miércoles, 4 de septiembre de 2024

Jacobo en prosa

 















Todos los poetas son Judíos.

Paul Celan

 

 

Este documento reúne tres prólogos escritos por el poeta Jacobo Regen, (Salta, 1935 – 2019), para otros tantos libros, a saber, Obra Poética de Julio César Luzzatto [1984]; Obras Completas de Raúl Galán [1997] y Obras Literarias de Joaquín Castellanos [2000].

Las reflexiones de un poeta sobre la lengua siempre serán de especial interés y cuidado en la formación de las culturas y en la evolución de la literatura. La belleza de un poeta no sólo está en los versos que ofrece, sino también en sus meditaciones, en cómo lee y en la agitación que experimenta su punto de vista cuando repasa otra manifestación poética. Son los propios argumentos estéticos los que se revelan en esa observación de versos ajenos.

En Jacobo Regen prologuista, la cruda escena del párrafo se sobrepone al lacerante poder de sus versos. Sus estudios lo llevan al exilio de la noche, al riesgo de una nudosa introspección o al trabajo sobre sus propios textos, en una corrección que sabemos descarnada.

 De una obra en verso que es testimonio de la gravedad y de la luz, surge esta prosa concisa en el repaso de ausencias y ruinas que dejan títulos fundamentales para entender la región poética. El filo de su lengua hace lo que precisa, un poco de azogue o tierra según las necesidades de la conciencia examinadora.

Sus notas no se van a desviar de lo biográfico ni de la valoración estilística de los poetas analizados. No deja de sorprender la mansa y tenaz decisión del poeta en pensar la lengua con la que se expresa, poseído por la terrible necesidad de poblar con ideas las ideas de la poesía; como si la poesía no pudiese quedar librada al azar de las lecturas y la aguardase fija una prosa que la descifra, produce párrafos impecables para comprender las obras de Luzzatto, Galán y Castellanos.

En Luzzatto observa un trabajo de orfebrería, recuerda que tenía una dedicación y compromiso con su arte que muchas veces lo apartaban del mundo; de ese extrañamiento y voluntario ostracismo Jacobo compone una metáfora que, por cierto, es su delicado oficio: “Pero todo silencio esconde una latente vibración de viento atrincherado en su caverna”. Nos informa que la palabra de Luzzatto le llegaba de tarde en tarde, “como tatuada a punta de cuchillo”. Define a su Güemes y otros cantares como una obra magna incomparable donde confluyen lo social y lo épico. Puede leerse en este prólogo cómo Jacobo entiende cuál es la función social de la prosa, y nos deja la inquietante idea de que la prosa funda razones y articula argumentaciones que los pueblos hacen comprensibles para glosar sus epopeyas.

Con Galán sostiene un diálogo íntimo, como si tuviera la intención de abordar algo que va más allá de la admiración por el jujeño. Quizás descubra en Galán la propia vocación, la pertenencia a servir bajo la misma divisa poética en la fila de la legión de los sensibles. “Porque es heroico rescatar su imagen hundida en los paisajes del recuerdo”, se justifica.  Habla de recobrar el germen de la percepción, traducir lo que esa carne sensitiva comienza a percibir al separarse de su madre. Admira la lucidez y la nota amarga, la “patética desesperanza” que observara Czeslaw Milosz. Esta curiosidad no es menor en la consideración del poeta, a Jacobo le bastó una madre y una lengua, en medio de un sistema literario que reclama un padre al final de cada verso.

Con Castellanos, Salta conoce por primera vez una voluntad literaria. Es la leyenda de ese “país reciente” que Jacobo capta con percepción histórica. Castellanos es un poeta épico y su obra poética no deja de interpretarse como un ineludible reclamo social. Jacobo lee en El Borracho la cifra de una literatura. La prolífica obra artística de Castellanos absorbe estilos, temas y otros elementos formales que componen aquel extenso poema. Advierte que el poema nos deja atónitos ante el padecimiento moral de su protagonista. Admira más que la precisión de los endecasílabos, el estrago del héroe. En el escrutinio de una obra concluida y anclada en el tiempo aún encuentra matices y vestigios de esa voluntad que justifican el monumento, y ofrece generosamente su escrito para un mayor provecho de esos libros. Con mucha discreción, apenas se permite una línea jocosa, conoce el valor profundo de la imbatible prosa.

