellón, se sirvió una buena medida de whisky. Los jóvenes lo miraron con respeto mientras probaba un sorbo.

-Gracias a Dios -dijo, sonriendo-, justo lo que me había recetado el médico.

Su rostro demacrado se quebró en una sonrisa aún más amplia, y las tres muchachas rieron creando un eco musical a su ocurrencia, meneando sus cuerpos hacia adelante y atrás y dando  nerviosas sacudidas de hombros. La más audaz dijo:

-Oh, vamos, Mr Browne, estoy segura que el médico nunca le recetó nada parecido.

Mr Browne le dio otro sorbo a su whisky y dijo, imitándola:

-Bueno, ustedes saben, yo soy como la famosa Mrs Cassidy, la cual dicen que dijo: «Mira, Mary Grimes, si no lo tomo, oblígame a tomarlo, pues siento que lo necesito».

Su violento rostro se había inclinado hacia delante en un exceso de familiaridad a la vez que su voz cobraba un acento canallesco de Dublín, de modo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su charla en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el título del hermoso vals que había interpretado, y Mr Browne, viéndose ignorado, se volvió prontamente hacia los dos muchachos que fueron más cómplices.

Una muchacha de rostro rojo, con un vestido lila estampado, entró en la sala, dando palmas excitadamente y gritando:

-¡Contradanza! ¡Contradanza!

Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:

-¡Dos caballeros y tres señoritas, Mary Jane!

-Oh, aquí están Mr Bergin y Mr Kerrigan -dijo Mary Jane.

-Mr Kerrigan, ¿querrá bailar con Miss Power? Miss Furlong, ¿me permite que le consiga un compañero de baile? El señor Bergin. Oh, con eso bastará por ahora.

-Tres señoritas, Mary Jane -dijo tía Kate.

Los dos muchachos les pidieron a las damas si les concedían el placer, y Mary Jane se volvió hacia Miss Daly.

-Oh, Miss Daly, sería terriblemente amable de su parte, después de haber tocado las dos últimas piezas, pero francamente, andamos tan escasas de damas esta noche…

-No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.

-Ah, pero tengo una buena pareja para usted, Mr Bartell D’Arcy, el tenor. Más tarde lo convenceré para que cante. Todo Dublín está loco por él.

-¡Una voz estupenda, estupenda! -dijo tía Kate.

Como el piano había comenzado dos veces el preludio al primer movimiento, Mary Jane hizo salir rápidamente de la sala a sus reclutas. No acababan de marcharse cuando Julia entró lentamente al cuarto, mirando hacia atrás por algo.

-¿Qué sucede, Julia? -preguntó tía Kate nerviosamente-. ¿Quién es?

Julia, que cargaba una pila de servilletas para la mesa, se volvió hacia su hermana y sencillamente dijo, como si la pregunta le hubiera sorprendido:

—Sólo es Freddy, Kate, Gabriel lo acompaña.

De hecho, justo tras ella, pudo verse a Gabriel conduciendo a Freddy Malins por el rellano de la escalera. Este último, un hombre joven de unos cuarenta años, era del tamaño y la constitución de Gabriel, con los hombros caídos. Su rostro era carnoso y pálido, tocado de color únicamente en los anchos y colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, la nariz chata, frente convexa y entradas pronunciadas, labios hinchados y protuberantes. Sus párpados caídos y el desorden de su escaso pelo le daban aspecto soñoliento. Reía chillonamente y de buena gana, a causa de un cuento que le contaba a Gabriel mientras subían las escaleras, al tiempo que se restregaba el ojo izquierdo con los nudillos del puño izquierdo.

-Buenas noches, Freddy -dijo tía Julia.

Freddy Malins saludó a las señoritas Morkan de una manera aparentemente desdeñosa debido a su habitual ronquera y luego, viendo que Mr Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso tembloroso y comenzó a repetir en voz baja la historia que acababa de contarle a Gabriel.

-No está tan mal, ¿verdad? -le dijo tía Kate a Gabriel.

Gabriel tenía las cejas caídas, pero las alzó rápidamente para responder:

-Oh, no, apenas se le nota.

-¡Qué muchacho tan terrible! -dijo ella-. Y eso que su pobre madre le hizo jurar en Año Nuevo que no volvería a beber. Pero vamos, Gabriel, pasemos al salón.

Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo una señal a Mr Browne, frunciendo el ceño y sacudiendo el dedo índice a modo de advertencia. Mr Browne asintió a modo de respuesta y, cuando la tía Kate se hubo marchado, le dijo a Freddy Malins:

-Bueno, Teddy, ahora te voy a servir un buen vaso de limonada a modo de reconstituyente.

Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con gesto impaciente, pero Mr Browne, tras haber llamado antes la atención de Freddy Malins por lo descuidado de su vestimenta, le llenó un vaso con limonada y se lo alcanzó. La mano izquierda de Freddy Malins aceptó el vaso, mientras su mano derecha se encargaba mecánicamente de acomodar su traje. Mr Browne, cuyo rostro volvía a mostrar las arrugas del buen humor, se sirvió un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de haber alcanzado del todo el clímax de su cuento, en una especie de carcajada bronquial y, dejando de lado su vaso desbordado y sin probar, comenzó a restregarse los nudillos del puño contra el ojo izquierdo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.












***

Gabriel no toleraba la pieza que tocaba Mary Jane, académica y tan llena de glissandos y pasajes difíciles para un salón tan respetuoso. Le gustaba la música, pero la pieza que tocaba no tenía sentido para él, y dudaba que la tuviera para el resto de los oyentes, aunque se la hubieran pedido encarecidamente a Mary Jane. Cuatro jóvenes, que vinieron del bar a pararse en el marco de la puerta en cuanto comenzó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio después de unos instantes. Las únicas personas que parecían seguir la música eran la propia Mary Jane, sus manos volaban sobre el teclado o se alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en un momento de éxtasis, y la tía Kate, de pie a su lado pasando las páginas.

Los ojos de Gabriel, irritados por el brillo del piso encerado debajo del pesado candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cuadro con la escena del balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los príncipes en la Torre que tía Julia siendo niña había bordado en lana roja, azul y marrón. Probablemente en la escuela a la que habían ido cuando eran niñas, le habrían enseñado ese tipo de labor durante un año. Cierta vez su madre le bordó, para un cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, adornado con un satén pardo y botones redondos imitando las moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate solía decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían estado siempre orgullosas de su hermana, tan matriarcal e inflexible. Su fotografía se veía encima de la repisa. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba echado a sus pies. Fue ella quien puso nombre a los niños, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Royal University. Una sombra pasó sobre su cara al recordar la amarga oposición a su matrimonio. Algunas frases despectivas que usó inquietaban todavía su memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia vulgar y no era verdad, en nada. Fue Gretta quien la atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.

Sabía que Mary Jane debía estar cerca del final de la pieza porque tocaba otra vez la melodía del comienzo con sus escalas continuas después de cada compás y mientras esperó a que acabara, la amargura se extinguió en su corazón. La pieza terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Un gran aplauso saludó a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura y salía corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de los cuatro muchachones parados en el marco de la  puerta, los mismos que se fueron a beber cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano calló.

