a manera de introducción
Publicado en 1914 The Dead es el último cuento de la
colección titulada Dublineses que
recrea la vida en Dublín los años previos a la Primera Guerra Mundial. Estos
relatos de James Joyce abundan en estereotipos provincianos y modelos psicológicos
con personajes apabullados por la frustración y el desencanto. Las tramas
morales concluyen con este cuento ilustrándonos sobre el confuso sentimiento que
provoca descubrir el gobierno de los muertos en las pasiones de los vivos.
El cuento transcurre entre diálogos
afables y graves atmósferas musicales, para finalmente desembocar en una oscura
revelación amorosa, “Creo que murió por
mí”. Como ocurre con algunas historias joyceanas, trata un acontecimiento biográfico,
en este caso un incidente romántico ocurrido a su esposa, Nora Barnacle, en
Galway en 1903
Existen diversas adaptaciones al
castellano de The Dead, esta traducción recrea una variación semántica de género en la primera línea ensayada por
Cabrera Infante en un homenaje a su original procedimiento.
En tiempos aciagos cuando las
opiniones estéticas y las acciones literarias nos hacen sentir la descomposición
de algunas ideas y la eterna inmadurez de otras, hay obras artísticas que nos reconcilian
con la Belleza, este cuento es una de esas sensibles realizaciones.
Una traducción nunca es espontánea,
esta versión no tiene otra intención más que la de celebrar la ironía y la
elocuencia de Joyce, y subrayar su inevitable influencia en la literatura
contemporánea.
Alejandro Morandini
Lily, la hija de la encargada, tenía los pies literalmente muertos. Apenas había conducido a un caballero hasta el pequeño vestíbulo detrás del despacho de la planta baja para ayudarlo a quitarse el sobretodo, cuando una vez más la destemplada campana llamaba a la puerta y tenía que correr por el frío zaguán para hacer pasar a otro invitado. Era un alivio para ella no tener que atender también a las damas. Pero Miss Kate y Miss Julia, previsoras, habían convertido el cuarto de baño de la planta alta en un vestidor para señoras. Miss Kate y Miss Julia estaban ahí cuchicheando, riendo, y caminaban animándose la una detrás de la otra hasta el rellano de la escalera para asomarse sobre la baranda y preguntarle a Lily quién había llegado.
El
baile anual de las Morkan siempre era un asunto importante. Asistían todos los
que las conocían, miembros de la familia, viejos amigos de la familia, los
miembros del coro de Julia, cualquiera de las alumnas de Kate que ya fuera
suficientemente mayor, y también incluso, algunas alumnas de Mary Jane. Nunca
quedaba mal. Durante años y tanto como se tenga memoria siempre resultó un
evento fascinante; desde que Kate y Julia, después de la muerte de su hermano
Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a la única sobrina, Mary
Jane, a vivir con ellos en la sombría casa de la Isla Usher, cuyo piso superior
alquilaban a Mr Fulham, un comerciante de granos que atendía en la planta baja.
Aquello había sucedido hacia sus buenos treinta años más o menos. Mary Jane,
que en aquel entonces era una niña con vestidito, ahora era el pilar principal
de la casa ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la
Academia y todos los años ofrecía un concierto de sus alumnas en el salón
superior de la Antigua Sala de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a
las mejores familias del corredor Kingstown - Dalkey. Ancianas como eran, sus
tías también aportaban lo suyo. Julia, aunque bastante encanecida ya, seguía
siendo la primera soprano del Adán y Eva, y Kate, demasiado débil para salir,
daba lecciones para principiantes en el viejo piano de pared del fondo. Lily,
la hija de la encargada, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida
modesta, les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: bifes de solomillo, té
del de a tres chelines, y la mejor stout embotellada. Pero Lily raramente hacía
mal los mandados, por lo que se llevaba bastante bien con las señoritas. Lo
único que no soportaban era que les contradijeran.
Claro
que tenían motivos para estar insoportables en una noche así, eran más de las
diez y no había señas de Gabriel y su esposa. Además, tenían miedo de que
Freddy Malins se les apareciera demasiado alegre. Por nada del mundo querían
que las alumnas de Mary Jane lo vieran en ese estado; a veces, cuando estaba
así, era muy difícil de manejar. Fredd Malins siempre llegaba tarde, pero se
preguntaban por qué se demoraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a
la escalera cada dos minutos para preguntarle a Lily si Gabriel o Freddy habían
llegado.
-Oh
Mr Conroy -le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta-, Miss Kate y Miss
Julia creían que usted nunca llegaría. Buenas noches, Mrs Conroy.
-Apuesto
a que eso creían -dijo Gabriel-, pero se olvidaron que acá mi mujer se toma
tres mortales horas para vestirse.
Se
paró sobre el felpudo a quitarse la nieve de las galochas, mientras Lily
conducía a su esposa al pie de la escalera y gritaba:
-Miss
Kate, aquí está Mrs Conroy.
Kate
y Julia enseguida bajaron por la oscura escalera a los tumbos. Ambas besaron a
la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar congelada en vida y le
preguntaron si Gabriel había venido con ella.
-Aquí
estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo -gritó
Gabriel desde la penumbra.
Siguió
limpiándose los pies vigorosamente mientras las tres mujeres subían, riendo,
hacia el vestidor. Una leve faja de nieve descansaba sobre sus hombros, como
una bufanda, y como una garra sobre el empeine de las galochas; y al deslizar
los botones del abrigo en un agudo roce por los ojales helados, exhaló un vaho
frío y fragante traído desde afuera entre sus pliegues y mangas.
-¿Está
nevando otra vez, Mr Conroy? -preguntó Lily.
Se
le había adelantado hasta el vestíbulo para ayudarlo a quitarse el abrigo y
Gabriel sonrió al oír que añadía una tercera sílaba a su apellido y la miró de
reojo. Era una muchacha delgada que aún no había parado de crecer, de tez
pálida y cabellos dorados. La luz de gas del cuarto la hacía lucir aún más
pálida, Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón
acunando su muñeca de trapo.
-Sí,
Lily-, y creo que tenemos para toda la noche.
Miró
hacia el techo del cuarto, que temblaba con los taconazos y los pies
arrastrándose en el piso de arriba; atendió por un momento al piano y luego
observó a la muchacha, que doblaba con cuidado su abrigo sobre el estante.
-Dime,
Lily -dijo en tono amistoso-, ¿todavía vas a la escuela?
-Oh,
no, señor -respondió ella-, terminé mis estudios por este año y para siempre.
-Ah,
entonces -dijo Gabriel, con picardía-, supongo que cualquier día de estos
iremos al casamiento con tu novio, ¿o no?
La
muchacha lo miró por encima del hombro y dijo irritada:
-Los
hombres de ahora no son más que unos charlatanes, hacen de todo para ver qué
pueden sacarte.
Gabriel
se sonrojó como si hubiera cometido un error y, sin mirarla, se sacudió las
galochas y con la chalina frotó enérgicamente sus zapatos de charol.
Era
un hombre joven, robusto y alto. El rubor de sus mejillas le llegaba a la
frente, donde se esfumaban pálidas manchas rojizas sin forma; y en su rostro
lampiño brillaban incesantes los lentes y la montura de oro de los cristales
que preservaban sus delicados e inquietos ojos. Llevaba el pelo negro lustroso
peinado al medio y hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas,
donde se rizaba levemente por debajo del surco que le marcaba el sombrero.
Cuando
terminó de sacarle brillo a los zapatos, se incorporó y tiró de su chaleco
ajustándolo a su abultado vientre. Luego extrajo rápidamente una moneda del
bolsillo.
-Oh,
Lily -dijo, depositándola en la mano-, es Navidad, ¿no es cierto? Así que aquí
tienes… un pequeño…
Se
dirigió rápidamente hacia la puerta.
-¡Oh
no, señor! -protestó la muchacha, siguiéndolo-. Sinceramente, señor, no puedo
aceptarlo.
-¡Es
Navidad! ¡Navidad! -dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y
gesticulando con sus manos, indicándole que no tenía importancia.
La
muchacha, viendo que había alcanzado las escaleras, gritó tras él:
-Bueno,
gracias, señor.
Se detuvo y esperó detrás de la puerta de la
sala hasta que terminó el vals, escuchando las faldas y los pies que se
arrastraban barriéndola. Todavía estaba perturbado por la súbita y amarga
réplica de la muchacha. Apesadumbrado trató de olvidar el incidente
arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Después extrajo del bolsillo
del chaleco un papelito y repasó las notas que había tomado para el discurso.
No estaba del todo seguro sobre los versos de Robert Browning porque temía que
fuesen demasiado elaborados para sus oyentes. Quizás sería mejor una cita que
pudieran reconocer, de Shakespeare o de las Melodías de Moore. El taconeo y los
pies arrastrándose le recordaron las diferencias y el grado de cultura.
Quedaría en ridículo citando poemas que nadie pudiera entender. Pensarían que
estaba alardeando de su educación superior. Fracasaría con ellos como fracasó
con la muchacha en el vestíbulo. Se había equivocado de tono. Toda su
conversación fue una mentira de principio a fin, un engaño.
Fue
entonces que sus tías y su mujer salieron del vestidor. Sus tías eran dos
ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más
alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, con un moño a la altura de las orejas;
y gris también, con sombras oscuras, era su rostro grande y flácido. Aunque
robusta y de andar firme, su mirada lánguida y los labios separados le daban la
apariencia de una mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se
veía más lúcida. Su rostro, más saludable que el de su hermana, era todo surcos
y arrugas, como una manzana roja marchita, y su pelo, peinado a la antigua, no
había perdido su color de castaña madura.
Las
dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino favorito, hijo de la fallecida
hermana mayor, Ellen, que se había casado con T. J. Conroy, de Puertos y
Dársenas.
-Gretta
me cuenta que esta noche no regresan en coche a Monkstown, Gabriel -dijo Tía
Kate.
-No
-dijo Gabriel, volviéndose hacia su esposa-, ya tuvimos bastante el año pasado,
¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el tremendo resfrío que agarró Gretta?
Las ventanas del coche batiéndose todo el camino y el viento del este colándose
por las rendijas tan pronto como pasamos Merrion. Bonita excursión. Gretta
pescó un resfrío mortal.
Tía
Kate fruncía severamente el ceño y asentía a cada palabra.
-Toda
la razón, Gabriel, toda la razón -dijo-. No hay que descuidarse nunca.