Sus observaciones no buscan posicionarse en idealizaciones ociosas. Tiene silogismos deliciosos para cada plato de la balanza. Encuentra el equilibrio en humildes y poderosas oraciones, claras y transparentes como sus composiciones versificadas; traza definitivos y ecuánimes panoramas sobre los autores abordados. En sus versos esa vertical equidistancia es la construcción ética que regirá su vida. Deberán creerle. Tajo y abismo definen el calado de la experiencia, la profundidad de la desesperación marcará la medida de lo justo. Si en versos expresa emoción e inestabilidad, en la prosa es toda conciencia literaria. Si su poesía persigue la revelación de un sentido, su prosa es memoria digna.

En un lenguaje límpido sus versos descubren prolijos desdoblamientos y cierta severa e ineluctable disposición de las cosas. En prosa, su exposición es igualmente impecable. Un análisis despojado de consideraciones morales, que exalta todas las virtudes y repasa los aciertos. Siempre en él, lectura y examen.

Como poeta fue un filósofo breve, dio testimonio de un niño que descubre tempranamente el desaliento. Percibe que habita un destino equivocado, en el agónico coloquio con la madre descubre su soledad y en la percepción metafórica del mundo descubre que nunca hay nadie. Las palabras agregan algo bello y legítimo al planeta, sin embargo, siempre hay nada. Como dijo Michaux de Celan: “lo que era grave, en él era demasiado grave”.

En el rostro de Jacobo se dibujaba la inocencia y el malestar de un niño. En la búsqueda de un lenguaje propio, puso un puñado de versos sobre la mesa que son pura iluminación y revelación del dolor.

Todo poeta es judío en tanto habita la lengua con la misma inquietud que el judío transita la vida. Edmond Jabés lo dice mejor, “Os he hablado de la dificultad de ser judío, que es la misma dificultad de escribir; pues el judaísmo y el acto de escribir suponen la misma espera, la misma esperanza, el mismo desgaste”. El templo de la lengua le dio a Regen todos sus hermanos, la familia de la errancia y los ritos de consagración. La poesía es su patria, estos prólogos reunidos fueron una tarea excepcional.

En Jacobo se funden muchas tradiciones y una época, hay una hazaña en la tarea que se ha impuesto, no traicionarse, transitar la lejanía que lo aleja de las cosas.  Apoyado en el verso libre y breve, cultivó el símbolo y la metáfora, adjetivó con economía de nocturno nihilista. Debió ser descomunal ser Jacobo Regen y andar cargando una poesía con unas alas enormes. Gozó de la vanidad de los solitarios, resolvió en tres libros su lugar en la existencia, y con otras tantas reuniones de su obra, que completaba con nuevos y circunstanciales poemas, igualmente agónicos y de una estricta clarividencia.

La noche que conocí a Jacobo, no lo descubrí sereno ni cándido, estaba devastado sobre la mesa de un bar ahogando las penas por la muerte reciente de un amigo. Yo venía de Córdoba con un encargo, traía libros para el poeta. Así es que ahí estábamos los dos por primera vez frente a frente, vino por medio, él de duelo y yo aturdido con sus intempestivas confesiones y sus copiosas citas de poetas interminables. Radicado definitivamente en Salta, nos llamábamos por teléfono y nos citábamos en bares en los que rara vez coincidíamos. Decía que mi nombre era un seudónimo, acostumbraba llamarme Alexis, al igual que mi madre en la intimidad. Sentíamos la misma admiración por Rilke, Milosz, Dávalos. Siempre que nos encontrábamos me preguntaba qué estaba leyendo. No fui amigo de sus amigos y mis amigos tampoco fueron los suyos, así es que debimos rebuscárnosla a solas; con la poesía en vilo, en la complicidad de la noche, caminábamos por su barrio que era el de mis abuelos, hablando sobre el origen de alguna palabra o comentando los versos de algún poeta polaco para saber finalmente que no teníamos mucho más qué contarnos y entonces nos despedíamos displicentemente.

 

 

Alejandro Morandini

 

 


 

TRES PRÓLOGOS DE JACOBO REGEN




Prólogo[1]

Dos libros de poemas, publicados muy espaciadamente, bastan para que el nombre de Julio César Luzzatto tenga ya una estatura inconmovible en las letras salteñas.

