miércoles, 23 de marzo de 2011

La Batalla Cultural

























Hay un viejo prejuicio porteño, aunque muy extendido, incluso entre extranjeros: Latinoamérica comienza en Córdoba. Algunos cordobeses perfeccionan el prejuicio y dicen que Latinoamérica comienza en Santiago del Estero. Hace ya muchos años con mis padres, norteños ellos como todos mis abuelos, fijábamos, en joda, el límite subcontinental en algún arroyo cerca de San José de la Dormida; recuerdo que en los veranos siempre festejábamos al pasar en auto por el pueblo, “que ya estábamos en casa”. ¿Era Enrique Banchs, el autor intelectual de la maniobra discriminatoria? ¿O fue Ricardo Rojas? ¿Lugones? Pero Lugones, no. Lugones era santiagüeño o cordobés, según se quiera. Rojas y Güiraldes podrían serlos pero un sentido de pertenencia aristocrático en ellos los exime de cualquier sospecha. O tal vez era Sarmiento, nomás, por aquello de los “trece ranchos”, ¿o eran “once”? Era Enrique Banchs. Sí, Banchs, da justo con la medida de las cosas nuestras que afirmamos naturalmente. Era Banchs, que nunca terminaba por aceptarnos y nosotros nunca por comenzar a leerlo. Semejante barbaridad debía ser obra de un poeta.
En 1981 Ernesto Guevara Lynch, da a publicidad en su libro, Mi hijo, el Che, un diario de viajes que titula Viaje de Ernesto por el norte argentino. Anota para la posteridad: “En mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo descubrí por casualidad dentro de un cajón que contenía libros viejos, unas libretas escritas por Ernesto. Comencé a hojearlas. La más gruesa de ellas, en forma de cuaderno, con sus tapas muy desgastadas evidenciaba haber viajado mucho. Dentro, la peculiar letra de Ernesto saltaba a la vista. Era un diario de viaje y su escritura trazada con lápiz. Ese diario evidentemente lo acompañó durante el trayecto que él describe y el continuo roce de hoja con hoja, en algunas partes deterioró tanto la escritura que es poco menos que imposible leerla. No obstante, me propuse hacerlo y he conseguido, salvar del olvido lo que dice dentro.”
Mientras escribo estas notas para un improbable artículo, pienso que ya, al menos, somos cuatro generaciones en mi familia en ir y venir por ese camino que une Argentina con Latinoamérica, o mejor, que hace de Argentina la continuación de la nación sudamericana. Es un viejo camino para más de cuatro generaciones. Toda la vida se nos fue en un ir y venir por ese corredor que, si alguna vez llegaran los días en que se disperse por fin la tristeza, el mal, la pena, será, pienso, por este camino anhelante, y justificará la espera y el cansancio. Será La Gran Salina, de Zelarayán; el Camino Real iluminado por los ciegos de Concolocorvo; la huella de Yupanqui y de Cafrune; la ruta del éxodo, el exilio y el regreso; el enlace indispensable para los planes de Santucho; el paso del contrabando; la ruta directa a los campos de la batalla cultural.