-Claro
que si fuera por Gretta -dijo Gabriel-, regresaría a casa caminando sobre la nieve
si la dejaran.
Mrs
Conroy sonrió.
-No
le haga caso, tía Kate -dijo-. Francamente es un pesado, molesta a Tom
obligándolo todas las noches a usar las gafas de lectura y a Eva a terminar la
papilla. ¡Pobrecita! ¡No la puede ni ver!... Ah, ¿pero a que no adivinan lo que
me obliga a ponerme ahora?
Estalló
en una carcajada y miró a su esposo, cuyos ojos fascinados y felices la
recorrían por su vestido hacia su rostro y su pelo. Las dos tías también rieron
con ganas porque lo comedido en Gabriel también era una broma recurrente entre
ellas.
-¡Galochas!
-dijo Mrs Conroy-. La última moda. Cada vez que el suelo está mojado tengo que
llevar galochas. Incluso esta noche quiso que me las pusiera, pero me negué. Lo
próximo que querrá comprarme será un traje de buzo.
Gabriel
rio nerviosamente y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que
tía Kate se doblaba de la risa por el cuento. La sonrisa desapareció súbitamente
de la cara de la tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino.
Después de una pausa preguntó:
-¿Y
qué son galochas, Gabriel?
-¡Galochas,
Julia! -exclamó su hermana-. Dios mío, ¿no sabes lo que son las galochas? Se
las pone una sobre… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
-Sí
-dijo Mrs Conroy-. Unos artilugios impermeables. Ahora los dos tenemos un par
cada uno. Gabriel dice que todo el mundo las usa en el continente.
-Oh,
en el continente -murmuró la tía Julia, asintiendo lentamente con la cabeza.
Gabriel arrugó el ceño, como si estuviera ligeramente enfadado.
-No
son nada extraordinario, pero a Gretta le hacen mucha gracia porque dice que la
palabra le recuerda el lenguaje de los falsos negros del coro Christy.
-Pero
dime, Gabriel -dijo la tía Kate, con agudo tacto-. Por supuesto, te habrás
encargado de la habitación. Gretta estaba diciendo…
-Oh,
lo de la habitación está resuelto -respondió Gabriel-. Hice una reserva en el
Gresham.
-Ciertamente
-dijo tía Kate es por lejos lo mejor que podrías haber hecho. Y los niños, Gretta,
¿no estás preocupada por ellos?
-Oh,
no, sólo es una noche –dijo Mrs Conroy-. Además, Bessie cuidará de ellos.
-Ciertamente
-repitió tía Kate-. ¡Qué consuelo tener una muchacha así, de la que se pueda depender!
Francamente no sé qué pasa últimamente con nuestra Lily. No es en absoluto la
chica que solía ser.
Gabriel
estaba a punto de hacerle a su tía algunas preguntas sobre ese tema, pero ésta
se apartó repentinamente para observar a su hermana, que había comenzado a
descender las escaleras y estaba estirando el cuello por encima de la
barandilla.
-¿Se
puede saber -dijo molesta- adónde va Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Adónde vas?
Julia,
que había bajado media escalera, regresó y anunció melosa:
-Llegó
Freddy.
Al
mismo tiempo, un estallido de aplausos y un floreo final de la pianista
indicaron que el vals había terminado. La puerta del salón se abrió desde
adentro y salieron algunas parejas. Tía Kate se llevó apresuradamente a Gabriel
a un lado y le susurró al oído:
-Gabriel,
sé bueno, baja discretamente y comprueba que esté bien, y no lo dejes subir si
está achispado. Estoy segura que está ebrio. Seguro que lo está.
Gabriel
se acercó a las escaleras y escuchó por encima de la baranda. Pudo oír a dos
personas que charlaban en el vestíbulo. Luego reconoció la risa de Freddy
Malins. Descendió ruidosamente las escaleras.
-Qué
alivio -le dijo tía Kate a Mrs Conroy- tener a Gabriel… Siempre me siento más
tranquila cuando está por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y Miss Power, que
van a tomar un refresco. Gracias por su bellísimo vals, Miss Daly. Hemos pasado
un momento encantador.
Un
hombre alto con el rostro consumido, bigote ralo, canoso, y de piel morena, que
pasaba junto a ellas con su acompañante, dijo:
-¿Y
no podríamos nosotros también tomarnos un refresco, Miss Morkan?
-Julia
-dijo tía Kate concisamente-, y aquí están Mr Browne y Miss Furlong. Llévatelos
adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.
-Soy
el hombre adecuado para las damas -dijo el señor Browne, frunciendo los labios
hasta erizar el bigote y sonriendo con todas sus arrugas-. Sabe, Miss Morkan,
el motivo por el cual les caigo bien a las damas es…
No
terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate se había alejado demasiado
como para oírle, condujo de inmediato a las tres jóvenes hasta la sala del
fondo.
El
centro del cuarto estaba ocupado por dos mesas cuadradas situadas una junto a
la otra, sobre las que la tía Julia y la encargada estaban estirando y alisando
un gran mantel. Sobre el aparador estaban preparados platos y platillos, y
copas y manojos de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa superior del piano
de pared también servía como repisa para los embutidos y los dulces. Junto a
una estantería más pequeña, en un rincón, dos jóvenes bebían sus maltas de pie.
Mr
Browne condujo hasta allí a sus protegidas y las invitó a todas, en broma, a
tomar un poco de ponche, caliente, fuerte y dulce. Pero como dijeron que nunca
tomaban nada que fuese fuerte, abrió tres botellas de limonada para ellas. A
continuación le pidió a uno de los jóvenes que se hiciese a un lado y,
apoderándose del botellón, se sirvió una buena medida de whisky. Los jóvenes lo
miraron con respeto mientras probaba un sorbo.
-Gracias
a Dios -dijo, sonriendo-, justo lo que me había recetado el médico.
Su
rostro demacrado se quebró en una sonrisa aún más amplia, y las tres muchachas
rieron creando un eco musical a su ocurrencia, meneando sus cuerpos hacia
adelante y atrás y dando nerviosas
sacudidas de hombros. La más audaz dijo:
-Oh,
vamos, Mr Browne, estoy segura que el médico nunca le recetó nada parecido.
Mr
Browne le dio otro sorbo a su whisky y dijo, imitándola:
-Bueno,
ustedes saben, yo soy como la famosa Mrs Cassidy, la cual dicen que dijo:
«Mira, Mary Grimes, si no lo tomo, oblígame a tomarlo, pues siento que lo
necesito».
Su
violento rostro se había inclinado hacia delante en un exceso de familiaridad a
la vez que su voz cobraba un acento canallesco de Dublín, de modo que las
muchachas, con idéntico instinto, escucharon su charla en silencio. Miss
Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál
era el título del hermoso vals que había interpretado, y Mr Browne, viéndose
ignorado, se volvió prontamente hacia los dos muchachos que fueron más cómplices.
Una
muchacha de rostro rojo, con un vestido lila estampado, entró en la sala, dando
palmas excitadamente y gritando:
-¡Contradanza!
¡Contradanza!
Pisándole
los talones entró tía Kate, llamando:
-¡Dos
caballeros y tres señoritas, Mary Jane!
-Oh, aquí están Mr Bergin y Mr Kerrigan
-dijo Mary Jane.
-Mr Kerrigan, ¿querrá bailar con Miss
Power? Miss Furlong, ¿me permite que le consiga un compañero de baile? El
señor Bergin. Oh, con eso bastará por ahora.
-Tres
señoritas, Mary Jane -dijo tía Kate.
Los
dos muchachos les pidieron a las damas si les concedían el placer, y Mary Jane
se volvió hacia Miss Daly.
-Oh,
Miss Daly, sería terriblemente amable de su parte, después de haber tocado las
dos últimas piezas, pero francamente, andamos tan escasas de damas esta noche…
-No
me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
-Ah,
pero tengo una buena pareja para usted, Mr Bartell D’Arcy, el tenor. Más tarde
lo convenceré para que cante. Todo Dublín está loco por él.
-¡Una
voz estupenda, estupenda! -dijo tía Kate.
Como
el piano había comenzado dos veces el preludio al primer movimiento, Mary Jane hizo
salir rápidamente de la sala a sus reclutas. No acababan de marcharse cuando
Julia entró lentamente al cuarto, mirando hacia atrás por algo.
-¿Qué
sucede, Julia? -preguntó tía Kate nerviosamente-. ¿Quién es?
Julia,
que cargaba una pila de servilletas para la mesa, se volvió hacia su hermana y
sencillamente dijo, como si la pregunta le hubiera sorprendido:
—Sólo
es Freddy, Kate, Gabriel lo acompaña.
De
hecho, justo tras ella, pudo verse a Gabriel conduciendo a Freddy Malins por el
rellano de la escalera. Este último, un hombre joven de unos cuarenta años, era
del tamaño y la constitución de Gabriel, con los hombros caídos. Su rostro era
carnoso y pálido, tocado de color únicamente en los anchos y colgantes lóbulos
de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, la nariz
chata, frente convexa y entradas pronunciadas, labios hinchados y
protuberantes. Sus párpados caídos y el desorden de su escaso pelo le daban
aspecto soñoliento. Reía chillonamente y de buena gana, a causa de un cuento
que le contaba a Gabriel mientras subían las escaleras, al tiempo que se
restregaba el ojo izquierdo con los nudillos del puño izquierdo.
-Buenas
noches, Freddy -dijo tía Julia.
Freddy
Malins saludó a las señoritas Morkan de una manera aparentemente desdeñosa
debido a su habitual ronquera y luego, viendo que Mr Browne le sonreía desde el
aparador, cruzó el cuarto con paso tembloroso y comenzó a repetir en voz baja
la historia que acababa de contarle a Gabriel.
-No
está tan mal, ¿verdad? -le dijo tía Kate a Gabriel.
Gabriel
tenía las cejas caídas, pero las alzó rápidamente para responder:
-Oh,
no, apenas se le nota.
-¡Qué
muchacho tan terrible! -dijo ella-. Y eso que su pobre madre le hizo jurar en
Año Nuevo que no volvería a beber. Pero vamos, Gabriel, pasemos al salón.
Antes
de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo una señal a Mr Browne,
frunciendo el ceño y sacudiendo el dedo índice a modo de advertencia. Mr Browne
asintió a modo de respuesta y, cuando la tía Kate se hubo marchado, le dijo a
Freddy Malins:
-Bueno,
Teddy, ahora te voy a servir un buen vaso de limonada a modo de
reconstituyente.