Hace mucho que vive en Buenos Aires, donde -al igual que aquí- ejerció el periodismo. Pero Salta es en él una presencia visceral y a ella vuelve siempre a través de sus versos y, en alguna ocasión, de cuerpo entero.

Nacido en esta ciudad el 9 de agosto de 1915, su consagración literaria se remonta al año 1935 cuando obtiene el primer premio en los juegos florales de la primavera ante un jurado que integraban Juan Carlos Dávalos, Juan Guzmán Cruchaga, Mariano Coll y David Saravia Castro.

Con Letras minúsculas (1938), símbolo tal vez de su orgullosa modestia, irrumpe nítidamente en el ámbito de la lírica lugareña.

En 1944 la revista “Substancia”, de Tucumán, convoca a un concurso en el que Luzzatto es distinguido con el máximo galardón por su “Poema a Diego de Rojas, descubridor del Norte Argentino”. En esa oportunidad recibe la medalla de oro instituida por la Comisión Nacional de Cultura.

Poeta recatado y pudoroso, “vive sin hacer señas ni hacer ruido”, como decía de sí mismo Enrique Banchs. Lo que en otros pudiera confundirse con una ociosa deserción, en Luzzatto es tenaz autocrítica: una severidad insobornable que, ensañada en sí misma, a veces puede parecernos cruel. Pero todo silencio esconde una latente vibración de viento atrincherado en su caverna. Por eso, al despuntar de tarde en tarde, su palabra nos llega como tatuada a punta de cuchillo. “Agua que serenó barro de Andújar”, dijo un viejo poeta español recordando los filtros de una remota alfarería.

El segundo libro, Güemes y otros cantares (1964), se divide en tres partes. La primera de ellas, integrada por dieciséis romances, es la experiencia lírica integral más trascendente que ha suscitado la figura del gran guerrero de la Independencia. En su contexto los ingredientes épicos quedan como diluidos, transfigurados por la visión interior del poeta que, tomándolos sólo como punto de obligada referencia, les infunde otra dimensión a través de una alquimia metafórica cargada de emotividad y de genuina admiración. Es una obra magna a la que difícilmente pueda hallársele parangón en las letras de Salta y del país. Si nos esforzamos en compararla con alguna creación próxima en temple y en espíritu, será preciso recurrir a dos notables precedentes de pura cepa española: “La tierra de Alvargonzález”, de Antonio Machado, y el Romancero gitano, de Federico García Lorca. Con aquella comparte el desarrollo de una historia que en Machado se tiñe de trágicos designios y no deja resquicio a la esperanza; el Güemes de Luzzatto tiene, en cambio, brechas por donde filtran los destellos de una gloria suprema que la muerte rubrica y engrandece:

Los cóndores enlutaron

el día con su plumaje.

Cada aurora, en la montaña,

ha de enarbolar su sangre.

En cuanto al Romancero de García Lorca, su mención no es gratuita porque esta obra de Luzzatto muestra la impronta de ese mundo mágico, veteado de fulgores repentinos, que el poeta andaluz conduce al límite de lo fantasmagórico. Tomo casi al azar algunas líneas del romance “Carga gaucha en el río” que evidencian un claro parentesco expresivo:

Contra la proa de hierro

chocaron proas de sangre.

Y ante los nuevos tritones

cabalgados en la nave,

se estremece el mascarón

curado de tempestades.

Lo que confiere plena identidad a los romances de Güemes es la asimilación de elementos vernáculos a un mensaje de tono universal, así como el sentido de denuncia -donde confluyen lo social y lo épico- contra el sojuzgamiento de su pueblo y la traición de propios y de extraños. Estos intentan abatirlo ante la perspectiva muy cercana de un resquebrajamiento del orden colonial. Luzzatto reivindica el “Fuero Gaucho” proclamado por Güemes y reclama justicia para aquellos condenados a vivir como parias en su tierra, mientras las crónicas idílicas adornan su intemperie con la aureola de una harapienta libertad. Aquí su voz asume un acento dramático y rebelde, en que la altanería y la iracundia brotan de las entrañas de una fraterna solidaridad:

Ya derrocaron a Güemes

los señores poderosos.

Esos acuñan el mundo

en el aro del monóculo.