Anota el joven Guevara: “El camino a la salida de Tucumán es una de las cosas más bonitas del norte: sobre unos veinte kilómetros de buen pavimento se desarrolla a los costados una vegetación lujuriosa, una especie de selva tropical al alcance del turista, con multitud de arroyitos y un ambiente de humedad que le confiere el aspecto de una película de la selva amazónica. Al entrar bajo esos jardines naturales caminando en medio de lianas y de helechos y abrumado de ver cómo se ríe de nuestra escasa cultura botánica, esperamos en cada momento oír el rugido del león, ver la silenciosa marca de la serpiente o el paso ágil de un ciervo… y de pronto se escucha el rugido, pero se reconoce en él el canto de un camión que sube la cuesta. Parece que el rugido rompiera con fragor de cristalería el castillo de mi ensueño y me volviera a la realidad. Me doy cuenta entonces de que ha madurado en mí algo que hace mucho tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización (…) Vuelvo al camino y continúa la marcha. A las once o doce llego a la policía caminera y paro un poco a descansar, en eso llega un motociclista con una Harley Davidson nuevecita, me propone llevarme a rastra. Le pregunto la velocidad. “Y, despacio lo puedo llevar a ochenta o noventa”. No, evidentemente ya he aprendido con el costillar la experiencia de que no se puede sobrepasar los cuarenta kilómetros por hora cuando se va a remolque, con la inestabilidad de la carga y en caminos accidentados. Rehúso, y luego de dar las gracias al agente que me convidara con un jarro de café, sigo apurando el tren para llegar a Salta en el día. Tengo por delante doscientos kilómetros todavía. Cuando llego a Rosario de la Frontera hago un encuentro desagradable, de un camión bajan la motocicleta Harley Davidson en la comisaria. Me acerco y pregunto por el conductor. Muerto es la respuesta. Naturalmente el pequeño problema individual que entraña la muerte de este motociclista no alcanza a tocar los resortes de las fibras sensibleras de las multitudes, pero el saber que un hombre va buscando el peligro sin tener siquiera ese vago aspecto heroico que entraña la hazaña pública y a la vuelta de una curva muere sin testigos, hace aparecer a este aventurero desconocido como provisto de un vago “fervor” suicida. Algo que podría tornar interesante el estudio de su personalidad, pero que lo aleja completamente del tema de estas notas.”
Recuerdo una noche volviendo de Salta a Córdoba: soy apenas un niño, mi padre va manejando y levanta a dos mochileros en Loreto, vamos los tres hermanos semidormidos en el asiento trasero, no nos intimida su presencia, mis padres parecen de buen humor, nos vamos durmiendo y uno de ellos saca de su mochila una frazada y nos cubre. Cuando despertamos los viajeros se bajan en una plaza de Alta Córdoba sobre Avenida Fragueiro, saludan alzando las manos. También recuerdo otro viaje, sucede pasados algunos años de la escena anterior: venimos de Córdoba a Jujuy, cruzamos Tucumán de noche, llueve, un retén militar nos detiene, por debajo de la capotas asoman los FAL, mis padres bajan las ventanillas y apoyan desde afuera los caños sobre el vidrio, tengo un terror atroz que puedan saber lo que pensamos de ellos con solo mirarnos a los ojos, nos sometemos a la ritual vejación, nadie adentro dice nada, todos mostramos nuestros documentos.