Se organizó un baile de lanceros. Gabriel se encontró de pareja con Miss Ivors. Una dama de hablar franco, pecosa y de grandes ojos marrones. No llevaba escote y el prendedor con el que se sujetaba el cuello lucía una divisa irlandesa. Una vez que se alinearon ella dijo de pronto:

-Tengo una gallina para desplumar con usted.

-¿Conmigo? -dijo Gabriel.

Ella asintió con gravedad.

-¿De qué se trata? -preguntó Gabriel, sonriendo ante su solemnidad.

-¿Quién es G. C.? -respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.

Gabriel se ruborizó y estuvo a punto de fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:

-¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que usted escribe para el Daily Express. ¿No le da vergüenza?

-¿Y por qué habría de avergonzarme? -preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreír.

-Bueno, a mí me da pena -dijo Miss Ivors con franqueza- pensar que usted escribe para ese pasquín. No sabía que usted se había vuelto pro-inglés.

Una expresión de perplejidad apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que los miércoles escribía una columna literaria en el Daily Express por la que le pagaban quince chelines. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los libros que recibía por sus críticas eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque. Le gustaba palpar las cubiertas y hojear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía vagabundear por los muelles en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey's en el Paseo del Soltero y a Webb's o a Massey's en el muelle de Aston o a O'Clohissey's por el callejón. No sabía cómo responder al ataque. Le hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de la política. Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad primero y después como profesores: no podía usar con ella una frase pomposa. Siguió parpadeando y tratando de sonreír hasta que murmuró débilmente que no veía nada político en escribir crítica de libros.

Cuando volvieron a cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano cálidamente y dijo en tono suave y amistoso:

-Por supuesto, era sólo una broma. Vamos a hacer el cruce ahora.

Cuando se encontraron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Una amiga le había enseñado su crítica de los poemas de Browning, y así quedó al descubierto su secreto: aunque a ella le gustó muchísimo la crítica.

-Oh, Mr Conroy, dijo de repente  ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un mes entero. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Usted debe venir. Vienen Mr Clancy y Mr Kilkely y Kathleen Kearney. Sería estupendo que Gretta también viniera también. Ella es de Connacht, ¿no?

-Su familia -dijo Gabriel, tajante.

-Pero vendrán los dos, ¿no es así? -dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.

-Lo cierto es que -dijo Gabriel- yo he quedado en ir...

-¿Adónde? -preguntó Miss Ivors.

-Bueno, usted sabe, todos los años hago una gira en bicicleta con varios de mis amigos, así que...

-Pero, ¿adónde? -preguntó Miss Ivors.

-Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania -dijo Gabriel, torpemente-.

-¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica -dijo Miss Ivors- en vez de visitar su propio país?

-Bueno -dijo Gabriel-, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en parte para cambiar.

-¿No tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? -preguntó Miss Ivors.

-Bueno -dijo Gabriel-, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.

Las parejas vecinas se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró nerviosamente a diestra y siniestra, y trató de mantener el buen humor durante la interpelación que le hacía sudar la frente.

-¿Y no tiene usted su tierra para visitar -siguió Miss Ivors-, de la que no sabe nada, ni de su propio pueblo, ni de su patria?

-Si tuviera que decir la verdad -replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este país, ¡harto!

-¿Por qué? -preguntó Miss Ivors.

Gabriel no respondió: su contestación lo había alterado.

-¿Por qué? -repitió Miss Ivors.

Tenían que hacer la ronda los dos ahora y, como todavía no había respondido, Miss Ivors le dijo, afectuosamente:

-Por supuesto, no tiene usted respuesta.

Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía, evitando sus ojos porque había notado una expresión agria en el rostro. Pero cuando se encontraron nuevamente en la larga cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Miss Ivors lo miró de soslayo con curiosidad momentánea hasta que lo hizo sonreír. Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:

-¡Pro inglés!

Cuando la danza terminó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer robusta y delicada con el pelo blanco. Tenía la misma voz gangosa del hijo y tartamudeaba mucho. Le aseguraron que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si había tenido un buen viaje. Vivía en casa de su hija en Glasgow y venía de visita a Dublín una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán había estado de lo más atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella se iba por las ramas Gabriel trató de borrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese, era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responder como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro británico delante de todos, ni siquiera en broma. Intentó dejarlo en ridículo delante de la gente, interrumpiéndolo y clavándole sus ojos de conejo.

Vio a su esposa abriéndose paso entre las parejas que bailaban. Cuando llegó a su lado le dijo al oído:

-Gabriel, tía Kate quiere saber si vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el pernil y yo voy a ocuparme del budín.

-Muy bien -dijo Gabriel.

-Comenzarán a servir a los más jóvenes tan pronto como termine este vals, para que tengamos la mesa para nosotros solos.

-¿Bailaste? -preguntó Gabriel.

-Por supuesto. ¿No me viste? ¿Qué te pasó con Molly Ivors?

-Nada. ¿Por qué? ¿Ella dijo algo?

-Algo dijo. Estoy tratando de hacer que Mr D'Arcy cante. Me parece que es de lo más presumido.

-No pasó nada -dijo Gabriel, irritado-, sino que ella quería que yo me sumara a una excursión por el oeste de Irlanda, y le dije que no. Su esposa juntó las manos, excitada, y dio un brinco:

-¡Oh, vamos, Gabriel! -gritó-. Me encantaría volver a Galway.

-Tú puedes ir si quieres -dijo Gabriel, fríamente.

Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs Malins para decirle:

-He aquí un bonito marido para usted, Mrs Malins.

Gretta atravesó el salón volviendo sobre sus pasos. Y Mrs Malins, como si no la hubieran interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre la belleza de Escocia y sus preciosos escenarios naturales. Su yerno las llevaba todos los años a los lagos y salían de pesca. Un día cogió un pez. Un gran pez, lindísimo, así de grande, y el conserje del hotel se lo coció.

Gabriel ya no escuchaba lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la cena comenzó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba el salón para saludar a su madre, Gabriel le cedió su silla y se retiró al vano de la ventana. El salón se había desahogado y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían cansados de la danza y conversaban tranquilamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel rozaron el frío cristal de la ventana. ¡Qué frío debía hacer afuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se vería amontonada sobre las ramas de los árboles y pondría una tenue capa blanca sobre el monumento a Wellington. ¡Mucho más grato sería estar allá fuera que cenando!

Repasó las notas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Repitió para sí mismo una frase que escribió en su crítica: Uno siente que escucha la música de una mente atormentada. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Había sido sincera? ¿Sabría ella algo de la vida más allá de cualquier proselitismo? Nunca hubo entre ellos animosidad hasta esta noche. Lo desalentaba saber que ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogándolo. Quizás no le desagradaría verlo naufragar en su discurso. Le dio valor una idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: Damas y caballeros, la generación que ahora declina ante nosotros habrá tenido sus faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria e hípereducada, carece. Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba que sus tías fueran tan sólo un par de viejas ignorantes?

Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr Browne venía desde la puerta escoltando con galantería a la tía Julia, que se apoyaba sobre su brazo, sonriendo cabizbaja. Una salva irregular de aplausos la acompañó hasta el piano, y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía Julia dejó de sonreír y dio media vuelta para colocar perfectamente su voz hacia el salón, cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía Julia. Ataviada para la Boda. Su voz, clara y sonora, atacó las escalas que adornaban la tonada y aunque cantó muy rápido no se saltó ni una nota de la floritura. Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro. Cuando terminó la canción Gabriel unió su aplauso junto con los del auditorio y a los atronadores aplausos que llegaron procedentes de la invisible mesa de la cena. Sonaban tan genuinos que un ligero rubor se apoderó del rostro de tía Julia, cuando se agachó para retirar del atril el viejo cancionero encuadernado en cuero con sus iniciales en la cubierta. Freddy Malins, que la había escuchado sin mover la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre que asentía en grave y lenta aprobación. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó súbitamente y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar su mano entre las suyas, estrechándola cuando le faltaron las palabras o la gangosidad se hizo insoportable.

-Le estaba diciendo a mi madre -dijo- que nunca la había oído cantar tan bien, ¡nunca! No, nunca la había oído cantar con una voz tan bella como la de esta noche. ¡Jamás! Créame. Es la verdad. Por mi palabra y por mi honor que es la verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan... tan clara y tan fresca, ¡nunca!

La tía Julia respondió con una amplia sonrisa y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras recuperaba la mano de aquel acoso. Mr Browne extendió una mano abierta hacia ella y se dirigió a la audiencia como un animador que presenta un prodigio:

-¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!

Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se acercó para decirle:

-De verdad, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho un descubrimiento peor. Todo lo que puedo decir es que jamás la oí cantar tan bien de las veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.

-Tampoco yo -dijo Mr Browne-. Creo que su voz ha mejorado mucho.

Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:

-Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.

-Siempre le he dicho a Julia que malgastaba su talento en ese coro -dijo tía Kate enfática-. Pero nunca me ha hecho caso.

Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incorregible, mientras tía Julia, esbozando en su rostro una vaga sonrisa melancólica, dejaba que su mirada se perdiera en algún punto frente a ella.

-Pero no -siguió tía Kate-, nunca hizo caso, no dejó que nadie la convenza ni la dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?

-Bueno, ¿no era para alabar al Señor, tía Kate? -preguntó Mary Jane, girando en la banqueta, sonriendo.

La tía Kate se volvió a su sobrina para decir con vehemencia:

-¡Yo sé muy bien lo que es honrar al Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en él toda su vida para sustituirla por unos chiquillos malcriados. Supongo que si el Papa lo hace será por el bien de la Iglesia, pero no es justo, Mary Jane, no es lo correcto.

Había montado en cólera y hubiera continuado defendiendo a su hermana apasionadamente, de no haber sido por Mary Jane, quién viendo a los bailarines regresar al salón, intervino para apaciguar:

-Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mr Browne, que tiene otras creencias.

Tía Kate se volvió a Mr Browne, que sonrió ante esta alusión a su religión, y se apresuró a decir:

-Oh, no he puesto en duda la razón del Papa. No soy más que una vieja estúpida y jamás me atrevería a hacer tal cosa. Pero existe eso que se llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre Healey en su misma cara...

-Y, además, tía Kate -dijo Mary Jane-, estamos todos hambrientos y cuando tenemos hambre nos ponemos todos muy quisquillosos.

-Y cuando estamos sedientos, también pendencieros -añadió Mr Browne.

-Así que lo mejor es que vayamos a cenar -dijo Mary Jane- y dejemos la discusión para más tarde.

Cuando Gabriel salió del salón se encontró en el rellano con su esposa y a Mary Jane tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No tenía el menor apetito, y ya se había quedado más de lo que debía.

-Pero si no son más que diez minutos, Molly -dijo Mrs Conroy-. Eso no la va a retrasar.

-Para que comas un bocado -dijo Mary Jane- después de tanto baile.

-De verdad no puedo -dijo Miss Ivors.

-Me parece que no lo pasaste nada bien -dijo Mary Jane, sin esperanza.

-Sí, muy bien, se lo aseguro -dijo Miss Ivors-, pero ahora deben dejarme ir corriendo.

-Pero, ¿cómo vas a llegar a casa? -preguntó Mrs Conroy.

-Oh, no son más que unos pasos por la costanera. Gabriel dudó por un momento y dijo:

-Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de verdad tiene usted que marcharse.

Pero Miss Ivors se alejó de ellos.

-De ninguna manera -exclamó-. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de mí. Sé cuidarme muy bien.

-Mira, Molly, tú sí que eres rara -dijo Mrs Conroy con franqueza.

-Beannacht libh -gritó Miss Ivors, mientras bajaba la escalera, riéndose.

Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Gabriel se preguntó si era él la razón de su brusca salida. Pero no parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las escaleras, confundido.

Tía Kate salió del salón en ese momento, dando tumbos, casi exprimiéndose las manos de desesperación.

-¿Dónde está Gabriel? -gritó-. ¿Dónde se ha metido Gabriel? Todo el mundo está esperando ahí dentro, preparados para comenzar; ¡y nadie que trinche el ganso!

-¡Aquí estoy, tía Kate! –gritó Gabriel, súbitamente animado-. Listo para trinchar una bandada de gansos si fuera necesario.

Un ganso gordo y dorado reposaba en un extremo de la mesa y en el otro, sobre un lecho de papel corrugado adornado con ramitas de perejil, reposaba un pernil grande, despellejado y rociado de migas fritas, las canillas adornadas con pulcros flecos de papel, y justo al lado, en abanico, rodajas de carne especiada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos coronas de gelatina, roja y amarilla; un plato liso rebosante de manjar blanco y compota; un largo plato en forma de hoja con su tallo como mango, donde había racimos de pasas y de almendras peladas; un plato gemelo con un mosaico de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño cuenco con chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un florero del que salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos botellones achatados, antiguos, de cristal tallado, uno con oporto y el otro con jerez abocado. Sobre el piano cerrado aguardaba un budín en un enorme plato amarillo y detrás había tres hileras de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo al color: las primeras dos filas de botellas negras con etiquetas rojas y marrón, la tercera fila, corta, todas de blanco con bandas verdes.

Gabriel tomó resueltamente la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del cuchillo, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, era un trinchador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una mesa bien puesta.

-Miss Furlong, ¿qué le sirvo? -preguntó-. ¿Un ala o una feta de pechuga?

-Una feta de pechuga.

-¿Y para usted, Miss Higgins?

-Oh, lo que usted quiera, Mr Conroy.

Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne aderezada, Lily iba de un invitado a otro con un plato de papas calientes envueltas en servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella también sugirió salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que siempre había comido el ganso asado sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que comer nunca una cosa así. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que obtuvieran las mejores tajadas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una batahola de peticiones y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel comenzó a cortar segundas porciones, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. La protesta general fue tan estentórea que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout, el trabajo de cortar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne les rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando a tía Kate, la depositó en su silla en medio del regocijo general.

Cuando todo el mundo estuvo bien servido dijo Gabriel, sonriendo:

-Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo diga él o ella o calle para siempre.

Un coro de voces lo intimó a empezar su cena y Lily se adelantó con tres papas que le había reservado.

-Muy bien -dijo Gabriel, amable, mientras se animaba con otro sorbo-, damas y caballeros, hagan el favor de olvidarse que existo por unos minutos.