Los nostálgicos del Rey,

que a la Patria niegan su oro,

mientras el pueblo en su sangre

da sus únicos ahorros.

La tierra del señorío

ruge de aguas y de toros,

como dolida de estar

en las manos de unos pocos.

Por soñar en esta tierra

un lugar para los criollos,

se desata sobre Güemes

el aullido de los lobos.

¿Precisaran esos gauchos

un hilo de territorio?

Precursora del Güemes de Luzzato es la obra dramática de Dávalos La tierra en armas. Pero en ésta lo épico resalta con un énfasis que Luzzatto atempera en sus imágenes vertebradas con remansado asombro.

Coplas de intencionada y cándida frescura y una serie de impecables sonetos -algunos de ellos rotundamente antológicos- enriquecen el libro. En éstos se consuma su condición de lírico absoluto y en aquellas su espíritu se explaya, con gracia singular, por las variantes de lo descriptivo, amatorio y picaresco. Algunas de estas coplas y cantares han adquirido ya salvoconducto para ese anonimato que Manuel Machado conceptuaba como el más alto reconocimiento a una creación poética. Citaré sólo dos:

Quebrada de Cafayate,

toda roca, roca en flor.

Jamás he visto una piedra

con más imaginación.

 

Cuando se muere el quirquincho

a mejor vida se va.

Siendo caja de un charango

se pasa oyendo cantar.

En colaboración con Esteban Rey, escribió Luzzatto una evocación histórica titulada El romance del llanero y mantiene inéditas dos obras de teatro (en verso) y una semblanza biográfica de don Juan Carlos Dávalos en la que rememora sus ya lejanos días salteños y su entrañable amistad con el gran creador de “El viento blanco”.

 

 

 

 

Vigencia de Raúl Galán[2]

La obra de Raúl Galán (Ledesma, Jujuy, 1913 – Baradero, Provincia de Buenos Aires, 1963) está vertebrada por tres libros fundamentales, publicados en vida del autor: Se me ha perdido una niña, Carne de tierra y Ahora o Nunca. Otras obras del autor jujeño, surgidas al conjuro de múltiples motivaciones (Canto a Jujuy, Canción para seducir a un ángel y numerosos poemas recogidos póstumamente) tienen una innegable coherencia de conjunto y contribuyen a darnos una imagen más íntegra y circunstanciada de su quehacer literario.

En ese sentido son esclarecedores sus ensayos y narraciones. Entre los primeros reviste especial importancia Raíz y misterio de la poesía, donde galán testimonia su constante preocupación por los enigmas de la creación artística y enuncia, tras un extenso recorrido a lo largo de esta problemática, su orgullosa y humilde estética personal.

Afirma Galán que “la poesía viene a ser, en su más esencial verdad, la confidencia elocuente del asombro”. Y agrega: “El valor de esa conferencia dependerá de la capacidad de admirarse que posea el poeta, de su sensibilidad para responder a los estímulos de ese mundo que lo hace vibrar como a una cuerda tensa y de su aptitud para transmitir con todos los matices la emoción que lo conmueve. Las confesiones de nuestro asombro necesitan, pues, para lograr este objetivo, no sólo sincera autenticidad, sino también belleza de expresión. Para alcanzar este fin es necesaria una conciencia lúcida”.

La constante espiritual de su obra está representada en aquel tríptico poético.

Se me ha perdido una niña marca la apertura de su real itinerario lírico. Ya desde el título nos sugiere este libro el clima leve y melancólico que envuelve a casi todos sus poemas, así en los romancillos y cantares de ronda como en aquellas elegías que solemnizan sus momentos últimos.

El poeta va en busca de su niñez, corre tras ella, aunque de antemano sabe que cada vez está más lejos. O quizás por eso mismo. Porque es heroico rescatar su imagen hundida en los paisajes del recuerdo. Recobrar la raíz, el “hilo de oro” y las constelaciones de los tiernos prodigios. Sí, “prodigio”, “milagro”, “deslumbramiento”, “asombro”, “maravilla”, tales son las palabras que pueblan estos versos de hombre cabal que se persigue niño.