Continúa el joven Guevara: “Entrada la noche subo la última cuesta y me encuentro frente a la magnifica ciudad de Salta. Debe anotarse el hecho de que da la bienvenida al turista la geométrica rigidez del cementerio. Me presento al hospital y me presento como un estudiante de Medicina medio pato, medio raidista y cansado. Me dan como casa una rural con mullidos asientos y encuentro la cama digna de un rey. Duermo como un lirón hasta las siete de la mañana en que me despiertan para sacar el coche. Llueve torrencialmente y se suspende el viaje. Por la tarde a eso de las dos, para la lluvia y me largo hacia Jujuy, pero a la salida de la ciudad había un enorme barrial provocado por la fortísima precipitación pluvial y me es imposible seguir adelante. Sin embargo consigo un camión y me encuentro con que el conductor es un viejo conocido, él seguirá hasta Campo Santo a buscar cemento yo proseguiré la marcha por el camino llamado La Cornisa. El agua caída se juntaba en arroyitos que bajando de los cerros cruzaban el camino yendo a morir al Mojotoro, que corre al borde del mismo; no era éste un espectáculo tan imponente como el de Salta en el río Juramento, pero su alegre belleza tonifica el espíritu. Luego de separarse de este río, entra el viajero en la verdadera zona de La Cornisa, en donde se enseñoreaba la majestuosa belleza de los cerros empenechados de bosques verdes. Las abras se suceden sin interrupción en el marco del verdor cercano y se ve entre los claros del ramaje el llano visto a través de un anteojo que da otra tonalidad. El follaje mojado inunda el ambiente de frescura, pero no se nota esa humedad penetrante agresiva de Tucumán, sino algo más naturalmente fresco y suave. El encanto de esta tarde me transporta a un mundo de ensueño, un mundo alejado de mi posición actual, pero cuyo camino de retorno yo conocía bien y no estaba cortado por esos abismos de niebla que vuelan a los reinos de los sueños. Hastiado de belleza, como de una indigestión de bombones, llego a la ciudad de Jujuy, molido por dentro y por fuera y deseoso de conocer el valor de la hospitalidad de la provincia. ¿Qué mejor ocasión que este viaje para conocer los hospitales del país? Duermo magníficamente en una de las salas, pero antes debo rendir cuenta de mis conocimientos medicinales; munido de una pinza y un poco de éter me dedico a la apasionante caza de pájaros en la rapada cabeza de un chango. Su quejido monocorde lacera mis oídos como un fino estilete, mientras mi otro yo científico cuenta con indolente codicia el número de mis muertos enemigos. No alcanzo a comprender cómo el negrito de apenas dos años pudo llenarse en esa forma de larvas; es que queriendo hacerlo no sería fácil conseguirlo. Me meto en cama y trato de hacer del insignificante episodio una buena base para mi sueño de paria. El nuevo día me alumbra y me invita a seguir el ronroneo mimoso de mi bicicleta (…) inicio el regreso por el camino del bajo que me lleva a Campo Santo, nada digno de mención sucede en este lapso y sólo es digno de destacar la maravilla del paisaje en la Cuesta del Gallinato, mejor aún las vistas aquí que en La Cornisa, porque se abarca más con la mirada y esto le da un aspecto de grandeza que pierde un poco la otra.”
¿Alguien recuerda a Alberto Burnichón? ¿Qué fue del estudiante aquel que pidió al chofer del Panamericano, que lo bajara en la Salina Grande? ¿Alguien sabe qué fue la vida del flaco de larga melena y lentes que fumaba cigarrillo tras cigarrillo, siempre alegre y pensando? ¿Alguien conoce Cabeza de Buey, donde tiraron sus huesos? ¿Y del camión que se abismó pasando El Cadillal? ¿Alguien recuerda por todos nosotros el lugar donde desbarrancó Ricardo Meyer y su familia? ¿Fue más allá o más acá del Ucumar? ¿Alguien recuerda el camino entrando al pueblo de Pampa Blanca y la esquina donde doblaba la ruta? ¿Recuerdan ese caserón de adobe y piedra? ¿Y de los hindúes bañándose en el río? ¿Y de las camionetas de Zapla ganando la ruta? ¿Saben del alivio de llegar a Ojo de Agua?