Se sentó a comer y no tomó parte en la conversación con que la mesa cubrió el ruido de la vajilla que retiraba Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr Bartell D'Arcy, joven de piel oscura y fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro primera voz en la segunda tanda de la pantomima del Gaiety, y que tenía uno de los mejores registros de tenor que había escuchado.

-¿Lo ha oído usted? -le preguntó a Mr Bartell D'Arcy.

-No -dijo Mr Bartell D'Arcy, desinteresadamente.

-Porque -explicó Freddy Malins- tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece que tiene una gran voz.

-Y Teddy sabe lo que es bueno -dijo Mr Browne, confianzudo-.

-¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? -preguntó Freddy Malins, mordazmente-. ¿Porque no es más que un negro?

Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane hizo que la mesa regrese a la conversación sobre la ópera genuina. Una de sus alumnas le había conseguido una entrada para Mignon. Claro que era muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr Browne podía remontarse aún más lejos en su memoria, a las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo el gallinero del viejo Real estaba siempre de bote a bote, noche tras noche, como en aquella en la que un tenor italiano había dado cinco bises de Let Me Like A Soldier Fall, dando un do de pecho en cada ocasión, y cómo los muchachos del gallinero en su entusiasmo solían desenganchar los caballos del carruaje de alguna gran prima donna para tirar ellos del coche por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no se interpretaban las grandes óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había modo de reunir las voces necesarias para cantarlas: por eso mismo.

-Ah, pero -dijo Mr Bartell D'Arcy- a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como entonces.

-¿Dónde están? -preguntó Mr Browne, desafiante.

-En Londres, París, Milán -dijo Mr Bartell D'Arcy, entusiamado-. Para mí, Caruso, por ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los nombres que usted ha mencionado.

-Puede ser -dijo Mr Browne-. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.

-Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso -dijo Mary Jane.

-Para mí -dijo tía Kate, después de roer un hueso-, no ha habido más que un tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído hablar de él.

-¿Quién es él, Miss Morkan? -preguntó Mr Bartell D'Arcy, cortésmente.

-Su nombre -dijo tía Kate- era Parkinson. Lo oí cuando comenzaba su carrera y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás haya habido en garganta masculina alguna.

-Qué raro -dijo Mr Bartell D'Arcy-. Nunca oí hablar de él.

-Sí, sí, tiene razón Miss Morkan- dijo Mr Browne-. Recuerdo haber oído hablar del viejo Parkinson, aunque pertenezca a una época lejana a la mía.

-Un hermoso, bello, puro y dulce tenor inglés -dijo tía Kate entusiasmada.

Se trasladó el enorme budín a la mesa una vez que Gabriel hubo terminado. El sonido de cubiertos comenzó otra vez. La esposa de Gabriel repartía porciones de budín y pasaba los platillos a la mesa, siendo interceptados a medio camino por Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco y compota. El budín había sido preparado por tía Julia, a quién todos felicitaron. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante bruno.

-Bueno, confío, Miss Morkan -dijo Mr Browne-, en que yo sea lo bastante bruno para su gusto, porque, como ya sabe por mi apellido, yo soy todo oscuro.

Todos los caballeros, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al budín de la tía Julia.

Habían preparado el apio para Gabriel, que nunca probaba el postre. Freddy Malins también cogió un tallo y se lo comió junto con su budín. Alguien le había dicho que el apio era lo mejor que había para la sangre y él se encontraba bajo tratamiento médico. Mrs Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que en una semana o algo así su hijo ingresaría en Monte Melleray. La mesa se puso a hablar entonces de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y que jamás cobraban ni un penique a sus huéspedes.

-¿Y qué me quieren decir ustedes -preguntó Mr Browne, incrédulo- que uno va allá y se hospeda como en un hotel y vive del producto de la tierra y se va sin pagar un penique?

-Oh, la mayoría dona algo al monasterio cuando se van -dijo Mary Jane.

-Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia -dijo Mr Browne con franqueza.

Y se quedó estupefacto al saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.

-Son preceptos de la orden -dijo tía Kate, tajante.

-Sí, pero ¿por qué? -preguntó Mr Browne.

La tía Kate repitió que eran los preceptos y eso era todo. Mr Browne pareció no entenderlo. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo. La explicación no resultó muy clara para Mr Browne, quien gesticuló, diciendo:

-Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cama mullida tan bien como un ataúd?

-El ataúd -dijo Mary Jane- es para que no olviden su último destino.

Como la conversación se puso lúgubre se la enterró en el silencio, en medio del cual se pudo escuchar a Mrs Malins decirle a su vecina en secreto:

-Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.

Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó con oporto o jerez. Al principio, Mr Bartell D'Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conversación menguó. Luego siguió una pausa, sólo interrumpida por el ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales tamborilearon en la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.

El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez temblorosos dedos en el mantel y sonrió, nervioso, al enfrentar los rostros del público levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo la nieve, mirando las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. El aire era puro. A lo lejos se extendía el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría una brillante capa de nieve refulgiendo hacia el oeste, sobre los blancos campos de Fifteen Acres.

Comenzó:

-Damas y caballeros. Me ha tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una muy grata tarea, para la cual me temo, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo suficientemente adecuada.

-¡De ninguna manera! -dijo Mr Browne.

-Bien, como fuere, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me presten su amable atención por un momento, mientras me esfuerzo por expresar con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.

-Damas y caballeros. No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que somos destinatarios -o, quizá sea mejor decir, víctimas- de la hospitalidad de ciertas damas bondadosas.

Dibujó un arco en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rio o sonrió hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de gozo. Gabriel prosiguió, audaz:

-Cada año que pasa siento con más fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que honre mejor y que guarde tan celosamente como la hospitalidad. Es una tradición única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros). Algunos dirán, quizás, que es más defecto que virtud de la cual jactarse. Pero aún si admitiéramos que así fuera, se trata, a mi entender, de un defecto noble, que confío cultivemos por muchos años. De una cosa, por lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas damas mencionadas -y deseo desde el fondo de mi corazón que así sea por los años venideros- la tradición de la genuina, calurosa y cortés hospitalidad irlandesa, que nos legaron nuestros antepasados y que a su vez debemos transmitir a nuestros descendientes, palpitará entre nosotros.

Un cálido murmullo aprobatorio recorrió la mesa. La ausencia de Miss Ivors atravesó la mente de Gabriel como un rayo, y prosiguió con más confianza en sí mismo:

-Damas y caballeros.

-Una nueva generación crece entre nosotros, una generación motivada por nuevos ideales y nuevos principios, seria y entusiasmada por estos nuevos ideales. Con un entusiasmo que en mi opinión, aun cuando equivocado, es eminentemente sincero. Pero vivimos en una época confusa y, si se me permite usar la frase, de mentes atormentadas: a veces me temo que esta nueva generación, educada o hípereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, y de generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado tuve la impresión, debo confesarlo, que vivimos en una época menos auspiciosa. Aquellos se pueden llamar, sin exageración, días auspiciosos. Y, si desaparecieron de modo irrevocable, esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta, todavía hablemos de ellos con orgullo y con afecto, y abriguemos en nuestros corazones la memoria de nuestros grandes que, muertos y desaparecidos, el mundo no permitirá que su fama se disipe.