De pronto, el ceño adusto, ensombrecido. El poeta vislumbra, pese a sus candorosas esperanzas, que el mundo de la magia se ha perdido. Y lacónicamente rubrica su derrota: “No volveremos jamás, no se regresa./Amiga, para siempre la partida;/el hasta luego y nunca de la vida/por el eterno adiós que nos apresa”. No quedan sino ausencias y despedidas incesantes. El hombre es sólo un “taciturno animal de nada y sueño” y alguien que atisba desde siempre “una dama puntual vendrá después,/al conjuro de Dios, por el cautivo”.

Carne de tierra es su manifestación poética culminante. Publicado en 1952, el libro se agota casi inmediatamente, haciéndose perentoria una segunda edición. Este dato accesorio no tendría ninguna relevancia si no viniese a justificar un hecho indiscutible: su significación excepcional en la trayectoria lírica de Galán y, al mismo tiempo, su valor decisivo y trascendente en el ámbito de las letras argentinas. Hoy, a más de cuatro décadas de haber soltado sus amaras, aquel navío embreado por La Carpa, sigue sembrando estelas en la memoria de los hombres.

En los amplios, pausados y ondulantes versículos, que nos recuerdan algo de Lubicz Milosz, aunque no estén imbuidos de tan patética desesperanza; en su conmovida Elegía a María Adela Agudo -alta luz que se trunca en pleno florecer-; en sus coplas, que trasuntan una genuina identificación con el sentir popular; en su denuncia fidedigna contra la injusticia social; en fin, en todos sus versos, Carne de tierra nos revela a un poeta que ha ido conquistando día a día ese “solar henchido como un vientre/donde el hombre apacienta el eterno secreto de las cosas”.

Ahora o Nunca aparece en 1960. La obsesión de la muerte, insinuada en sus obras anteriores, asume en ésta una inquietante intensidad dramática que el poeta no logra disfrazar mediante sus ingenuas coartadas: la exótica Never Land y la clásica Dama de Negro.

En Réquiem por un enemigo el artista se acoge al amor de su madre, lejana ya en el tiempo, para oponerlo como un escudo de inexpugnable ternura frente a las acechanzas del mundo. Con ella se define, con ella triunfa del odio. Y, además, ella le nutre la sangre de una serena magnanimidad que lo faculta para “inferir el perdón y el poema”, como dice con trágica ironía.

 

Jacobo Regen

5 octubre 1997

 

 

 

 

 

Prólogo[3]

La obra literaria de Joaquín Castellanos, en prosa, teatro en verso y poesía, adquiere presencia en el mundo literario argentino con el reconocimiento de los dos grandes maestros del modernismo: Leopoldo Lugones y Rubén Darío. Considerado por muchos su poema máximo, El Borracho, tuvo una vasta difusión popular, en los pueblos la gente repetía de memoria sus versos que terminaron eclipsando la obra del vate y político salteño.

En el resto de su lírica predomina fundamentalmente un tono romántico exacerbado por las pasiones humanas, por las diatribas patrióticas y por una metafísica donde priman, encadenadas a un ritmo vivaz y de tono profético, la filosofía que movilizaba las ideas de su tiempo. Metafísica de alta percepción, tal vez la más profunda y expresivas que se escribió en su época.

En El Limbo, su poema dramatizado, que firmó con el seudónimo de Dharma, la épica avanza por entre las columnas de la descripción telúrica, la memoria del amor, los reclamos libertarios y anticlericales y las del cosmos desatado e imponente moviendo el destino de los hombres.

La historia de un país reciente arma en gran parte de su obra la comarca donde el pensamiento poético de Castellanos habrá de volcar con desmesura los abismos de sus ideas renovadoras que no desatienden un reclamo universal sobre la condición humana.

Estos trazos maestros se advierten en cada uno de sus libros vertebrando una producción que, si bien fue atendida por sus pares argentinos, no tuvo el reconocimiento que merece.

Sobre todo, con su obra El Borracho, a la que podríamos calificar por su envergadura, extensión y potencia como la pieza, quizá, más importante que dio el romanticismo en nuestro país. Así como lo fue El Matadero de Echeverría, en prosa.

Tal vez un romanticismo tardío -como fue también tardío el romanticismo en España- pero, sin lugar a dudas, por la concentración de su discurso, por la libertad de sus diatribas y por sus momentos líricos la obra más acabada de esa corriente literaria en la Argentina.

En esta obra completa, en cada uno de los prólogos que se reproducen, podrán advertirse las particularidades en las que derivan estas líneas maestras a las que hago referencia.

Si El Borracho es el ojo del huracán de la producción de Joaquín castellanos para el conocimiento de los lectores, todos sus otros libros contienen en germen o en tono, los elementos de este poema. Aunque sea en otros libros donde su lírica vuela con más riesgo y hondura.

 ¿El temulento o el borracho?

La proscripción de la obra de Joaquín Castellanos obedeció, sin duda, al ensañamiento de ciertos eufemísticos cofrades para quienes la sola alusión al vino o al ajenjo era un pecado inmortal. ¡Escribir, para colmo, un poema titulado El Borracho (1887) no bien hubo dejado el biberón! ¡Y dedicárselo a Lugones que, en el peor de los casos, sólo pudo embriagarse con néctar de incunables calepinos!

A las pruebas me remito: “la imagen báquica de El Borracho -sentencia Martín García Mérou- no puede inspirar sino repulsión y cansancio. Se comprende la grandeza en la Ambición, en el Odio, en el Juego, en la Venganza, pero no se concibe en la embriaguez. Lo lógico sería, en El Borracho, amar a un Espronceda, a Byron, Rollinat o Baudelaire, y no digo a Edgar Poe pues a un genio como él puede perdonársele pertenecer al gremio de los copólogos”.

En sus Recuerdos literarios (1891) García Mérou olvida mencionar a otro gran descarriado a quien Rubén Darío consagró para siempre aquellos versos: “Padre y maestro mágico, liróforo celeste…”. Si esta confusa élite pretendiera insultar a Paul Verlaine debería llamarlo "Temulento”.

La crítica exquisita tozudamente defendió “La Leyenda Argentina”, “El Nuevo Edén”, “El Viaje Eterno” y otros poemas, importantes sin duda, e imbuidos de clásica elocuencia, pero en cuanto a El Borracho lo rechazó con férreo dogmatismo. No se salvó ni el título. Y tampoco se dijo que este libro sellaba con grandeza incomparable el periplo romántico que había inaugurado Echeverría.

Además de las múltiples ediciones clandestinas y de la que imprimió Jesús Menéndez en 1926 (integrando los Poemas viejos y nuevos), hay que dejar en claro que en 1967 la Editorial Castellví, de Santa Fe, publicó un volumen conteniendo El Viaje Eterno y El Borracho, (así, con este título) y que, en 1973 Ediciones Cepa, de Salta, editó El Borracho y Siete poemas inéditos, con síntesis biográfica de Federico Castellanos y epílogo de del poeta Manuel J. Castilla.

Rememorando una sobremesa en que Leopoldo Lugones recitó de memoria su poema El Borracho, dice Joaquín Castellanos en el texto de su dedicatoria al poeta cordobés:

 “A todos nos causó asombro el poder de su memoria para recordar versos que había leído usted veinte años antes.

Pero nadie podría sospechar un acto preparado de benevolencia o fineza hacia mí, puesto que nuestro encuentro aquel día fue accidental y casual.

Le confieso que yo me sentí gratamente impresionado al saber que usted había aprendido y recordado aquella composición. Era un aprueba de que usted la había leído y apreciado alguna vez, seguramente en su primera juventud.

El hecho debía sorprenderme aún más, teniendo en cuenta que, en lo general, y por motivos que encuentro justificados, esa poesía fue siempre desdeñada por los literatos, sobre todo por los nuevos, con gustos y doctrinas estéticas hostiles hacia todo lo que no pertenece a las escuelas modernistas.

Junto a Rubén Darío ha sido usted, en los países del habla castellana, incluyendo a la misma España, iniciador y director del movimiento de renovación de la literatura, cuyos excesos pasarán, quedando subsistentes sus valores efectivos.”

En el Nuevo Edén, que refiere magníficamente la hazaña de Colón -tácito paradigma de un entrañable viaje poético interior-, asoma en el poeta la visión de una América que abarca todo su territorio lírico y humano: “…y su vida es un viaje,/ al través de la tierra, al infinito./ Al infinito, océano de los mundos,/ viaja buscando con secreto anhelo/ la patria de las almas,/ la misteriosa América del cielo!”.

Esta celeste América se ahondará después en sus terrones primigenios y de ellos brotará sencillamente, en un retorno inevitable al recóndito origen, la copla en que desnudan su corazón los hombres y mujeres de esta tierra.

“Hasta que el pueblo las canta,/ las coplas coplas no son,/ y cuando las canta el pueblo,/ ya nadie sabe el autor”. De esta anonimia que Manuel Machado preconizó después en sus cantares, surgió La Gran Querencia que, en la anticipación de castellanos, “es la mejor definición de patria”.

Y aquí no puedo menos que transcribir algunas de estas estrofas, emparentadas lisa y llanamente con la gran poesía popular:

Vos que a mí me estás mirando,

y yo que a vos te estoy viendo,

somos uno y somos dos

que nos estamos queriendo.

 

Desertor de las estrellas,

en las nubes fui matrero,

cóndor en las serranías,

huracán en el pampero.

 

Con mi canto a los que sufren

yo les doy mi sombra amiga,

como el árbol del desierto

al gaucho sin techo abriga.

Caballo con mucho amanse

se hace pronto mancarrón;

no hay buen pingo ni hombre entero

sin algo de redomón.

Como vemos, en la copla, forma fundamental en la poesía del noroeste argentino, está junto al poeta de tono universal, latente, la memoria lírica de su tierra natal.

 

La prosa literaria

Hay un espejo de la prosa política de Castellanos en sus escritos literarios, tal vez más remansados por estar más alejados de la polémica puntual.

Tanto en Güemes ante la Historia como en la recopilación publicada de sus colaboraciones en la revista caras y Caretas, el retrato del guerrero salteño y el de Sarmiento o Avellaneda muestran vibrando en la misma temperatura al escritor y al idealista. Se incluyen, también, dos piezas: una dedicada a Andrade y la otra a Los dos Hernández.

En Inquietudes, obra de teatro en prosa, es el amor, la mujer y su mundo en esos años, los que habrán de sedar la elocuencia hacia una prosa más delicada y menos beligerante, aunque no exenta de vaticinadoras certitudes sobre su futuro lugar en la sociedad.

Estos y los otros libros aquí incluidos como sus Ojeadas literarias, críticas y semblanzas con párrafos medulares sobre el oficio del escritor, rescatan por fin, para los lectores de habla castellana una producción insoslayable para la historia de nuestra literatura.         

 

 

Jacobo Regen

 

 



 

Kaddish para Jacobo Regen (1935 – 2019)

 

Invocarán tu nombre, Jacobo

y caerá un manto

de lluvia regando

la tierra yerma de la poesía.

 

Tu canción será

consuelo y escudo.

Himno en la victoria.

 

Los poetas reunidos

en el Templo Dorado

forjarán un hombre

con versos piadosos

tatuados en la frente.

Responderá a tu nombre.

 

Volveremos a casa

trepados a tu ala.

Llegar será un amén.

 

                               Alejandro Morandini

 

 

 

Nota bene

 

Jacobo Regen, (Salta, 1935 – 2019) publicó Seis poemas, Córdoba, 1962; Canción del ángel, Tucumán, 1964; Umbroso mundo, Buenos Aires, 1971; Canción del ángel y otros poemas, Salta, 1971; El vendedor de tierra, Salta, 1981; Poemas Reunidos, Salta, 1992; Antología poética, Fondo Nacional de las Artes, 1996; Umbroso mundo, obra reunida, Salta, 2014.

  

Alejandro Morandini, (Córdoba, 1964) publicó Bestias domésticas, Salta 2006; El oficio del árbol, obra periodística de Manuel J. Castilla, Salta, 2013; Kuky, textos recobrados de Teresa Leonardi Herran, Salta, 2023. Becario del Fondo Nacional de las Artes en 2007 y 2021. El Ministerio de Cultura de Salta concedió en 2023 el Mérito Artístico por su obra literaria


[1] Prólogo a Obra poética, de Julio César Luzzatto, Libros del Cuarto Centenario, Dirección General de Cultura de Salta, 1984

[2] Prólogo a Obras completas, de Raúl Galán, Cuadernos del Duende, Jujuy, 2004

[3] Prólogo a Obras Literarias, de Joaquín Castellanos, Dirección de Publicaciones del Senado de la Nación, Buenos Aires, 2000