Continúa el joven Guevara: “Llego a Salta a las dos de la tarde y paso a visitar a mis amigos del hospital, quienes al saber que hice todo el viaje en un día se maravillaron, y entonces viene la pregunta de uno de ellos. Una pregunta que queda sin contestación porque para eso fue formulada (…) La verdad es que, ¿qué veo yo? Por lo menos no me nutro con las mismas formas que los turistas y me extraña ver en los mapas de propaganda de Jujuy, por ejemplo: el Altar de la Patria, la catedral donde se bendijo la enseña patria, la falla de púlpito y la milagrosa virgencita de Río Blanco, la casa en que fue muerto Lavalle, el Cabildo de la Revolución, etc. No, no se conoce así un pueblo, una forma y una interpretación de la vida, aquello es la lujosa cubierta, pero su alma está reflejada en los enfermos de los hospitales, los asilados en las comisarias o en el peatón ansioso con quién se intima, mientras el Río Grande muestra su crecido cauce turbulento (…) Pero todo esto es muy largo de explicar y quién sabe si sería entendido. Doy las gracias y me dedico a visitar la ciudad que no conocí bien a la ida. Al anochecer me arrimo a la dotación policial que está a la salida de la ciudad y pido permiso para pasar la noche allí. Mi idea es tratar de hacer la parte montañosa en camión para salvarme de esas penosas trepadas en los malos caminos, vadeando ríos y varios arroyos crecidos, pero me desaniman pronto, es muy sabido que es muy difícil que pase un camión, ya que todos pasan temprano para llegar a Tucumán el domingo de mañana. Resignado me pongo a charlar con los agentes y me muestran el famoso Anopheles hembra, en cuerpo presente, el largo animal estilizado y grácil no me hace el efecto de ser el poseedor del terrible flagelo palúdico. La luna llena muestra su exuberancia subtropical, lanzando torrentes de luz plateada que dan una semipenumbra muy agradable, su salida aumenta la verborragia de la gente, quién se explaya sobre consideraciones filosóficas para caer en un cuento de un aparecido: (…) oyó el otro día galope de caballadas y ladridos de perros y salió con la linterna y el revólver y se apostó estratégicamente, pasó nuevamente la caballada acompañándola el ladrido de los perros y tras su bulla, como explicación, apareció un mulo negro de inmensas orejas que parsimoniosamente seguía a la tropa. El coro de ladridos aumentó en intensidad y nuevamente la tropilla escapó ruidosamente. El mulo, indiferente, enderezó con rumbo nuevo y al enorquetarse la luna (…) sintió un frío agudo que le recorría el espinazo. Interrumpió el agente viejo a su compañero con esta sabia sentencia: “Debe ser un ánima que está con el mulo”. Como receta aconsejó la muerte del animal para liberarlo (...) Los tres quedamos pensativos mirando la luna que mostraba toda su magnificencia. La fresca noche salteña se llenó de música de sapos y arrullado por sus cánticos hice un sueñito corto.”
Esta es una síntesis de la mirada retrospectiva que Ernesto Che Guevara, escribiera de su viaje por el norte argentino en 1950. A mediados de 1953, vuelve a pasar por la provincia de Jujuy rumbo a Bolivia junto a su amigo Calica Ferrer, y descansa unos días en La Quiaca; desde allí escribió a un primo suyo al que le vendió unas camisas de seda para financiarse el viaje, el hecho está referido en su diario inédito Otra vez, que conservó su viuda Aleida March. Debió ser conmovedor para el padre el momento aquel en que recuperó los viejos escritos; aún hoy provocan en quién los lee, un ligero desasosiego, una vaporosa melancolía. El biógrafo Jon Lee Anderson, cita mal y abunda en un equívoco sobre estos pasajes guevarianos: a la Virgen de Río Blanco y Paipaya, la entroniza como “de Río Blanco y Pompeya”; y así cuando el joven Che, menciona al Río Grande mostrando su “crecido cauce turbulento”, para el norteamericano es el momento de ajustar la realidad, y cita: “así como el Río Bravo muestra la turbulencia de su crecida desde abajo…”, y persiste en la interpretación de su propia invención: “La enigmática referencia al Río Bravo es significativa: no es uno de los cursos de agua que cruzó durante su viaje sino, desde antaño, la línea divisoria simbólica entre el norte rico y el sur pobre, la frontera entre Estados Unidos y México. Ésta es la primera, vaga noción de una idea que llegaría a obsesionarlo: que Estados Unidos, expresión de la explotación neocolonialista, era en última instancia el culpable de que se perpetuara la situación deplorable que veía entorno”. Así las cosas, su texto sigue en violentas consideraciones sobre un territorio al que no logra captar en toda su extensión y significado. Por lo mismo he querido recordar, más que una odisea, un esforzado paseo en bicicleta tras un sueño vital en una región de lucha. Un recuerdo puesto en palabras para que no se ahogue en la silenciosa ciénaga del olvido; por si llegado el caso, la memoria sea estrategia y la táctica, una página escrita.