-¡Así se habla! -dijo Mr Browne bien alto.

-Pero como todo -continuó Gabriel, con una inflexión de voz más delicada-, siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esos rostros ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está sembrado de recuerdos dolorosos, a los que acudimos con melancolía para afrontar con ánimo nuestra vida cotidiana. Todos tenemos deberes y afectos que nos reclaman, y con razón, nuestra permanente tenacidad.

-Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ningún recuerdo moralizante se entrometa entre nosotros esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve instante extraído del trajín de la rutina cotidiana. Nos encontramos aquí como amigos, como compañeros, con verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de -¿cómo podría llamarlas?- las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.

La mesa estalló en aplausos y risas a su ocurrencia. Tía Julia pidió infructuosamente a cada una de sus vecinas, que le repitieran lo que Gabriel había dicho.

-Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia -dijo Mary Jane.

La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que continuó en la misma vena:

-Damas y caballeros.

-No intento interpretar esta noche el papel que desempeñó Paris en otra ocasión. No voy a intentar escoger entre ellas la mejor. La tarea sería odiosa y por fuera del alcance de mis pobres aptitudes. Porque cuando las contemplo y veo a la decana de nuestras anfitrionas, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en una invocación para todos aquellos que la conocen. O su hermana, que parece estar dotada de una juventud imperecedera y cuyo canto debe haber sido una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o, por último pero no menos importante, cuando considero a nuestra anfitriona más joven, talentosa, alegre, trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y caballeros, que no sabría a cuál de ellas habría de conceder el premio.

Gabriel miró a sus tías y viendo la enorme sonrisa en el rostro de tía Julia y las lágrimas que brotaron en los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar su discurso. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los comensales acariciaron sus respectivas copas expectantes, y dijo en voz alta:

-Brindemos por todas ellas. Bebamos a su salud, por su prosperidad, larga vida, felicidad y ventura, y que continúen por largo tiempo sosteniendo la bien ganada posición que han logrado en su profesión, y la muy honorable y afectuosa que se han ganado en nuestros corazones.

Todos los invitados se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas sentadas, cantaron al unísono, bajo la dirección de Mr Browne:

For they are jolly gay fellows,

For they are jolly gay fellows,

For they are jolly gay fellows,

Which nobody can deny

La tía Kate utilizó su pañuelo sin tapujos. Y hasta tía Julia pareció conmovida. Freddy Malins marcó el ritmo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron cara a cara, como en un melodioso encuentro, mientras cantaban con énfasis:

Unless he tells a lie

Unless he tells a lie

Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, cantaron:

For they are jolly gay fellows,

For they are jolly gay fellows,

For they are jolly gay fellows,

Which nobody can deny

La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por muchos otros invitados y se repitió una y otra vez dirigida por Freddy Malins con el tenedor en alto.











***

El frío penetrante de la madrugada irrumpió en el salón donde esperaban, por lo que tía Kate dijo:

-Que alguien cierre esa puerta. Mrs Malins se va a morir de frío.

-Browne está afuera, tía Kate -dijo Mary Jane.

-Browne está en todas partes -dijo tía Kate, bajando la voz.

Mary Jane se rio al oírla en ese tono.

-¡Pero -dijo jocosamente- es muy atento!

-Se nos ha dispersado como el gas -dijo la tía Kate manteniendo el tono- como todas las Navidades.

Esta vez rio de buena gana y enseguida añadió:

-Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya escuchado.

En ese momento se abrió la puerta de calle y entró Mr Browne a las carcajadas. Vestía un gabán verde con cuello y puños de falso astracán, y llevaba calado hasta las orejas un gorro de piel. Señaló hacia la costanera nevada desde donde provenían insistentes silbidos.

-Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín -dijo.

Gabriel salió del vestíbulo, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor, dijo:

-¿No bajó Gretta?

-Está recogiendo sus cosas, Gabriel -dijo tía Kate.

-¿Quién toca arriba? -preguntó Gabriel.

-Nadie. Todos se han ido ya.

-Oh, no, tía Kate -dijo Mary Jane-. Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan no se han ido todavía.

-En todo caso, alguien aporrea el piano -dijo Gabriel.

Mary Jane miró a Gabriel y a Mr Browne y dijo, tiritando:

-Abrigados como están, me da frío de sólo mirarlos, caballeros. No me gustaría hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a sus casas a esta hora.

-Nada me gustaría más en este momento -dijo Mr Browne, resueltamente- que una buena caminata por el campo o un trote con un ligero alazán entre bejucos.

-Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa -dijo tía Julia con tristeza.

-El nunca olvidado Johnny -dijo Mary Jane, riendo. La tía Kate y Gabriel rieron también.

-¿Y qué tenía de extraordinario este Johnny? -preguntó Mr Browne.

-El malogrado y difunto Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo -explicó Gabriel-, comúnmente conocido en sus últimos años como el Caballero Viejo, fabricaba pegamento.

-Ah, vamos, Gabriel -dijo tía Kate, riendo-, tenía un molino para fabricar almidón.

-Bien, almidón o cola --dijo Gabriel-, el Caballero Viejo tenía un caballo que respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del Caballero Viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al Caballero Viejo ir a dar un paseo con gente de prosapia para presenciar un desfile militar en el parque.

-El Señor tenga piedad de su alma -dijo tía Kate, misericordiosamente.

-Amén -dijo Gabriel-. Así, el Caballero Viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y luciendo su mejor galera y su mejor cuello duro, sacó su coche y salió con mucho estilo de su pomposa mansión cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.

Todos rieron, hasta Mrs Malins, del modo en que Gabriel lo contaba y tía Kate agregó:

-Oh, no, Gabriel, no vivía en Back Lane. Sólo tenía allí su fábrica.

-Entonces salió de la casa de sus antepasados -continuó Gabriel-, el coche tirado por Johnny. Todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermo: sea porque se enamorara del caballo de Guillermo el rey o porque se creyera que estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas al monumento.

Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.

-Vueltas y vueltas le dio -dijo Gabriel-, hasta que el Caballero Viejo, que era un viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor! -vaya uno a saber por qué dijo señor- ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Qué conducta tan extraña! ¡No comprendo a este caballo!

Las risotadas que siguieron a la parodia de Gabriel se interrumpieron bruscamente por un golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero tirado hacia atrás y los hombros encogidos de frío, resoplaba y echaba vapor después de semejante esfuerzo.

-Sólo pude conseguir un coche -dijo.

-Bueno, encontraremos otro por la costanera -dijo Gabriel.

-Sí -dijo tía Kate-. Lo mejor es evitar que Mrs Malins muera de frío.

Su hijo y Mr Browne ayudaron a Mrs Malins a bajar los escalones y, después de algunas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins montó tras ella y estuvo un tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr Browne.

Por fin se acomodaron y Freddy Malins invitó a Mr Browne a subir. Se oyó una discusión y después subió Mr Browne confundido. El cochero se arregló la manta sobre las rodillas y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo mayor. Freddy Malins y Mr Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla, indicaron al auriga distintas direcciones. El problema era saber dónde había que dejar a Mr Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la confusión dando desde el pórtico direcciones cruzadas y contradictorias entre risas y saludos. Freddy Malins, no podía contenerse. Sacaba y metía la cabeza por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr Browne le dio un grito al confundido auriga por sobre las carcajadas.