Freddy
Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con
gesto impaciente, pero Mr Browne, tras haber llamado antes la atención de
Freddy Malins por lo descuidado de su vestimenta, le llenó un vaso con limonada
y se lo alcanzó. La mano izquierda de Freddy Malins aceptó el vaso, mientras su
mano derecha se encargaba mecánicamente de acomodar su traje. Mr Browne, cuyo
rostro volvía a mostrar las arrugas del buen humor, se sirvió un vaso de whisky
mientras Freddy Malins estallaba, antes de haber alcanzado del todo el clímax
de su cuento, en una especie de carcajada bronquial y, dejando de lado su vaso
desbordado y sin probar, comenzó a restregarse los nudillos del puño contra el
ojo izquierdo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía
el ataque de risa.
***
Gabriel
no toleraba la pieza que tocaba Mary Jane, académica y tan llena de glissandos
y pasajes difíciles para un salón tan respetuoso. Le gustaba la música, pero la
pieza que tocaba no tenía sentido para él, y dudaba que la tuviera para el
resto de los oyentes, aunque se la hubieran pedido encarecidamente a Mary Jane.
Cuatro jóvenes, que vinieron del bar a pararse en el marco de la puerta en
cuanto comenzó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio
después de unos instantes. Las únicas personas que parecían seguir la música
eran la propia Mary Jane, sus manos volaban sobre el teclado o se alzaban en
las pausas como las de una sacerdotisa en un momento de éxtasis, y la tía Kate,
de pie a su lado pasando las páginas.
Los
ojos de Gabriel, irritados por el brillo del piso encerado debajo del pesado candelabro,
vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cuadro con la escena del
balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los
príncipes en la Torre que tía Julia siendo niña había bordado en lana roja,
azul y marrón. Probablemente en la escuela a la que habían ido cuando eran
niñas, le habrían enseñado ese tipo de labor durante un año. Cierta vez su
madre le bordó, para un cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con
cabecitas de zorro, adornado con un satén pardo y botones redondos imitando las
moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate solía
decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían
estado siempre orgullosas de su hermana, tan matriarcal e inflexible. Su
fotografía se veía encima de la repisa. Tenía un libro abierto sobre las rodillas
y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba echado a
sus pies. Fue ella quien puso nombre a los niños, sensible como era al
protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de
Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Royal University.
Una sombra pasó sobre su cara al recordar la amarga oposición a su matrimonio.
Algunas frases despectivas que usó inquietaban todavía su memoria; una vez dijo
que Gretta era una rubia vulgar y no era verdad, en nada. Fue Gretta quien la
atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.
Sabía
que Mary Jane debía estar cerca del final de la pieza porque tocaba otra vez la
melodía del comienzo con sus escalas continuas después de cada compás y
mientras esperó a que acabara, la amargura se extinguió en su corazón. La pieza
terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Un gran
aplauso saludó a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la
partitura y salía corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de
los cuatro muchachones parados en el marco de la puerta, los mismos que se fueron a beber
cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano calló.
Se
organizó un baile de lanceros. Gabriel se encontró de pareja con Miss Ivors.
Una dama de hablar franco, pecosa y de grandes ojos marrones. No llevaba escote
y el prendedor con el que se sujetaba el cuello lucía una divisa irlandesa. Una
vez que se alinearon ella dijo de pronto:
-Tengo
una gallina para desplumar con usted.
-¿Conmigo?
-dijo Gabriel.
Ella
asintió con gravedad.
-¿De
qué se trata? -preguntó Gabriel, sonriendo ante su solemnidad.
-¿Quién
es G. C.? -respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.
Gabriel
se ruborizó y estuvo a punto de fruncir las cejas, como si no hubiera
entendido, cuando ella le dijo abiertamente:
-¡Ay,
inocente Amy! Me enteré de que usted escribe para el Daily Express. ¿No le da
vergüenza?
-¿Y
por qué habría de avergonzarme? -preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de
sonreír.
-Bueno,
a mí me da pena -dijo Miss Ivors con franqueza- pensar que usted escribe para
ese pasquín. No sabía que usted se había vuelto pro-inglés.
Una
expresión de perplejidad apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que los
miércoles escribía una columna literaria en el Daily Express por la que le
pagaban quince chelines. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los libros que
recibía por sus críticas eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque. Le
gustaba palpar las cubiertas y hojear las páginas de un libro recién impreso.
Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía
vagabundear por los muelles en busca de las librerías de viejo, y se iba a
Hickey's en el Paseo del Soltero y a Webb's o a Massey's en el muelle de Aston
o a O'Clohissey's por el callejón. No sabía cómo responder al ataque. Le
hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de la política.
Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad
primero y después como profesores: no podía usar con ella una frase pomposa.
Siguió parpadeando y tratando de sonreír hasta que murmuró débilmente que no
veía nada político en escribir crítica de libros.
Cuando
volvieron a cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su
mano cálidamente y dijo en tono suave y amistoso:
-Por
supuesto, era sólo una broma. Vamos a hacer el cruce ahora.
Cuando
se encontraron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se
sintió más cómodo. Una amiga le había enseñado su crítica de los poemas de
Browning, y así quedó al descubierto su secreto: aunque a ella le gustó
muchísimo la crítica.
-Oh,
Mr Conroy, dijo de repente ¿por qué no
viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un
mes entero. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Usted debe venir. Vienen
Mr Clancy y Mr Kilkely y Kathleen Kearney. Sería estupendo que Gretta también viniera
también. Ella es de Connacht, ¿no?
-Su
familia -dijo Gabriel, tajante.
-Pero
vendrán los dos, ¿no es así? -dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su
brazo, ansiosa.
-Lo
cierto es que -dijo Gabriel- yo he quedado en ir...
-¿Adónde?
-preguntó Miss Ivors.
-Bueno,
usted sabe, todos los años hago una gira en bicicleta con varios de mis amigos,
así que...
-Pero,
¿adónde? -preguntó Miss Ivors.
-Bueno,
casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania -dijo Gabriel,
torpemente-.
-¿Y
por qué va usted a Francia y a Bélgica -dijo Miss Ivors- en vez de visitar su
propio país?
-Bueno
-dijo Gabriel-, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en
parte para cambiar.
-¿No
tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés?
-preguntó Miss Ivors.
-Bueno
-dijo Gabriel-, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.
Las
parejas vecinas se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró
nerviosamente a diestra y siniestra, y trató de mantener el buen humor durante la
interpelación que le hacía sudar la frente.
-¿Y
no tiene usted su tierra para visitar -siguió Miss Ivors-, de la que no sabe nada,
ni de su propio pueblo, ni de su patria?
-Si
tuviera que decir la verdad -replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este
país, ¡harto!
-¿Por
qué? -preguntó Miss Ivors.
Gabriel
no respondió: su contestación lo había alterado.
-¿Por
qué? -repitió Miss Ivors.
Tenían
que hacer la ronda los dos ahora y, como todavía no había respondido, Miss
Ivors le dijo, afectuosamente:
-Por
supuesto, no tiene usted respuesta.
Gabriel
trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía, evitando
sus ojos porque había notado una expresión agria en el rostro. Pero cuando se
encontraron nuevamente en la larga cadena, se sorprendió al sentir su mano
apretar firme la suya. Miss Ivors lo miró de soslayo con curiosidad momentánea
hasta que lo hizo sonreír. Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella
se alzó en puntillas y le susurró al oído:
-¡Pro
inglés!
Cuando
la danza terminó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón donde estaba
sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer robusta y delicada con el pelo
blanco. Tenía la misma voz gangosa del hijo y tartamudeaba mucho. Le aseguraron
que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si
había tenido un buen viaje. Vivía en casa de su hija en Glasgow y venía de
visita a Dublín una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje
muy lindo y que el capitán había estado de lo más atento. También habló de la
linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá.
Mientras ella se iba por las ramas Gabriel trató de borrar el recuerdo del
desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer
o lo que fuese, era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no
debió él responder como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro
británico delante de todos, ni siquiera en broma. Intentó dejarlo en ridículo
delante de la gente, interrumpiéndolo y clavándole sus ojos de conejo.
Vio
a su esposa abriéndose paso entre las parejas que bailaban. Cuando llegó a su
lado le dijo al oído:
-Gabriel,
tía Kate quiere saber si vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly
va a cortar el pernil y yo voy a ocuparme del budín.
-Muy
bien -dijo Gabriel.
-Comenzarán
a servir a los más jóvenes tan pronto como termine este vals, para que tengamos
la mesa para nosotros solos.
-¿Bailaste?
-preguntó Gabriel.
-Por
supuesto. ¿No me viste? ¿Qué te pasó con Molly Ivors?
-Nada.
¿Por qué? ¿Ella dijo algo?
-Algo
dijo. Estoy tratando de hacer que Mr D'Arcy cante. Me parece que es de lo más presumido.
-No
pasó nada -dijo Gabriel, irritado-, sino que ella quería que yo me sumara a una
excursión por el oeste de Irlanda, y le dije que no. Su esposa juntó las manos,
excitada, y dio un brinco:
-¡Oh,
vamos, Gabriel! -gritó-. Me encantaría volver a Galway.
-Tú
puedes ir si quieres -dijo Gabriel, fríamente.
Ella
lo miró un instante, se volvió luego a Mrs Malins para decirle:
-He
aquí un bonito marido para usted, Mrs Malins.
Gretta
atravesó el salón volviendo sobre sus pasos. Y Mrs Malins, como si no la
hubieran interrumpido, siguió contándole a Gabriel sobre la belleza de Escocia
y sus preciosos escenarios naturales. Su yerno las llevaba todos los años a los
lagos y salían de pesca. Un día cogió un pez. Un gran pez, lindísimo, así de
grande, y el conserje del hotel se lo coció.
Gabriel
ya no escuchaba lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la cena
comenzó a pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy
Malins atravesaba el salón para saludar a su madre, Gabriel le cedió su silla y
se retiró al vano de la ventana. El salón se había desahogado y del cuarto del
fondo llegaba un rumor de platos y cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala
parecían cansados de la danza y conversaban tranquilamente en grupitos. Los
cálidos dedos temblorosos de Gabriel rozaron el frío cristal de la ventana.
¡Qué frío debía hacer afuera! ¡Lo agradable que sería salir a caminar solo por
la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se vería amontonada
sobre las ramas de los árboles y pondría una tenue capa blanca sobre el
monumento a Wellington. ¡Mucho más grato sería estar allá fuera que cenando!
Repasó
las notas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las
Tres Gracias, Paris, la cita de Browning. Repitió para sí mismo una frase que
escribió en su crítica: Uno siente que escucha la música de una mente
atormentada. Miss Ivors había elogiado la crítica. ¿Había sido sincera? ¿Sabría
ella algo de la vida más allá de cualquier proselitismo? Nunca hubo entre ellos
animosidad hasta esta noche. Lo desalentaba saber que ella estaría sentada a la
mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos interrogándolo.
Quizás no le desagradaría verlo naufragar en su discurso. Le dio valor una idea
que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: Damas y
caballeros, la generación que ahora declina ante nosotros habrá tenido sus
faltas, pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad,
de humor, de humanidad, de las que la nueva generación, tan seria e
hípereducada, carece. Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors. ¿Qué le importaba
que sus tías fueran tan sólo un par de viejas ignorantes?
Un
rumor en la sala atrajo su atención. Mr Browne venía desde la puerta escoltando
con galantería a la tía Julia, que se apoyaba sobre su brazo, sonriendo cabizbaja.
Una salva irregular de aplausos la acompañó hasta el piano, y luego, cuando
Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía Julia dejó de sonreír y dio media
vuelta para colocar perfectamente su voz hacia el salón, cesaron gradualmente.
Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del repertorio de tía
Julia. Ataviada para la Boda. Su voz,
clara y sonora, atacó las escalas que adornaban la tonada y aunque cantó muy
rápido no se saltó ni una nota de la floritura. Oír la voz sin mirar la cara de
la cantante era sentir y compartir la excitación de un vuelo rápido y seguro.
Cuando terminó la canción Gabriel unió su aplauso junto con los del auditorio y
a los atronadores aplausos que llegaron procedentes de la invisible mesa de la
cena. Sonaban tan genuinos que un ligero rubor se apoderó del rostro de tía
Julia, cuando se agachó para retirar del atril el viejo cancionero encuadernado
en cuero con sus iniciales en la cubierta. Freddy Malins, que la había
escuchado sin mover la cabeza para oírla mejor, aplaudía todavía cuando todo el
mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba animado con su madre que asentía en
grave y lenta aprobación. Al fin, no pudiendo aplaudir más, se levantó
súbitamente y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía Julia y tomar
su mano entre las suyas, estrechándola cuando le faltaron las palabras o la
gangosidad se hizo insoportable.
-Le
estaba diciendo a mi madre -dijo- que nunca la había oído cantar tan bien,
¡nunca! No, nunca la había oído cantar con una voz tan bella como la de esta
noche. ¡Jamás! Créame. Es la verdad. Por mi palabra y por mi honor que es la
verdad. Nunca sonó su voz tan fresca y tan... tan clara y tan fresca, ¡nunca!
La
tía Julia respondió con una amplia sonrisa y murmuró algo sobre aquel cumplido
mientras recuperaba la mano de aquel acoso. Mr Browne extendió una mano abierta
hacia ella y se dirigió a la audiencia como un animador que presenta un
prodigio:
-¡Miss
Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se
reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se acercó para decirle:
-De
verdad, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho un descubrimiento peor.
Todo lo que puedo decir es que jamás la oí cantar tan bien de las veces que he
estado antes aquí. Y es la pura verdad.
-Tampoco
yo -dijo Mr Browne-. Creo que su voz ha mejorado mucho.
Tía
Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:
-Hace
treinta años, mi voz, como tal, no era mala.
-Siempre
le he dicho a Julia que malgastaba su talento en ese coro -dijo tía Kate
enfática-. Pero nunca me ha hecho caso.
Se
volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño
incorregible, mientras tía Julia, esbozando en su rostro una vaga sonrisa
melancólica, dejaba que su mirada se perdiera en algún punto frente a ella.
-Pero
no -siguió tía Kate-, nunca hizo caso, no dejó que nadie la convenza ni la
dirija, cantando como una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde
las seis de la mañana el día de Navidad! ¿Y todo para qué?
-Bueno,
¿no era para alabar al Señor, tía Kate? -preguntó Mary Jane, girando en la
banqueta, sonriendo.
La
tía Kate se volvió a su sobrina para decir con vehemencia:
-¡Yo
sé muy bien lo que es honrar al Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea muy
honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado en
él toda su vida para sustituirla por unos chiquillos malcriados. Supongo que si
el Papa lo hace será por el bien de la Iglesia, pero no es justo, Mary Jane, no
es lo correcto.
Había
montado en cólera y hubiera continuado defendiendo a su hermana
apasionadamente, de no haber sido por Mary Jane, quién viendo a los bailarines
regresar al salón, intervino para apaciguar:
-Vamos,
tía Kate, que está usted escandalizando a Mr Browne, que tiene otras creencias.
Tía
Kate se volvió a Mr Browne, que sonrió ante esta alusión a su religión, y se
apresuró a decir:
-Oh,
no he puesto en duda la razón del Papa. No soy más que una vieja estúpida y
jamás me atrevería a hacer tal cosa. Pero existe eso que se llama gratitud y
cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al padre
Healey en su misma cara...
-Y,
además, tía Kate -dijo Mary Jane-, estamos todos hambrientos y cuando tenemos
hambre nos ponemos todos muy quisquillosos.
-Y
cuando estamos sedientos, también pendencieros -añadió Mr Browne.
-Así
que lo mejor es que vayamos a cenar -dijo Mary Jane- y dejemos la discusión
para más tarde.
Cuando
Gabriel salió del salón se encontró en el rellano con su esposa y a Mary Jane
tratando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss
Ivors, que se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se
quería quedar. No tenía el menor apetito, y ya se había quedado más de lo que
debía.
-Pero
si no son más que diez minutos, Molly -dijo Mrs Conroy-. Eso no la va a retrasar.
-Para
que comas un bocado -dijo Mary Jane- después de tanto baile.
-De
verdad no puedo -dijo Miss Ivors.
-Me
parece que no lo pasaste nada bien -dijo Mary Jane, sin esperanza.
-Sí,
muy bien, se lo aseguro -dijo Miss Ivors-, pero ahora deben dejarme ir
corriendo.
-Pero,
¿cómo vas a llegar a casa? -preguntó Mrs Conroy.
-Oh,
no son más que unos pasos por la costanera. Gabriel dudó por un momento y dijo:
-Si
me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de verdad tiene usted que
marcharse.
Pero
Miss Ivors se alejó de ellos.
-De
ninguna manera -exclamó-. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de
mí. Sé cuidarme muy bien.
-Mira,
Molly, tú sí que eres rara -dijo Mrs Conroy con franqueza.
-Beannacht libh -gritó Miss Ivors,
mientras bajaba la escalera, riéndose.
Mary
Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs
Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del
zaguán. Gabriel se preguntó si era él la razón de su brusca salida. Pero no
parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó
mirando las escaleras, confundido.
Tía
Kate salió del salón en ese momento, dando tumbos, casi exprimiéndose las manos
de desesperación.
-¿Dónde
está Gabriel? -gritó-. ¿Dónde se ha metido Gabriel? Todo el mundo está
esperando ahí dentro, preparados para comenzar; ¡y nadie que trinche el ganso!
-¡Aquí
estoy, tía Kate! –gritó Gabriel, súbitamente animado-. Listo para trinchar una
bandada de gansos si fuera necesario.
Un
ganso gordo y dorado reposaba en un extremo de la mesa y en el otro, sobre un
lecho de papel corrugado adornado con ramitas de perejil, reposaba un pernil
grande, despellejado y rociado de migas fritas, las canillas adornadas con
pulcros flecos de papel, y justo al lado, en abanico, rodajas de carne
especiada. Entre estos extremos rivales corrían hileras paralelas de
entremeses: dos coronas de gelatina, roja y amarilla; un plato liso rebosante
de manjar blanco y compota; un largo plato en forma de hoja con su tallo como
mango, donde había racimos de pasas y de almendras peladas; un plato gemelo con
un mosaico de higos de Esmirna encima; un plato de natilla rebozada con polvo
de nuez-moscada; un pequeño cuenco con chocolates y caramelos envueltos en papel
dorado y plateado; y un florero del que salían tallos de apio. En el centro de
la mesa, como centinelas del frutero que tenía una pirámide de naranjas y
manzanas americanas, había dos botellones achatados, antiguos, de cristal
tallado, uno con oporto y el otro con jerez abocado. Sobre el piano cerrado
aguardaba un budín en un enorme plato amarillo y detrás había tres hileras de
botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo al color: las
primeras dos filas de botellas negras con etiquetas rojas y marrón, la tercera
fila, corta, todas de blanco con bandas verdes.
Gabriel
tomó resueltamente la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo del
cuchillo, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas,
era un trinchador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera
de una mesa bien puesta.
-Miss
Furlong, ¿qué le sirvo? -preguntó-. ¿Un ala o una feta de pechuga?
-Una
feta de pechuga.
-¿Y
para usted, Miss Higgins?
-Oh,
lo que usted quiera, Mr Conroy.
Mientras
Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de carne
aderezada, Lily iba de un invitado a otro con un plato de papas calientes
envueltas en servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella también
sugirió salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que siempre había
comido el ganso asado sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que
comer nunca una cosa así. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que
obtuvieran las mejores tajadas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del
piano una botella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua
mineral para las mujeres. Reinaba gran confusión y risa y ruido: una batahola
de peticiones y contra-peticiones, de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones
de vidrio. Gabriel comenzó a cortar segundas porciones, tan pronto como cortó
las iniciales, sin servirse. La protesta general fue tan estentórea que no le
quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout, el trabajo de
cortar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía Kate y tía
Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente los
talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr Browne les
rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron
que ya habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó
y, capturando a tía Kate, la depositó en su silla en medio del regocijo
general.
Cuando
todo el mundo estuvo bien servido dijo Gabriel, sonriendo:
-Ahora,
si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo
diga él o ella o calle para siempre.
Un
coro de voces lo intimó a empezar su cena y Lily se adelantó con tres papas que
le había reservado.
-Muy
bien -dijo Gabriel, amable, mientras se animaba con otro sorbo-, damas y
caballeros, hagan el favor de olvidarse que existo por unos minutos.
Se
sentó a comer y no tomó parte en la conversación con que la mesa cubrió el
ruido de la vajilla que retiraba Lily. El tema era la compañía de ópera que
actuaba en el Teatro Real. El tenor, Mr Bartell D'Arcy, joven de piel oscura y
fino bigote, elogió mucho a la primera contralto de la compañía, pero a Miss
Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar.
Freddy Malins dijo que había un negro primera voz en la segunda tanda de la
pantomima del Gaiety, y que tenía uno de los mejores registros de tenor que
había escuchado.
-¿Lo
ha oído usted? -le preguntó a Mr Bartell D'Arcy.
-No
-dijo Mr Bartell D'Arcy, desinteresadamente.
-Porque
-explicó Freddy Malins- tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me parece
que tiene una gran voz.
-Y
Teddy sabe lo que es bueno -dijo Mr Browne, confianzudo-.
-¿Y
por qué no va a tener él también una buena voz? -preguntó Freddy Malins,
mordazmente-. ¿Porque no es más que un negro?
Nadie
respondió a su pregunta y Mary Jane hizo que la mesa regrese a la conversación
sobre la ópera genuina. Una de sus alumnas le había conseguido una entrada para
Mignon. Claro que era muy buena,
dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr Browne podía remontarse
aún más lejos en su memoria, a las viejas compañías italianas que solían
visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de Mujza, Campanini, el gran Trebilli,
Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos, dijo, cuando se oía en
Dublín lo que se podía llamar bel canto.
Contó cómo el gallinero del viejo Real estaba siempre de bote a bote, noche
tras noche, como en aquella en la que un tenor italiano había dado cinco bises
de Let Me Like A Soldier Fall, dando
un do de pecho en cada ocasión, y cómo los muchachos del gallinero en su
entusiasmo solían desenganchar los caballos del carruaje de alguna gran prima donna para tirar ellos del coche
por las calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no se interpretaban las grandes
óperas, preguntó, como Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había modo
de reunir las voces necesarias para cantarlas: por eso mismo.
-Ah,
pero -dijo Mr Bartell D'Arcy- a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como
entonces.
-¿Dónde
están? -preguntó Mr Browne, desafiante.
-En
Londres, París, Milán -dijo Mr Bartell D'Arcy, entusiamado-. Para mí, Caruso,
por ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los nombres que usted
ha mencionado.
-Puede
ser -dijo Mr Browne-. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.
-Ay,
yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso -dijo Mary Jane.
-Para
mí -dijo tía Kate, después de roer un hueso-, no ha habido más que un tenor.
Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído
hablar de él.
-¿Quién
es él, Miss Morkan? -preguntó Mr Bartell D'Arcy, cortésmente.
-Su
nombre -dijo tía Kate- era Parkinson. Lo oí cuando comenzaba su carrera y creo
que tenía la más pura voz de tenor que jamás haya habido en garganta masculina
alguna.
-Qué
raro -dijo Mr Bartell D'Arcy-. Nunca oí hablar de él.
-Sí,
sí, tiene razón Miss Morkan- dijo Mr Browne-. Recuerdo haber oído hablar del
viejo Parkinson, aunque pertenezca a una época lejana a la mía.
-Un
hermoso, bello, puro y dulce tenor inglés -dijo tía Kate entusiasmada.
Se
trasladó el enorme budín a la mesa una vez que Gabriel hubo terminado. El
sonido de cubiertos comenzó otra vez. La esposa de Gabriel repartía porciones
de budín y pasaba los platillos a la mesa, siendo interceptados a medio camino
por Mary Jane, quien los rellenaba con gelatina de frambuesas o de naranja o
con manjar blanco y compota. El budín había sido preparado por tía Julia, a
quién todos felicitaron. Pero ella dijo que no había quedado lo bastante bruno.
-Bueno,
confío, Miss Morkan -dijo Mr Browne-, en que yo sea lo bastante bruno para su gusto, porque, como ya
sabe por mi apellido, yo soy todo oscuro.
Todos
los caballeros, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al budín de
la tía Julia.
Habían
preparado el apio para Gabriel, que nunca probaba el postre. Freddy Malins
también cogió un tallo y se lo comió junto con su budín. Alguien le había dicho
que el apio era lo mejor que había para la sangre y él se encontraba bajo
tratamiento médico. Mrs Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que
en una semana o algo así su hijo ingresaría en Monte Melleray. La mesa se puso
a hablar entonces de Monte Melleray, de lo reconstituyente que era el aire
allá, de lo hospitalarios que eran los monjes y que jamás cobraban ni un penique
a sus huéspedes.
-¿Y
qué me quieren decir ustedes -preguntó Mr Browne, incrédulo- que uno va allá y
se hospeda como en un hotel y vive del producto de la tierra y se va sin pagar
un penique?
-Oh,
la mayoría dona algo al monasterio cuando se van -dijo Mary Jane.
-Ya
quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia -dijo Mr
Browne con franqueza.
Y
se quedó estupefacto al saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban
a las dos de la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.
-Son
preceptos de la orden -dijo tía Kate, tajante.
-Sí,
pero ¿por qué? -preguntó Mr Browne.
La
tía Kate repitió que eran los preceptos y eso era todo. Mr Browne pareció no
entenderlo. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes trataban
de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo. La
explicación no resultó muy clara para Mr Browne, quien gesticuló, diciendo:
-Me
gusta la idea, pero ¿no serviría una cama mullida tan bien como un ataúd?
-El
ataúd -dijo Mary Jane- es para que no olviden su último destino.
Como
la conversación se puso lúgubre se la enterró en el silencio, en medio del cual
se pudo escuchar a Mrs Malins decirle a su vecina en secreto:
-Son
muy buenas personas los monjes, muy religiosos.
Las
pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los
chocolates y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó con
oporto o jerez. Al principio, Mr Bartell D'Arcy no quiso beber nada, pero uno
de sus vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante
lo cual permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las
copas, la conversación menguó. Luego siguió una pausa, sólo interrumpida por el
ruido del vino y las sillas al moverse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista
al mantel. Alguien tosió una o dos veces y luego unos cuantos comensales
tamborilearon en la mesa suavemente pidiendo silencio. Cuando se hizo el
silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.
El
tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez
temblorosos dedos en el mantel y sonrió, nervioso, al enfrentar los rostros del
público levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las
faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la
calle, bajo la nieve, mirando las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del
vals. El aire era puro. A lo lejos se extendía el parque con sus árboles
cargados de nieve. El monumento a Wellington tendría una brillante capa de nieve
refulgiendo hacia el oeste, sobre los blancos campos de Fifteen Acres.
Comenzó:
-Damas
y caballeros. Me ha tocado en suerte esta noche, como en años anteriores,
cumplir una muy grata tarea, para la cual me temo, que mi pobre capacidad
oratoria no sea lo suficientemente adecuada.
-¡De
ninguna manera! -dijo Mr Browne.
-Bien,
como fuere, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho y me
presten su amable atención por un momento, mientras me esfuerzo por expresar
con palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.
-Damas
y caballeros. No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario
techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que somos
destinatarios -o, quizá sea mejor decir, víctimas- de la hospitalidad de
ciertas damas bondadosas.
Dibujó
un arco en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rio o sonrió hacia
tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de gozo. Gabriel prosiguió,
audaz:
-Cada
año que pasa siento con más fuerza que nuestro país no tiene otra tradición que
honre mejor y que guarde tan celosamente como la hospitalidad. Es una tradición
única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros). Algunos
dirán, quizás, que es más defecto que virtud de la cual jactarse. Pero aún si
admitiéramos que así fuera, se trata, a mi entender, de un defecto noble, que
confío cultivemos por muchos años. De una cosa, por lo menos, estoy seguro.
Mientras este techo cobije a las buenas damas mencionadas -y deseo desde el
fondo de mi corazón que así sea por los años venideros- la tradición de la
genuina, calurosa y cortés hospitalidad irlandesa, que nos legaron nuestros
antepasados y que a su vez debemos transmitir a nuestros descendientes,
palpitará entre nosotros.
Un
cálido murmullo aprobatorio recorrió la mesa. La ausencia de Miss Ivors
atravesó la mente de Gabriel como un rayo, y prosiguió con más confianza en sí
mismo:
-Damas
y caballeros.
-Una
nueva generación crece entre nosotros, una generación motivada por nuevos
ideales y nuevos principios, seria y entusiasmada por estos nuevos ideales. Con
un entusiasmo que en mi opinión, aun cuando equivocado, es eminentemente
sincero. Pero vivimos en una época confusa y, si se me permite usar la frase,
de mentes atormentadas: a veces me temo que esta nueva generación, educada o
hípereducada como es, carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de
hospitalidad, y de generoso humor que pertenecen a otros tiempos. Escuchando
esta noche los nombres de esos grandes cantantes del pasado tuve la impresión,
debo confesarlo, que vivimos en una época menos auspiciosa. Aquellos se pueden
llamar, sin exageración, días auspiciosos. Y, si desaparecieron de modo
irrevocable, esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta, todavía
hablemos de ellos con orgullo y con afecto, y abriguemos en nuestros corazones
la memoria de nuestros grandes que, muertos y desaparecidos, el mundo no
permitirá que su fama se disipe.
-¡Así
se habla! -dijo Mr Browne bien alto.
-Pero
como todo -continuó Gabriel, con una inflexión de voz más delicada-, siempre
hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra mente:
recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esos rostros
ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está
sembrado de recuerdos dolorosos, a los que acudimos con melancolía para
afrontar con ánimo nuestra vida cotidiana. Todos tenemos deberes y afectos que
nos reclaman, y con razón, nuestra permanente tenacidad.
-Por
tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ningún recuerdo
moralizante se entrometa entre nosotros esta noche. Aquí estamos reunidos por
un breve instante extraído del trajín de la rutina cotidiana. Nos encontramos
aquí como amigos, como compañeros, con verdadero espíritu de camaradería, y
como invitados de -¿cómo podría llamarlas?- las Tres Gracias de la vida musical
de Dublín.
La
mesa estalló en aplausos y risas a su ocurrencia. Tía Julia pidió
infructuosamente a cada una de sus vecinas, que le repitieran lo que Gabriel
había dicho.
-Dice
que somos las Tres Gracias, tía Julia -dijo Mary Jane.
La
tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que
continuó en la misma vena:
-Damas
y caballeros.
-No
intento interpretar esta noche el papel que desempeñó Paris en otra ocasión. No
voy a intentar escoger entre ellas la mejor. La tarea sería odiosa y por fuera
del alcance de mis pobres aptitudes. Porque cuando las contemplo y veo a la
decana de nuestras anfitrionas, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se
ha convertido en una invocación para todos aquellos que la conocen. O su
hermana, que parece estar dotada de una juventud imperecedera y cuyo canto debe
haber sido una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o, por
último pero no menos importante, cuando considero a nuestra anfitriona más
joven, talentosa, alegre, trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso,
damas y caballeros, que no sabría a cuál de ellas habría de conceder el premio.
Gabriel
miró a sus tías y viendo la enorme sonrisa en el rostro de tía Julia y las
lágrimas que brotaron en los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar su
discurso. Levantó su copa de oporto, galante, mientras los comensales
acariciaron sus respectivas copas expectantes, y dijo en voz alta:
-Brindemos
por todas ellas. Bebamos a su salud, por su prosperidad, larga vida, felicidad
y ventura, y que continúen por largo tiempo sosteniendo la bien ganada posición
que han logrado en su profesión, y la muy honorable y afectuosa que se han
ganado en nuestros corazones.
Todos
los invitados se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas
sentadas, cantaron al unísono, bajo la dirección de Mr Browne:
For they are
jolly gay fellows,
For they are
jolly gay fellows,
For they are
jolly gay fellows,
Which nobody can deny
La
tía Kate utilizó su pañuelo sin tapujos. Y hasta tía Julia pareció conmovida.
Freddy Malins marcó el ritmo con su tenedor de postre y los cantantes se
miraron cara a cara, como en un melodioso encuentro, mientras cantaban con
énfasis:
Unless he
tells a lie
Unless he
tells a lie
Y
volviéndose una vez más a sus anfitrionas, cantaron:
For they are
jolly gay fellows,
For they are
jolly gay fellows,
For they are
jolly gay fellows,
Which nobody can deny
La
aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por
muchos otros invitados y se repitió una y otra vez dirigida por Freddy Malins
con el tenedor en alto.
***
El frío penetrante de la madrugada irrumpió en el salón donde esperaban, por lo que tía Kate dijo:
-Que
alguien cierre esa puerta. Mrs Malins se va a morir de frío.
-Browne
está afuera, tía Kate -dijo Mary Jane.
-Browne
está en todas partes -dijo tía Kate, bajando la voz.
Mary
Jane se rio al oírla en ese tono.
-¡Pero
-dijo jocosamente- es muy atento!
-Se
nos ha dispersado como el gas -dijo la tía Kate manteniendo el tono- como todas
las Navidades.
Esta
vez rio de buena gana y enseguida añadió:
-Pero
dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya escuchado.
En
ese momento se abrió la puerta de calle y entró Mr Browne a las carcajadas.
Vestía un gabán verde con cuello y puños de falso astracán, y llevaba calado
hasta las orejas un gorro de piel. Señaló hacia la costanera nevada desde donde
provenían insistentes silbidos.
-Teddy
va a hacer venir todos los coches de Dublín -dijo.
Gabriel
salió del vestíbulo, luchando por meterse en su abrigo y, mirando alrededor,
dijo:
-¿No
bajó Gretta?
-Está
recogiendo sus cosas, Gabriel -dijo tía Kate.
-¿Quién
toca arriba? -preguntó Gabriel.
-Nadie.
Todos se han ido ya.
-Oh,
no, tía Kate -dijo Mary Jane-. Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan no se han ido
todavía.
-En
todo caso, alguien aporrea el piano -dijo Gabriel.
Mary
Jane miró a Gabriel y a Mr Browne y dijo, tiritando:
-Abrigados
como están, me da frío de sólo mirarlos, caballeros. No me gustaría hacer el
viaje que van a hacer ustedes de vuelta a sus casas a esta hora.
-Nada
me gustaría más en este momento -dijo Mr Browne, resueltamente- que una buena caminata
por el campo o un trote con un ligero alazán entre bejucos.
-Antes
teníamos un caballo muy bueno y coche en casa -dijo tía Julia con tristeza.
-El
nunca olvidado Johnny -dijo Mary Jane, riendo. La tía Kate y Gabriel rieron
también.
-¿Y
qué tenía de extraordinario este Johnny? -preguntó Mr Browne.
-El
malogrado y difunto Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo -explicó Gabriel-,
comúnmente conocido en sus últimos años como el Caballero Viejo, fabricaba
pegamento.
-Ah,
vamos, Gabriel -dijo tía Kate, riendo-, tenía un molino para fabricar almidón.
-Bien,
almidón o cola --dijo Gabriel-, el Caballero Viejo tenía un caballo que
respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del Caballero
Viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora
viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al Caballero
Viejo ir a dar un paseo con gente de prosapia para presenciar un desfile
militar en el parque.
-El
Señor tenga piedad de su alma -dijo tía Kate, misericordiosamente.
-Amén
-dijo Gabriel-. Así, el Caballero Viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y
luciendo su mejor galera y su mejor cuello duro, sacó su coche y salió con
mucho estilo de su pomposa mansión cerca del callejón de Back Lane, si no me
equivoco.
Todos
rieron, hasta Mrs Malins, del modo en que Gabriel lo contaba y tía Kate agregó:
-Oh,
no, Gabriel, no vivía en Back Lane. Sólo tenía allí su fábrica.
-Entonces
salió de la casa de sus antepasados -continuó Gabriel-, el coche tirado por
Johnny. Todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermo:
sea porque se enamorara del caballo de Guillermo el rey o porque se creyera que
estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas al
monumento.
Gabriel
trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.
-Vueltas
y vueltas le dio -dijo Gabriel-, hasta que el Caballero Viejo, que era un viejo
caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor! -vaya uno a
saber por qué dijo señor- ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Qué conducta tan extraña! ¡No
comprendo a este caballo!
Las
risotadas que siguieron a la parodia de Gabriel se interrumpieron bruscamente
por un golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar
entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero tirado hacia atrás y los hombros
encogidos de frío, resoplaba y echaba vapor después de semejante esfuerzo.
-Sólo
pude conseguir un coche -dijo.
-Bueno,
encontraremos otro por la costanera -dijo Gabriel.
-Sí
-dijo tía Kate-. Lo mejor es evitar que Mrs Malins muera de frío.
Su
hijo y Mr Browne ayudaron a Mrs Malins a bajar los escalones y, después de
algunas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins montó tras ella y
estuvo un tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr
Browne.
Por
fin se acomodaron y Freddy Malins invitó a Mr Browne a subir. Se oyó una
discusión y después subió Mr Browne confundido. El cochero se arregló la manta
sobre las rodillas y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo
mayor. Freddy Malins y Mr Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla,
indicaron al auriga distintas direcciones. El problema era saber dónde había
que dejar a Mr Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la
confusión dando desde el pórtico direcciones cruzadas y contradictorias entre
risas y saludos. Freddy Malins, no podía contenerse. Sacaba y metía la cabeza
por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a
su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr Browne le dio un
grito al confundido auriga por sobre las carcajadas.
-¿Sabe
usted dónde queda Trinity College?
-Sí,
señor -dijo el cochero.
-Muy
bien, siga entonces derecho hasta estamparse contra la puerta del Trinity
College -dijo Mr Browne- y allí ya le indicaré por dónde ir. ¿Entiende ahora?
-Sí,
señor -dijo el cochero.
-Volando
hasta Trinity College.
-Entendido,
señor -gritó el cochero.
Dio
unos fustazos al caballo y el coche traqueteó costanera abajo, a orillas de un
río de risas y un coro de adioses.
Gabriel
no había salido con los demás. Se quedó en la oscuridad del vestíbulo mirando
hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso,
también en las sombras. No podía verle la cara, pero podía ver algo del
vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y
negro. Era su esposa. Se apoyaba en la baranda, escuchando algo. Gabriel se
sorprendió de su inmovilidad y prestó atención. Pero por las risas y la discusión
en la vereda, sólo pudo escuchar unos pocos acordes del piano y las notas de
una canción cantada por un hombre.
Se
quedó inmóvil en el rellano sombrío, tratando de captar el canto de aquella voz
y observando a su esposa. Había elegancia y cautela en su actitud, como si ella
fuera el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie
en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa
misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo
recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje contrastarían con
las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría al cuadro, si fuera
pintor.
Cerraron
la puerta de calle y tía Kate, tía Julia y Mary Jane ingresaron todavía riendo.
-¡Vaya
con ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!
Gabriel
no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su
mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz
y el piano.
Gabriel
levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo
tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz.
La voz, que sonaba quejosa a la distancia, y la ronquera del cantante,
arrastraban débilmente la cadencia de la canción con palabras que expresaban un
profundo dolor:
Oh,
la lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y
el rocío corona mi frente,
Mi
niño yace aterido…
-Ay
-exclamó Mary Jane-. Es Bartell D'Arcy cantando y no lo quiso hacer en toda la
noche. Voy a pedirle una más antes de que se vaya.
-Oh,
sí, Mary Jane -dijo tía Kate.
Mary
Jane pasó empujando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de
llegar la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.
-¡Ay,
qué pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel
oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos escalones atrás
venían Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan.
-¡Oh,
Mr D'Arcy -exclamó Mary Jane-, muy egoísta de su parte acabar así de pronto
cuando todos escuchábamos extasiados!
-He
estado detrás de él toda la noche -dijo Miss O'Callaghan- y también Mrs Conroy,
y nos decía que tiene un resfrío espantoso y no podía cantar.
-Ah,
Mr D'Arcy -dijo la tía Kate-, mire que mentirnos de esa manera.
-¿No
se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? -dijo Mr D'Arcy, molesto.
Bajó
rápidamente hacia el vestíbulo por su abrigo. Todos quedaron sorprendidos por
su brusquedad, y no sabían que decir. Tía Kate levantó las cejas y les hizo
señas a todos para que olvidaran el asunto. Mr D'Arcy, malhumorado, se abrigaba
el cuello con cuidado.
-Es
el tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.
-Sí,
todo el mundo anda resfriado -dijo tía Kate enseguida-, todo el mundo.
-Dicen
-dijo Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí
esta mañana en el diario que nieva en toda Irlanda.
-A
mí me gusta ver la nieve -dijo tía Julia, con tristeza.
-Y
a mí -dijo Miss O'Callaghan-. Yo creo que las Navidades no son Navidades si el
suelo no está blanco.
-Pero
al pobre Mr D'Arcy no le gusta la nieve -dijo tía Kate sonriente.
Mr
D'Arcy salió del vestíbulo todo abrigado y abotonado y mostrándose arrepentido
por su torpeza contó la historia de su resfrío. Cada uno le dio un consejo
diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y le recomendaron que
cuidara su cuello del sereno. Gabriel miró a su esposa, que no se mezcló en la
conversación. Estaba de pie debajo de la lámpara y la llama del gas iluminaba
el bronce de su pelo, que él había visto secar al fuego unos días antes. Seguía
en su actitud y parecía no tener nada que ver con la conversación. Finalmente,
se dio vuelta y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos
brillosos. Una súbita alegría inundó su corazón.
-Mr
D'Arcy -dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
-Se
llama La muchacha de Aughrim -dijo Mr
D'Arcy-, pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La conoce?
-La muchacha de Aughrim -repitió ella-.
No recordaba el nombre.
-Linda
melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no tuviera voz esta noche.
-Vamos,
Mary Jane -dijo tía Kate-. No importunes a Mr D'Arcy. No quiero que vuelva a
molestarse.
Viendo
que estaban todos listos para irse los condujo hasta la puerta donde se
despidieron:
-Bueno,
tía Kate, buenas noches y gracias por esta noche espléndida.
-Buenas
noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta!
-Buenas
noches, tía Kate, y muchas gracias. Buenas noches, tía Julia.
-Ah,
buenas noches, Gretta, no te había visto.
-Buenas
noches, Mr D'Arcy. Buenas noches, Miss O'Callaghan.
-Buenas
noches, Miss Morkan.
-Buenas
noches, de nuevo.
-Buenas
noches a todos. Vayan con Dios.
-Buenas
noches. Buenas noches.
La
mañana aún estaba oscura. Una pálida luz se cernía sobre los tejados y el río;
y el cielo parecía encorvarse. El suelo se hacía barro bajo los pies y sólo
quedaba un poco de nieve desmenuzada sobre las casas, en el muro de la
escollera y sobre las verjas del paseo. Las lámparas ardían todavía rojizas en
el luctuoso ambiente, y al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes
se erguía amenazante contra el excesivo cielo.
Ella
caminaba delante de él junto a Mr Bartell D'Arcy, llevaba sus zapatos en una
bolsa bajo el brazo, recogiendo sus faldas para evitar el fango. No tenía ya
una pose graciosa, pero los ojos de
Gabriel
brillaban felices. La sangre golpeaba en sus venas; y los pensamientos se
amontonaban en su cerebro: orgullosos, alegres, tiernos, complacientes.
Ella
caminaba delante de él tan frágil y elegante que deseó tomarla por detrás sin
hacer ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso.
Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para quedarse
sólo con ella. Momentos de su vida íntima ardieron como estrellas en su
memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre color sanguinaria que él
acarició con su mano. Los pájaros piando en una enredadera y la luminosa
telaraña del cortinaje meciéndose en el piso: la felicidad le impedía comer.
Estaban en el multitudinario andén y él deslizaba un billete en la tibia palma
de su mano enguantada. Estaba de pie con ella en la vereda, mirando por entre
los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas frente a un horno
candente. Hacía mucho frío. Su cara, que resplandecía por la brisa helada, estaba
muy cerca de la suya; y de pronto ella le preguntó al hombre del horno:
-Señor,
¿ese fuego, está caliente?
Pero
el hombre no la pudo oír por el ruido que hacía el fuelle. Mejor así. Con toda
seguridad la habrían insultado.
Una
ola de alegría aún más tierna escapó de su corazón para correr por sus arterias
en cálido torrente. Como el tierno calor de las estrellas, escenas de su vida
íntima que nadie nunca sabría rompieron a iluminar su memoria. Anheló hacerle
recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar los años de su
insípida existencia juntos y que tuviera presentes solamente los momentos de ternura.
Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de sus almas. Los hijos,
su oficio, la vida doméstica no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En
una carta que escribió tiempo atrás, él le decía: “¿Por qué palabras como éstas
me parecen tan descoloridas y frías? ¿Es porque no hay una palabra lo
suficientemente tierna para ser tu nombre?”
Como
una lejana melodía le llegaron estas palabras desde el pasado. Deseaba estar a
solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran él y ella en la
habitación del hotel, entonces estarían juntos y solos. La llamaría
discretamente:
-¡Gretta!
Quizás
ella no lo oyera al primer llamado: se estaría desnudando. Luego, algo en su
voz reclamaría su atención. Se daría vuelta para mirarlo…
En
la esquina de Winetavern Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera
tanto ruido, eso ahorraba la conversación. Ella miraba por la ventana y parecía
cansada. Los otros murmuraban entre si, señalando un edificio o una calle. El
caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando del viejo furgón, y
Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando para alcanzar un barco,
galopando hacia su luna de miel.
Cuando
el coche cruzó el puente O'Connell, Miss Callaghan dijo:
-Dicen
que nadie cruza el puente de O'Connell sin ver un caballo blanco.
-Yo
veo un hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.
-¿Dónde?
-preguntó Mr Bartell D'Arcy.
Gabriel
señaló a la estatua, cubierta de nieve. Luego, la saludó familiarmente y
levantó la mano.
-Buenas
noches, Daniel -dijo, alegre.
Cuando
el coche se detuvo ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las
protestas de Mr Bartell D'Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín de
propina. El hombre lo saludó y dijo:
-Que
tenga un próspero Año Nuevo, señor.
-Igualmente
-dijo Gabriel, cordial.
Ella
se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y de pie en la vereda, dio
las buenas noches a los demás. Se apoyó ligeramente en su brazo, como cuando
bailaron juntos horas antes. Se sintió orgulloso y feliz en ese momento: feliz
porque era suya, orgulloso de su belleza y su elegancia. Pero ahora, después de
reavivar tantos recuerdos, el primer roce con su cuerpo, cadencioso y ajeno y
perfumado, produjo en él un destello de lujuria. Aprovechándose de su silencio,
le apretó el brazo, y al detenerse frente a la puerta del hotel, sintió que se
habían escapado de sus vidas y sus deberes, escapado de la familia y de los
amigos, y huían juntos, con sus corazones salvajes, en busca de una nueva
aventura.
Un
viejo tumbado con una capucha de dormir calada hasta las orejas descansaba en
uno de los grandes sillones del hall central del hotel. Encendió una vela en la
oficina y los acompañó escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, pisando
sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del portero,
la cabeza inclinada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como bajo
una pesada carga, su falda ciñéndola apretadamente. Hubiera echado los brazos
alrededor de sus caderas para obligarla a detenerse, temblaba de deseo por
poseerla y solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía
bajo control el salvaje impulso de su cuerpo. El portero se paró en medio de la
escalera para enderezar la vela que chorreaba. Ellos se detuvieron también unos
cuántos escalones detrás. En aquel silencio, Gabriel podía oír la vela
derretida caer goteante en el platillo, tanto como su corazón golpeando sus costillas.
El
portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Dejó su
inestable vela sobre una mesa de noche y preguntó que a qué hora querían los
señores que les llamasen.
-A
las ocho -dijo Gabriel.
El
portero señaló hacia el botón de la luz eléctrica y empezó a murmurar una
disculpa, pero Gabriel lo detuvo.
-No
queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría -dijo, señalando la
vela- que puede usted llevarse su agradable aparato, mi amigo.
El
portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, sorprendido por la nueva
idea. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel echó el cerrojo.
La
fantasmal luz del alumbrado público iluminaba desde la ventana a la puerta.
Gabriel tiró su abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección
a la ventana. Miró hacia la calle para calmar su emoción. Luego, se apoyó en un
armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se
paró delante de un gran espejo movible a desabrocharse el vestido. Gabriel se detuvo
a mirarla por un instante y después dijo:
-¡Gretta!
Se
volvió ella lentamente del espejo y atravesó el haz de luz para acercarse. Su
rostro lucía tan serio y fatigado que las palabras no atinaban a salir de los
labios de Gabriel. No, no era el momento todavía.
-Se
te ve cansada -dijo él.
-Un
poco -respondió ella.
-¿Te
sientes mal o débil?
-No,
sólo cansada. Eso es todo.
Ella
se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia afuera. Gabriel nuevamente
aguardó y temiendo perder la decisión, dijo, súbitamente:
-¡Por
cierto, Gretta!
-Dime.
-¿Viste
a ese pobre tipo de Malins? -dijo rápido.
-Sí.
¿Qué le ocurre?
-Nada,
que ese pobre diablo es de lo más decente, después de todo -siguió Gabriel con
voz falsa-. Me devolvió el dinero que le presté y que ya no esperaba recuperar.
Es una pena que no se aleje de ese tal Browne, no es un mal muchacho.
Temblaba,
se sentía molesto. ¿Por qué parecía ella tan abstraída? No sabía cómo empezar.
¿Estaría molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera
hacia él espontáneamente! Tomarla en aquella situación sería bestial. No, tenía
que notar un poco de pasión en sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de
ánimo.
-¿Cuándo
le hiciste ese préstamo? -preguntó ella después de una pausa.
Gabriel
luchó por contenerse y no maldecir al borracho de Malins y su dinero. Hubiera
querido mostrarle el fondo de su alma, estrechar su cuerpo contra el suyo,
dominarla. Pero dijo:
-Oh,
por Navidad, cuando abrió su local de tarjetas navideñas en Henry Street.
Aturdido
por la rabia y el deseo no la escuchó acercarse desde la ventana. Ella se
detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, alzándose en
puntas de pie y descansando ligeramente las manos en sus hombros, lo besó.
-Eres
tan generoso, Gabriel -dijo.
Temblando
de gozo ante el súbito beso y la gentileza de sus palabras, puso una mano sobre
el pelo y empezó a acariciarlo, tocándolo apenas con los dedos. Su corazón
desbordaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba vino ella por su propia
voluntad. Quizá sus pensamientos coincidían con los suyos. Quizás ella también
sintiera el mismo ardiente deseo y su actitud la había subyugado. Ahora que
ella se entregaba tan dócilmente se reprochó su propia falta de confianza.
Sostuvo
su cara entre las manos. Luego, deslizando un brazo rápidamente alrededor de su
cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
-¿En
qué piensas, querida Gretta?
Ella
no respondió ni se dejó llevar por la presión de su abrazo.
-Dime
qué es, Gretta -dijo, suavemente. Creo saber lo que te pasa. ¿Lo sé?
Ella
tardó en contestar, y luego respondió arrastrada por un súbito ataque de
llanto:
-Oh,
pienso en esa canción, La muchacha de
Aughrim.
Se
soltó de su abrazo y se desplomó en la cama, cruzando los brazos sobre la
almohada y ocultando su rostro. Gabriel se quedó helado por un instante,
estupefacto y luego la siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio
de cuerpo entero: el pecho de la camisa, la cara cuya expresión siempre lo
intrigaba cuando la veía en un espejo y el brillo dorado de sus gafas. Se
detuvo a pocos pasos de ella y preguntó:
-¿Qué
tiene esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella
levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la
mano, como si fuera una niña. Una nota más compasiva de lo que hubiera querido
se introdujo en su voz:
-¿Por
qué, Gretta? –preguntó en tono indulgente.
-Me
acuerdo de una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
-¿Y
quién era esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.
-Una
persona que conocí en Galway, cuando vivía con mi abuela -dijo ella.
La
sonrisa se borró de la cara de Gabriel. Una ira sorda comenzó a acumularse en
el fondo de su mente y el mortecino fuego del deseo empezó a quemarle con furia
en las venas.
-¿Alguien
de quien estabas enamorada? -preguntó irónicamente.
-Un
muchacho que conocí -respondió ella-, se llamaba Michael Furey. Él cantaba esa
canción, La muchacha de Aughrim. Era
tan delicado.
Gabriel
se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su tierno
muchacho.
-Lo
puedo ver tan claramente -dijo un momento después-. Con aquellos ojos que
tenía. ¡Grandes ojos negros! ¡Y qué expresión en ellos... qué expresión!
-Oh,
¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel.
Salía
a pasear con él -dijo ella-, cuando vivía en Galway.
Un
pensamiento atravesó el cerebro de Gabriel como una luz caliente.
-¿Quizás
fuera por eso que querías ir a Galway con Ivors? -dijo fríamente.
Ella
lo miró y preguntó, sorprendida:
-¿Para
qué?
Sus
ojos hicieron que Gabriel se sintiera incómodo. Encogió los hombros y respondió:
-¿Cómo
voy a saber? Para verlo, quizá.
Corrió
su mirada y en silencio contempló el rayo de luz que entraba desde la ventana.
-Está
muerto -dijo ella al rato-. Murió con tan solo diecisiete años. ¿No es terrible
morir tan joven?
-¿A
qué se dedicaba? -preguntó Gabriel, irónico todavía.
-Trabajaba
en la fábrica de gas -dijo ella.
Gabriel
se sintió humillado por su inapropiado sarcasmo y ante el recuerdo de esta
imagen entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él
había estado ocupado en recuerdos de su vida secreta en común, lleno de
ternura, alegría y deseo, ella había estado comparándolo mentalmente con otro.
Lo invadió una vergonzosa conciencia de su propia persona. Se vio ridículo,
patético actuando como dependiente de sus tías, un sentimental nervioso y
condescendiente, un charlatán mediocre con los humildes, idealizando su propia
lujuria de payaso, el lamentable vanidoso al que había vislumbrado en el
espejo. Instintivamente, volvió la espalda hacia la luz para que no pudiera ver
la vergüenza que ardía en su frente.
Trató
de mantener el tono frío del interrogatorio, pero cuando habló su voz era
sumisa e insensible.
-Supongo
Gretta, que estabas enamorada de este tal Michael Furey, -dijo.
-Me
sentía muy bien con él entonces -dijo ella.
Su
voz sonó débil y triste. Gabriel, sentía ahora lo vano que sería tratar de
llevarla hacia donde se proponía, acarició una de sus manos y dijo, él también
triste:
-¿Y
de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
-Creo
que murió por mí -respondió ella.
Un
terror indefinido se apoderó de Gabriel al escuchar su respuesta, como si, en
el momento en que confiaba triunfar, algún ser impalpable se le echara encima,
con las fuerzas que en su contra hubiera podido sacar de su mundo interior para
ahogarlo. Pero se sobrepuso con un esfuerzo de la razón y continuó
acariciándole la mano. No le preguntó más porque sentía que se lo contaría ella
todo por sí misma. Su mano estaba caliente y húmeda: no respondía a su caricia,
pero él continuaba acariciándola tal como había acariciado su primera carta
aquella mañana de primavera.
-Fue
en el invierno -dijo ella-, al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi
abuela para venir al convento. Él estaba enfermo en su hospedaje de Galway y no
lo dejaban salir y ya habían avisado a su gente en Oughterard. Decían que
estaba consumiéndose, o cosa así. Nunca supe con certeza qué le ocurría.
Hizo
una pausa para suspirar.
-Pobre
muchacho -dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan amable. Salíamos juntos a
pescar, tú sabes, Gabriel, como hacen en
el campo. Él quería estudiar canto si no hubiera sido por su salud. Tenía una
voz muy hermosa, el pobre Michael Furey.
-¿Y
entonces?
-Y
entonces, cuando llegó la hora de dejar Galway y venir al convento, él estaba
mucho peor y no me dejaban verlo, por lo que le escribí una carta diciéndole
que me iba a Dublín y que regresaría en el verano y que esperaba que estuviera
mejor para entonces.
Hizo
una pausa para controlar su voz y luego siguió:
-La
noche de la víspera de mi partida, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla
de las Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban piedritas contra la
ventana. El cristal estaba tan empañado que no podía ver, así que bajé por las
escalera, tal como me encontraba y salí al patio y allí estaba el pobre al
final del jardín, tiritando.
-¿Y
no le dijiste que regresara a su casa? -preguntó Gabriel.
-Le
rogué que regresara y le dije que aquella lluvia lo iba a matar. Pero él me
dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos tan claramente! Estaba
de pie al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y
él se fue a su casa? -preguntó Gabriel.
-Sí,
se fue. Y cuando yo no llevaba una semana en el convento se murió y fue
enterrado en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que lo supe, el
día en que supe que se había muerto!
Se
detuvo, ahogada en llanto, y, abrumada por la emoción, se arrojó boca abajo
sobre la cama, sollozando sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano por un
momento, sin saber qué hacer, y luego, a punto de entrometerse en su dolor, la
dejó caer suavemente y caminó en silencio hacia la ventana.
Ella
dormía profundamente.
Gabriel,
apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su
boca entreabierta, escuchando su profunda respiración. De manera que ella tuvo
un romance así en su vida: un hombre había muerto por ella. Ahora apenas le
dolía pensar en el pobre papel que le había tocado interpretar en su vida. La contempló
mientras dormía como si ella y él jamás hubieran vivido como esposos. Sus ávidos
ojos se posaron en su rostro y en su pelo: mientras pensaba cómo habría sido entonces
ella en su primera belleza juvenil, un extraño y piadoso sentimiento penetró en
su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su rostro
no era el rostro por el que Michael Furey desafió a la muerte.
Quizás
ella no le había contado toda la historia. Sus ojos se movieron hasta la silla
sobre la que ella había tirado algunas ropas. Un bretel del corpiño colgaba
hasta el piso. Una bota se mantenía en pie, con la caña caída, la compañera
yacía recostada a su lado. Se preguntó por sus tumultuosas emociones de una
hora atrás. ¿De dónde habían salido? De la cena de sus tías, de su estúpida
arenga, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas
noches en la puerta, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre
tía Julia! Ella, también, sería pronto una sombra junto a la sombra de Patrick
Morkan y su caballo. Él había percibido ese aspecto lívido de su rostro
mientras cantaba Ataviada para la boda.
Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, con su sombrero
de seda sobre las rodillas; las cortinas bajas y la tía Kate se sentaría a su
lado, llorando y sonándose la nariz mientras le contaba de qué manera había
muerto Julia. El buscaría en su mente palabras de consuelo, pero no encontraría
más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: eso ocurriría muy pronto.
El
aire del cuarto le heló los hombros. Se estiró cuidadosamente bajo las sábanas
y descansó junto a su esposa. Uno por uno, todos se estaban convirtiendo en
sombras. Es mejor pasar valientemente a ese otro mundo, en el apogeo de una
pasión, que desvanecerse y marchitarse lúgubremente con la edad. Pensó en cómo
ella, que yacía a su lado, había guardado en su corazón durante tantos años esa
imagen de los ojos de su amante cuando le confesó que no deseaba vivir.
Lágrimas
generosas colmaron los ojos de Gabriel. Jamás había sentido así por ninguna
mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. Las lágrimas crecieron
en la oscuridad del cuarto y en la penumbra imaginó la figura de un joven
calado y aterido, de pie, bajo un árbol curvado por la lluvia. Había otras
formas cercanas. Su alma se había asomado a esa región donde moran las vastas huestes
de los muertos. Estaba consciente, pero no podía captar sus siniestras y vacilantes
presencias. Su propia identidad se disolvía en un mundo gris, impalpable: el
sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se esfumaba, consumiéndose.
Unos
golpes en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. Había empezado a
nevar otra vez. Vio como los copos en una alucinación de plata y de sombras,
caían oblicuos contra la luz de la farola. Había llegado el momento de
emprender viaje hacia el poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba
en toda Irlanda. La nieve caía sobre toda la oscura planicie central y en las
colinas áridas, caía suave sobre el pantano de Allen y, más al oeste, caía
suavemente sobre las sombrías, sublevadas aguas del Shannon. Caía, también,
sobre todo el desolado cementerio de la loma donde yacía enterrado Michael
Furey. Yacía, espesa, al azar, sobre las lápidas y sobre cruces torcidas, y
sobre las lanzas de una verja, y sus punzones desolados. Su alma se desvaneció
en la duermevela al oír caer la nieve lenta, débil, a través del universo y
caer leve en el descenso de su último fin, sobre todos los vivos y sobre todos
los muertos.
James Augustine
Joyce, nace el 2 de febrero de 1882, en Rathgar, Irlanda, y muere en Zurich,
Suiza, el 13 de enero de 1941. Su obra comprende los siguientes títulos: en
poesía, Chamber Music (1904), y Pomes Penyeach (1927); la obra teatral
autobiográfica Exiles (1914); el
libro de relatos Dubliners (1914); y
las novelas, A Portrait of the Artist as
a Young Man (1916), Ulysses
(1922), y Finnegans Wake (1939).
Alejandro Morandini, Córdoba, 1964. Bestias domésticas, (Ed. Secretaría de Cultura, poesía, Salta 2006); Tres falsos recuerdos, (La vertiente editora, poesía, Jujuy 2012); El oficio del árbol, (Fondo Editorial, ensayo, Salta 2013); Chamber Music, de James Joyce (Sofía Cartonera, en co-traducción con Mariano Pereyra, Universidad Nacional de Córdoba, 2018).