domingo, 27 de febrero de 2011

Dávalos y las drogas



En el prólogo a sus tempranos, Cant
os Agrestes, Juan Carlos Dávalos, expresa taxativamente lo siguiente:

Si la liberación de dolor relativo nos proporciona un relativo goce, yo afirmo que escribir versos es un placer.
Los que confiesan, con displicencia, que sus versos son producto de sus ratos de ocio, dicen una gran mentira, o no saben lo que dicen, o no debieran de haber escrito. La poesía no es un juego de niños. Yo he puesto en estos versos toda mi alma, mis cinco sentidos, mis horas más íntimas y más bellas, mis alegrías más caras, mis pesares más hondos. No los escribí tampoco por puro amor a lo bello, por hacer arte. No soy ni quiero ser poeta de profesión. En efecto, no bebo vino, ni ajenjo, ni me inyecto morfina para que la vida –ya de suyo trágica- se me aparezca como un delirio de beodos. Admiro la obra de los genios desequilibrados, el amargo pesimismo de algunos. Pero creo que un poeta debe ser un hombre, no una “hoja muerta”; una superior afirmación de humanidad, de belleza y de bien, no una neurastenia más o menos adrede.”

Juan Carlos Dávalos, hijo pródigo de la oligarquía provinciana, no hizo de las drogas tema para su literatura ni para su vida. Salvo, en algún ocasional pasaje de su obra, la referencia al uso de drogas no ocupa su atención ni la de sus personajes; sí posee pasajes que mencionan el uso frecuente de hoja de coca y vino. Queda por realizarse un estudio sobre la función del vino en los textos davalianos, (Jacobo Regen, ha referido que siendo él un niño y asiduo visitante de la casa del patriarca de las letras salteñas, este le decía “andá vos, Pila”, y el pequeño poeta traía arrastrando del almacén, la damajuana y las morcillas). Es imposible concebir un Dávalos que no beba, la exquisita Paráfrasis de Li-Po, nos exonera de cualquier prejuicio y es tan bella y delicada que podríamos decir que estimula a una experiencia sensitiva.

Sin embargo es posible encontrar en su vasta obra un episodio equívoco con la cocaína. Según el mismo Dávalos, su obra no es más que autobiografía, (“Hacer autobiografía no es relatar en primera persona, ni narrar sucesos íntimos en los que fuimos actores o espectadores y que sólo al mismo autor le importan...¿no son realidades vividas las creaciones de la fantasía? Lo son para quién las extrae del fondo de su corazón. Aunque “El Cuervo”, no sea más que una alegoría, una invención, una quimera, ¿está, por ventura, menos fuertemente impreso el sello autobiográfico del soñador genial que fue Edgard Allan Poe?). ¿Cómo entender entonces, la página aquella en la cual Roldán, el buscador de oro, refiere su encuentro con Helena, la jovencita tucumana, diablito amarillo y el lunático Mister Mitler, norteamericano y vicioso?:

Me acuerdo que la tucumanita se reía a carcajadas del macarrónico español de Mitler, y aunque se mostraba enamorada de él, habíase encaprichado conmigo, por ser yo más joven que el yanqui. Aprovechaba astutamente los descuidos de éste para guiñarme un ojo, darme un pellizco o apretarme la mano a hurtadillas. Quizás por orgullo, por despecho, pues la mujercita al fin y al cabo me agradaba, hube de reprimirla en alta voz, denunciando con una actitud franca su juego hipócrita, cuyo objeto, evidentemente, no era otro sino explotarnos a los dos, por turno. Este mi proceder agradó al yanqui, y poniéndonos ambos de acuerdo, nos divertimos a gusto con Helena, hartándola de bombones y caricias, invitándola a cenar en una fonda del Callao y administrándole, por último, una dosis de cocaína que obtuvimos de un contrabandista chino, dueño del figón”.

El asunto con la hoja de coca adquiere otra intención y se expresa con otra frecuencia en el conjunto de su obra. Es el alimento y símbolo cultural inequívoco del sujeto vencido, el indio. En algún pasaje aparece la descripción de su consumo; en varios otros la chullpa o bolsas y los tambores para almacenarla; el rito de su masticación y el uso como ofrenda en las apachetas y en la adivinación. En su literatura funciona de esta manera: si hay coca, hay indios. En algún ensayo aclara que el uso de la coca también se ha hecho costumbre en las clases altas salteñas y entre criollos en general, pero su valor sagrado y como alimento, es reservado al colla.

Deseé encontrar en sus Ensayos biológicos alguna referencia al sebil o cebil, como sustancia alucinógena pero esa referencia no existe a pesar de ser Dávalos, el poeta del cerro San Bernardo, el eterno paseante de sus cebilares, el literato que fumaba en pipa desde la cumbre contemplando su ciudad. Pero es que he deseado tanto de Dávalos, que este sólo puede dar lo que es o ha sido, casi un costumbrista tardío, un hombre más inquieto que delicado, un escéptico que sabía distinguir el idioma de Cervantes de la moral de Monseñor Tavella. He querido saber de otro uso del palán-palán. He querido que este biólogo literario me ofrezca, él también, sus insectos disecados listos para ser aspirados como los sirve Cronenberg, (¿o era Burroughs?) en el Almuerzo desnudo. He querido, finalmente que Dávalos me ofreciera un inventario de drogas más relevante que el de Piglia en Blanco Nocturno, ("a la larga todos confesaban que en el campo no se podía vivir sin consumir alguna poción mágica: hongos, alcanfor destilado, rapé, cannabis, cocaína, mate curado con ginebra, yagué, jarabe con codeína, seconal, opio, té de ortigas, láudano, éter, heroína, picadura de tabaco negro con ruda, lo que se pudiera conseguir en las provincias. ¿O cómo se explica la poesía gauchesca, La Refalosa, los diálogos de Chano y Contreras, Anastasio, El Pollo? Todos esos gauchos volados, hablando en verso rimado por la pampa… "en su ley está el de arriba si hace lo que le aproveche. /Siempre es dañosa la sombra del árbol que tiene leche". Para eso están los farmacéuticos de pueblo con sus recetas y preparados. ¿O no eran los boticarios las figuras clave de la vida rural? Una suerte de consultores generales de todas las dolencias, siempre dispuestos, a la noche por los zaguanes, a traficar con la leche de los árboles y los productos prohibidos"). He deseado, pero no tenía.