-¿Sabe usted dónde queda Trinity College?

-Sí, señor -dijo el cochero.

-Muy bien, siga entonces derecho hasta estamparse contra la puerta del Trinity College -dijo Mr Browne- y allí ya le indicaré por dónde ir. ¿Entiende ahora?

-Sí, señor -dijo el cochero.

-Volando hasta Trinity College.

-Entendido, señor -gritó el cochero.

Dio unos fustazos al caballo y el coche traqueteó costanera abajo, a orillas de un río de risas y un coro de adioses.

Gabriel no había salido con los demás. Se quedó en la oscuridad del vestíbulo mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, también en las sombras. No podía verle la cara, pero podía ver algo del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su esposa. Se apoyaba en la baranda, escuchando algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y prestó atención. Pero por las risas y la discusión en la vereda, sólo pudo escuchar unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.

Se quedó inmóvil en el rellano sombrío, tratando de captar el canto de aquella voz y observando a su esposa. Había elegancia y cautela en su actitud, como si ella fuera el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje contrastarían con las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría al cuadro, si fuera pintor.

Cerraron la puerta de calle y tía Kate, tía Julia y Mary Jane ingresaron todavía riendo.

-¡Vaya con ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!

Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano.

Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba quejosa a la distancia, y la ronquera del cantante, arrastraban débilmente la cadencia de la canción con palabras que expresaban un profundo dolor:

Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo

Y el rocío corona mi frente,

Mi niño yace aterido…

-Ay -exclamó Mary Jane-. Es Bartell D'Arcy cantando y no lo quiso hacer en toda la noche. Voy a pedirle una más antes de que se vaya.

-Oh, sí, Mary Jane -dijo tía Kate.

Mary Jane pasó empujando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.

-¡Ay, qué pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?

Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos escalones atrás venían Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan.

-¡Oh, Mr D'Arcy -exclamó Mary Jane-, muy egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos escuchábamos extasiados!

-He estado detrás de él toda la noche -dijo Miss O'Callaghan- y también Mrs Conroy, y nos decía que tiene un resfrío espantoso y no podía cantar.

-Ah, Mr D'Arcy -dijo la tía Kate-, mire que mentirnos de esa manera.

-¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? -dijo Mr D'Arcy, molesto.

Bajó rápidamente hacia el vestíbulo por su abrigo. Todos quedaron sorprendidos por su brusquedad, y no sabían que decir. Tía Kate levantó las cejas y les hizo señas a todos para que olvidaran el asunto. Mr D'Arcy, malhumorado, se abrigaba el cuello con cuidado.

-Es el tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.

-Sí, todo el mundo anda resfriado -dijo tía Kate enseguida-, todo el mundo.

-Dicen -dijo Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí esta mañana en el diario que nieva en toda Irlanda.

-A mí me gusta ver la nieve -dijo tía Julia, con tristeza.

-Y a mí -dijo Miss O'Callaghan-. Yo creo que las Navidades no son Navidades si el suelo no está blanco.

-Pero al pobre Mr D'Arcy no le gusta la nieve -dijo tía Kate sonriente.

Mr D'Arcy salió del vestíbulo todo abrigado y abotonado y mostrándose arrepentido por su torpeza contó la historia de su resfrío. Cada uno le dio un consejo diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y le recomendaron que cuidara su cuello del sereno. Gabriel miró a su esposa, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo de la lámpara y la llama del gas iluminaba el bronce de su pelo, que él había visto secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no tener nada que ver con la conversación. Finalmente, se dio vuelta y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita alegría inundó su corazón.

-Mr D'Arcy -dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?

-Se llama La muchacha de Aughrim -dijo Mr D'Arcy-, pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La conoce?

-La muchacha de Aughrim -repitió ella-. No recordaba el nombre.

-Linda melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no tuviera voz esta noche.

-Vamos, Mary Jane -dijo tía Kate-. No importunes a Mr D'Arcy. No quiero que vuelva a molestarse.

Viendo que estaban todos listos para irse los condujo hasta la puerta donde se despidieron:

-Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por esta noche espléndida.

-Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta!

-Buenas noches, tía Kate, y muchas gracias. Buenas noches, tía Julia.

-Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.

-Buenas noches, Mr D'Arcy. Buenas noches, Miss O'Callaghan.

-Buenas noches, Miss Morkan.

-Buenas noches, de nuevo.

-Buenas noches a todos. Vayan con Dios.

-Buenas noches. Buenas noches.

 

La mañana aún estaba oscura. Una pálida luz se cernía sobre los tejados y el río; y el cielo parecía encorvarse. El suelo se hacía barro bajo los pies y sólo quedaba un poco de nieve desmenuzada sobre las casas, en el muro de la escollera y sobre las verjas del paseo. Las lámparas ardían todavía rojizas en el luctuoso ambiente, y al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía amenazante contra el excesivo cielo.

Ella caminaba delante de él junto a Mr Bartell D'Arcy, llevaba sus zapatos en una bolsa bajo el brazo, recogiendo sus faldas para evitar el fango. No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de

Gabriel brillaban felices. La sangre golpeaba en sus venas; y los pensamientos se amontonaban en su cerebro: orgullosos, alegres, tiernos, complacientes.

Ella caminaba delante de él tan frágil y elegante que deseó tomarla por detrás sin hacer ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para quedarse sólo con ella. Momentos de su vida íntima ardieron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre color sanguinaria que él acarició con su mano. Los pájaros piando en una enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje meciéndose en el piso: la felicidad le impedía comer. Estaban en el multitudinario andén y él deslizaba un billete en la tibia palma de su mano enguantada. Estaba de pie con ella en la vereda, mirando por entre los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas frente a un horno candente. Hacía mucho frío. Su cara, que resplandecía por la brisa helada, estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le preguntó al hombre del horno:

-Señor, ¿ese fuego, está caliente?

Pero el hombre no la pudo oír por el ruido que hacía el fuelle. Mejor así. Con toda seguridad la habrían insultado.

Una ola de alegría aún más tierna escapó de su corazón para correr por sus arterias en cálido torrente. Como el tierno calor de las estrellas, escenas de su vida íntima que nadie nunca sabría rompieron a iluminar su memoria. Anheló hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar los años de su insípida existencia juntos y que tuviera presentes solamente los momentos de ternura. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de sus almas. Los hijos, su oficio, la vida doméstica no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que escribió tiempo atrás, él le decía: “¿Por qué palabras como éstas me parecen tan descoloridas y frías? ¿Es porque no hay una palabra lo suficientemente tierna para ser tu nombre?”

Como una lejana melodía le llegaron estas palabras desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y solos. La llamaría discretamente:

-¡Gretta!

Quizás ella no lo oyera al primer llamado: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz reclamaría su atención. Se daría vuelta para mirarlo…

En la esquina de Winetavern Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, eso ahorraba la conversación. Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros murmuraban entre si, señalando un edificio o una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando del viejo furgón, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando para alcanzar un barco, galopando hacia su luna de miel.

Cuando el coche cruzó el puente O'Connell, Miss Callaghan dijo:

-Dicen que nadie cruza el puente de O'Connell sin ver un caballo blanco.

-Yo veo un hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.

-¿Dónde? -preguntó Mr Bartell D'Arcy.

Gabriel señaló a la estatua, cubierta de nieve. Luego, la saludó familiarmente y levantó la mano.

-Buenas noches, Daniel -dijo, alegre.

Cuando el coche se detuvo ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas de Mr Bartell D'Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín de propina. El hombre lo saludó y dijo:

-Que tenga un próspero Año Nuevo, señor.

-Igualmente -dijo Gabriel, cordial.

Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y de pie en la vereda, dio las buenas noches a los demás. Se apoyó ligeramente en su brazo, como cuando bailaron juntos horas antes. Se sintió orgulloso y feliz en ese momento: feliz porque era suya, orgulloso de su belleza y su elegancia. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el primer roce con su cuerpo, cadencioso y ajeno y perfumado, produjo en él un destello de lujuria. Aprovechándose de su silencio, le apretó el brazo, y al detenerse frente a la puerta del hotel, sintió que se habían escapado de sus vidas y sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y huían juntos, con sus corazones salvajes, en busca de una nueva aventura.

Un viejo tumbado con una capucha de dormir calada hasta las orejas descansaba en uno de los grandes sillones del hall central del hotel. Encendió una vela en la oficina y los acompañó escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, pisando sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del portero, la cabeza inclinada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como bajo una pesada carga, su falda ciñéndola apretadamente. Hubiera echado los brazos alrededor de sus caderas para obligarla a detenerse, temblaba de deseo por poseerla y solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía bajo control el salvaje impulso de su cuerpo. El portero se paró en medio de la escalera para enderezar la vela que chorreaba. Ellos se detuvieron también unos cuántos escalones detrás. En aquel silencio, Gabriel podía oír la vela derretida caer goteante en el platillo, tanto como su corazón golpeando sus costillas.

El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Dejó su inestable vela sobre una mesa de noche y preguntó que a qué hora querían los señores que les llamasen.

-A las ocho -dijo Gabriel.

El portero señaló hacia el botón de la luz eléctrica y empezó a murmurar una disculpa, pero Gabriel lo detuvo.

-No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría -dijo, señalando la vela- que puede usted llevarse su agradable aparato, mi amigo.

El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, sorprendido por la nueva idea. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel echó el cerrojo.

La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba desde la ventana a la puerta. Gabriel tiró su abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la ventana. Miró hacia la calle para calmar su emoción. Luego, se apoyó en un armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se paró delante de un gran espejo movible a desabrocharse el vestido. Gabriel se detuvo a mirarla por un instante y después dijo:

-¡Gretta!

Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el haz de luz para acercarse. Su rostro lucía tan serio y fatigado que las palabras no atinaban a salir de los labios de Gabriel. No, no era el momento todavía.

-Se te ve cansada -dijo él.

-Un poco -respondió ella.

-¿Te sientes mal o débil?

-No, sólo cansada. Eso es todo.

Ella se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia afuera. Gabriel nuevamente aguardó y temiendo perder la decisión, dijo, súbitamente:

-¡Por cierto, Gretta!

-Dime.

-¿Viste a ese pobre tipo de Malins? -dijo rápido.

-Sí. ¿Qué le ocurre?

-Nada, que ese pobre diablo es de lo más decente, después de todo -siguió Gabriel con voz falsa-. Me devolvió el dinero que le presté y que ya no esperaba recuperar. Es una pena que no se aleje de ese tal Browne, no es un mal muchacho.

Temblaba, se sentía molesto. ¿Por qué parecía ella tan abstraída? No sabía cómo empezar. ¿Estaría molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él espontáneamente! Tomarla en aquella situación sería bestial. No, tenía que notar un poco de pasión en sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.

-¿Cuándo le hiciste ese préstamo? -preguntó ella después de una pausa.

Gabriel luchó por contenerse y no maldecir al borracho de Malins y su dinero. Hubiera querido mostrarle el fondo de su alma, estrechar su cuerpo contra el suyo, dominarla. Pero dijo:

-Oh, por Navidad, cuando abrió su local de tarjetas navideñas en Henry Street.

Aturdido por la rabia y el deseo no la escuchó acercarse desde la ventana. Ella se detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, alzándose en puntas de pie y descansando ligeramente las manos en sus hombros, lo besó.

-Eres tan generoso, Gabriel -dijo.

Temblando de gozo ante el súbito beso y la gentileza de sus palabras, puso una mano sobre el pelo y empezó a acariciarlo, tocándolo apenas con los dedos. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba vino ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos coincidían con los suyos. Quizás ella también sintiera el mismo ardiente deseo y su actitud la había subyugado. Ahora que ella se entregaba tan dócilmente se reprochó su propia falta de confianza.

Sostuvo su cara entre las manos. Luego, deslizando un brazo rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:

-¿En qué piensas, querida Gretta?

Ella no respondió ni se dejó llevar por la presión de su abrazo.

-Dime qué es, Gretta -dijo, suavemente. Creo saber lo que te pasa. ¿Lo sé?

Ella tardó en contestar, y luego respondió arrastrada por un súbito ataque de llanto:

-Oh, pienso en esa canción, La muchacha de Aughrim.

Se soltó de su abrazo y se desplomó en la cama, cruzando los brazos sobre la almohada y ocultando su rostro. Gabriel se quedó helado por un instante, estupefacto y luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de cuerpo entero: el pecho de la camisa, la cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un espejo y el brillo dorado de sus gafas. Se detuvo a pocos pasos de ella y preguntó:

-¿Qué tiene esa canción? ¿Por qué te hace llorar?

Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como si fuera una niña. Una nota más compasiva de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:

-¿Por qué, Gretta? –preguntó en tono indulgente.

-Me acuerdo de una persona que cantaba esa canción hace tiempo.

-¿Y quién era esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.

-Una persona que conocí en Galway, cuando vivía con mi abuela -dijo ella.

La sonrisa se borró de la cara de Gabriel. Una ira sorda comenzó a acumularse en el fondo de su mente y el mortecino fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.

-¿Alguien de quien estabas enamorada? -preguntó irónicamente.

-Un muchacho que conocí -respondió ella-, se llamaba Michael Furey. Él cantaba esa canción, La muchacha de Aughrim. Era tan delicado.

Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su tierno muchacho.

-Lo puedo ver tan claramente -dijo un momento después-. Con aquellos ojos que tenía. ¡Grandes ojos negros! ¡Y qué expresión en ellos... qué expresión!

-Oh, ¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel.

Salía a pasear con él -dijo ella-, cuando vivía en Galway.

Un pensamiento atravesó el cerebro de Gabriel como una luz caliente.

-¿Quizás fuera por eso que querías ir a Galway con Ivors? -dijo fríamente.

Ella lo miró y preguntó, sorprendida:

-¿Para qué?

Sus ojos hicieron que Gabriel se sintiera incómodo. Encogió los hombros y respondió:

-¿Cómo voy a saber? Para verlo, quizá.

Corrió su mirada y en silencio contempló el rayo de luz que entraba desde la ventana.

-Está muerto -dijo ella al rato-. Murió con tan solo diecisiete años. ¿No es terrible morir tan joven?

-¿A qué se dedicaba? -preguntó Gabriel, irónico todavía.