Al momento de editar esta página mi amigo Marcelo, me dice que hace ya varios años se utiliza en Ciencias Sociales el texto de Eric Boman, La coca, que hay traducciones de su obra, que es un clásico en las universidades andinas, y se ríe. Yo le digo que igual voy a colgar en mi blog una traducción de ese artículo, hecha por Dávalos; la hizo con un diccionario, le digo, y es mi blog, y además, tengo ganas de probar algo nuevo.

Una traducción de Juan Carlos Dávalos

LA COCA

Del libro de Eric Boman – Antiquités de la Región Andine

La propiedad de la coca más difícil de explicar es la de disminuir en alto grado la necesidad de alimentarse, sin disminución de fuerza, pues permite a los indios soportar grandes fatigas, tales como los largos y rápidos viajes a pie, durante muchos días, y aún semanas, o ejecutar trabajos muy rudos, como el de las minas, casi sin tomar alimento y solamente masticando la coca. Hechos de esta naturaleza han sido constatados por todos los viajeros del altiplano. M. Waddel trata de explicarlos por las dosis demasiado fuertes de azóe que contienen las hojas; pero el azóe contenido en la pequeña cantidad que un individuo consume al día vuelve insuficiente dicha explicación. M. Forbes niega la facultad -por decirlo así- nutritiva de la coca. Dice que él ha observado entre los Aymaras que no usan la coca una resistencia igual a la de aquellos que no la mastican. Cita como ejemplo los soldados del ejército boliviano, en el que la coca está prohibida y que sin embargo dan testimonio de una resistencia maravillosa para las marchas. Compara el vicio de la coca con el del tabaco y otros narcóticos que no son necesarios para el organismo, pero que resulta difícil abandonarlos una vez que uno se envicia. Según mis observaciones sobre este asunto, no puedo de ningún modo admitir las opiniones de M. Forbes, a pesar de la gran experiencia que tiene sobre los indios del altiplano. La ocasión en que mejor pude darme cuenta de las maravillosas propiedades de la coca, fue viajando, en 1901, desde El Moreno a San Antonio de los Cobres, al Acay y a Incachuli. El Juez de Paz de El Moreno había contratado para mí, como guía a un indio viejo que frisaba en los 80 años. Además del salario, debía yo proveerlo de coca; pero según la costumbre del país, habíamos convenido en que él debía llevar su propio avío. El juez me había advertido de esta última condición. Cuando el indio se presentó, le pregunté dónde tenía sus provisiones. Me mostró más o menos dos kilos de charqui de vicuña y tres kilos de frangollo de maíz, el todo envuelto en su poncho y me aseguró que aquello era suficiente para todo el viaje que debía durar unos quince días. Habiéndonos puesto en camino, le ofrecía al viejo indígena una mula sillonera y la aceptó, sin duda para mostrar, a la salida de la villa, a sus relaciones, el honor de que había sido objeto. Pero, una vez en el desierto, prefirió caminar a pie y no quiso seguir en la mula. Anduvo continuamente unos metros delante de la caravana que marchaba al trote. Al pasar los arroyos, sin detenerse, arrojaba al aire las ojotas, las barajaba en las manos con una habilidad singular y pasaba a pie pelado por no mojar sus sandalias. Para volvérselas a poner, avanzaba unos pasos a la carrera y se las calzaba mucho antes de que lo hubiésemos alcanzado. Ni una sola vez observé en él muestra de fatiga; las mulas parecían mucho más cansadas que el guía. Y sin embargo habíamos hecho jornadas de 70 kilómetros. Ofrecí, como es natural, a mi viejo guía, que tomase parte en la comida de los arrieros, pero constaté que él no comía casi nada, solo que masticaba coca todo el día. De regreso al Moreno, después de viajar quince días, estaba tan fresco como al partir. No puede realmente explicarse esta resistencia a la fatiga, sin tomar alimento en un indio de avanzada edad, sin admitir el poder de la coca, de suplir la falta de alimentos.

La Puna argentina puede ser considerada como el límite austral del uso general de la coca. Aunque existan numerosos coqueros en la Quebrada de Humahuaca, en los alrededores de Jujuy y en los valles de Salta, el uso de la coca no está allí generalizado y esta droga no constituye allí un artículo de primera necesidad. En Salta he conocido aficionados a la coca, pertenecientes a la clase elevada, pero no se trata de excepciones. Más al sud en Catamarca y en La Rioja, no hay sino muy pocas personas que mastiquen la coca y ellos son muy comúnmente arrieros mestizos que aprendieron a coquear en sus viajes a Bolivia. No obstante, se dice que el uso de la coca era más difundido en otros tiempos. El uso de la coca se extiende por el altiplano de Bolivia y del Perú, en algunos distritos de Ecuador y de Colombia, así como entre ciertas tribus de la cuenca del río Madre de Dios, en el Alto Amazonas y en las factorías que bordean este inmenso río. El límite septentrional del uso de la coca ha sido objeto de un estudio por parte de M. Ernst, según el cual esta planta es y ha sido, desde tiempos prehistóricos, desconocida en América central. Cuanto a Colombia, los cronistas primitivos hablan de una planta llamada “hayo” que los indígenas mastican con cal viva. En Venezuela todas las especies del género Erythroxilon “coca” se denomina todavía “hayo”, y según Pietro Mártir d’anghiera, los indios de la provincia de Cumaná masticaban hojas de hayo antes de 1530. Sin embargo, no se sabe de modo cierto si se trata del “Erythroxilon coca” o de otras especies del país, como “Erythroxilon cumanense” u “Hondense”. Actualmente el uso de la coca ha desaparecido en Cumaná. En resumen con pocas excepciones, su uso general está hoy limitado a la altiplanicie sudamericana, desde el Ecuador a la Argentina, y en la época pre hispánica esta costumbre parece que no sobrepaso esos límites.

Cuanto a las plantaciones de coca, se encuentran todas ellas en los valles cálidos de las vertientes orientales de los Andes, a una altura de más de 2.200 metros sobre el nivel del mar. Bolivia es el principal país productor (Provincias de Yurucaré, Inquisivi, Yungas, Larecaja, y Caupolicán). Según la estadística oficial de 1904, Bolivia produjo en ese año, 1.569.628 kilogramos de un valor total de 7 millones y medio de Francos. Toda la coca que se consume en Argentina proviene naturalmente de Bolivia. En el Perú se cultiva en los valles de Caravaya, Paucartambo, Santa Ana, Anco, Huancayo, Huánuco, etc. En el Ecuador el cultivo ha sido introducido pero sin gran desarrollo. En Colombia hay algunas plantaciones en Popayán y en Valle de Upar, al pié de la cadena que lo separa de la provincia Venezolana de Santa Marta de Maracaibo. Se ha ensayado el cultivo de la coca en los terrenos bajos, por ejemplo en las riveras del río Solimoes, pero la planta pierde allí sus cualidades esenciales. Como se ve, casi todo el cultivo de la coca se encuentra dentro de los límites del antiguo imperio incásico y la zona en que se usa esta droga coincide casi con los territorios sobre los cuales se extendía el imperio. La coca ha sido, como se sabe, mucho más apreciada en la época de los Incas que hoy en día; su uso era por lo tanto un privilegio de las clases elevadas y jugaba un papel importante en ciertas ceremonias religiosas. En la Puna, el empleo de la coca data también de la época prehispánica; según informes que me dieron en la Rinconada, se hallaron en las sepulturas de los antigales restos de cestos nativos de coca a los que aún hoy se usan para embalar este artículo. Como veremos, los indios de la Puna atribuyen todavía una importancia religiosa a las hojas de Erythroxilon, que constituyen su principal ofrenda a Pachamama y que juegan un papel insustituible en sus ceremonias religiosas.


publicado en El Intransigente, Salta, 1947


jueves, 17 de febrero de 2011

De solo estar



reseñas a De solo estar - El Intransigente, Salta - 1957

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