-Trabajaba en la fábrica de gas -dijo ella.

Gabriel se sintió humillado por su inapropiado sarcasmo y ante el recuerdo de esta imagen entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él había estado ocupado en recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura, alegría y deseo, ella había estado comparándolo mentalmente con otro. Lo invadió una vergonzosa conciencia de su propia persona. Se vio ridículo, patético actuando como dependiente de sus tías, un sentimental nervioso y condescendiente, un charlatán mediocre con los humildes, idealizando su propia lujuria de payaso, el lamentable vanidoso al que había vislumbrado en el espejo. Instintivamente, volvió la espalda hacia la luz para que no pudiera ver la vergüenza que ardía en su frente.

Trató de mantener el tono frío del interrogatorio, pero cuando habló su voz era sumisa e insensible.

-Supongo Gretta, que estabas enamorada de este tal Michael Furey, -dijo.

-Me sentía muy bien con él entonces -dijo ella.

Su voz sonó débil y triste. Gabriel, sentía ahora lo vano que sería tratar de llevarla hacia donde se proponía, acarició una de sus manos y dijo, él también triste:

-¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.

-Creo que murió por mí -respondió ella.

Un terror indefinido se apoderó de Gabriel al escuchar su respuesta, como si, en el momento en que confiaba triunfar, algún ser impalpable se le echara encima, con las fuerzas que en su contra hubiera podido sacar de su mundo interior para ahogarlo. Pero se sobrepuso con un esfuerzo de la razón y continuó acariciándole la mano. No le preguntó más porque sentía que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba caliente y húmeda: no respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola tal como había acariciado su primera carta aquella mañana de primavera.

-Fue en el invierno -dijo ella-, al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi abuela para venir al convento. Él estaba enfermo en su hospedaje de Galway y no lo dejaban salir y ya habían avisado a su gente en Oughterard. Decían que estaba consumiéndose, o cosa así. Nunca supe con certeza qué le ocurría.

Hizo una pausa para suspirar.

-Pobre muchacho -dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan amable. Salíamos juntos a pescar, tú  sabes, Gabriel, como hacen en el campo. Él quería estudiar canto si no hubiera sido por su salud. Tenía una voz muy hermosa, el pobre Michael Furey.

-¿Y entonces?

-Y entonces, cuando llegó la hora de dejar Galway y venir al convento, él estaba mucho peor y no me dejaban verlo, por lo que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín y que regresaría en el verano y que esperaba que estuviera mejor para entonces.

Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió:

-La noche de la víspera de mi partida, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban piedritas contra la ventana. El cristal estaba tan empañado que no podía ver, así que bajé por las escalera, tal como me encontraba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.

-¿Y no le dijiste que regresara a su casa? -preguntó Gabriel.

-Le rogué que regresara y le dije que aquella lluvia lo iba a matar. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos tan claramente! Estaba de pie al final del jardín donde había un árbol.

-¿Y él se fue a su casa? -preguntó Gabriel.

-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba una semana en el convento se murió y fue enterrado en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que lo supe, el día en que supe que se había muerto!

Se detuvo, ahogada en llanto, y, abrumada por la emoción, se arrojó boca abajo sobre la cama, sollozando sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano por un momento, sin saber qué hacer, y luego, a punto de entrometerse en su dolor, la dejó caer suavemente y caminó en silencio hacia la ventana.

Ella dormía profundamente.

Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De manera que ella tuvo un romance así en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le dolía pensar en el pobre papel que le había tocado interpretar en su vida. La contempló mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido como esposos. Sus ávidos ojos se posaron en su rostro y en su pelo: mientras pensaba cómo habría sido entonces ella en su primera belleza juvenil, un extraño y piadoso sentimiento penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su rostro no era el rostro por el que Michael Furey desafió a la muerte.

Quizás ella no le había contado toda la historia. Sus ojos se movieron hasta la silla sobre la que ella había tirado algunas ropas. Un bretel del corpiño colgaba hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, con la caña caída, la compañera yacía recostada a su lado. Se preguntó por sus tumultuosas emociones de una hora atrás. ¿De dónde habían salido? De la cena de sus tías, de su estúpida arenga, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en la puerta, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Él había percibido ese aspecto lívido de su rostro mientras cantaba Ataviada para la boda. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, con su sombrero de seda sobre las rodillas; las cortinas bajas y la tía Kate se sentaría a su lado, llorando y sonándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. El buscaría en su mente palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: eso ocurriría muy pronto.

El aire del cuarto le heló los hombros. Se estiró cuidadosamente bajo las sábanas y descansó junto a su esposa. Uno por uno, todos se estaban convirtiendo en sombras. Es mejor pasar valientemente a ese otro mundo, en el apogeo de una pasión, que desvanecerse y marchitarse lúgubremente con la edad. Pensó en cómo ella, que yacía a su lado, había guardado en su corazón durante tantos años esa imagen de los ojos de su amante cuando le confesó que no deseaba vivir.

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Jamás había sentido así por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. Las lágrimas crecieron en la oscuridad del cuarto y en la penumbra imaginó la figura de un joven calado y aterido, de pie, bajo un árbol curvado por la lluvia. Había otras formas cercanas. Su alma se había asomado a esa región donde moran las vastas huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía captar sus siniestras y vacilantes presencias. Su propia identidad se disolvía en un mundo gris, impalpable: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se esfumaba, consumiéndose.

 

Unos golpes en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. Había empezado a nevar otra vez. Vio como los copos en una alucinación de plata y de sombras, caían oblicuos contra la luz de la farola. Había llegado el momento de emprender viaje hacia el poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. La nieve caía sobre toda la oscura planicie central y en las colinas áridas, caía suave sobre el pantano de Allen y, más al oeste, caía suavemente sobre las sombrías, sublevadas aguas del Shannon. Caía, también, sobre todo el desolado cementerio de la loma donde yacía enterrado Michael Furey. Yacía, espesa, al azar, sobre las lápidas y sobre cruces torcidas, y sobre las lanzas de una verja, y sus punzones desolados. Su alma se desvaneció en la duermevela al oír caer la nieve lenta, débil, a través del universo y caer leve en el descenso de su último fin, sobre todos los vivos y sobre todos los muertos.

 



James Augustine Joyce, nace el 2 de febrero de 1882, en Rathgar, Irlanda, y muere en Zurich, Suiza, el 13 de enero de 1941. Su obra comprende los siguientes títulos: en poesía, Chamber Music (1904), y Pomes Penyeach (1927); la obra teatral autobiográfica Exiles (1914); el libro de relatos Dubliners (1914); y las novelas, A Portrait of the Artist as a Young Man (1916), Ulysses (1922), y Finnegans Wake (1939).


Alejandro Morandini, Córdoba, 1964. Bestias domésticas, (Ed. Secretaría de Cultura, poesía, Salta 2006); Tres falsos recuerdos, (La vertiente editora, poesía, Jujuy 2012); El oficio del árbol, (Fondo Editorial, ensayo, Salta 2013); Chamber Music, de James Joyce (Sofía Cartonera, en co-traducción con Mariano Pereyra, Universidad Nacional de Córdoba, 2018).


Realizado con el auspicio del Plan de Reactivación Cultural 2020 
Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta