miércoles, 23 de marzo de 2011

La Batalla Cultural

























Hay un viejo prejuicio porteño, aunque muy extendido, incluso entre extranjeros: Latinoamérica comienza en Córdoba. Algunos cordobeses perfeccionan el prejuicio y dicen que Latinoamérica comienza en Santiago del Estero. Hace ya muchos años con mis padres, norteños ellos como todos mis abuelos, fijábamos, en joda, el límite subcontinental en algún arroyo cerca de San José de la Dormida; recuerdo que en los veranos siempre festejábamos al pasar en auto por el pueblo, “que ya estábamos en casa”. ¿Era Enrique Banchs, el autor intelectual de la maniobra discriminatoria? ¿O fue Ricardo Rojas? ¿Lugones? Pero Lugones, no. Lugones era santiagüeño o cordobés, según se quiera. Rojas y Güiraldes podrían serlos pero un sentido de pertenencia aristocrático en ellos los exime de cualquier sospecha. O tal vez era Sarmiento, nomás, por aquello de los “trece ranchos”, ¿o eran “once”? Era Enrique Banchs. Sí, Banchs, da justo con la medida de las cosas nuestras que afirmamos naturalmente. Era Banchs, que nunca terminaba por aceptarnos y nosotros nunca por comenzar a leerlo. Semejante barbaridad debía ser obra de un poeta.
En 1981 Ernesto Guevara Lynch, da a publicidad en su libro, Mi hijo, el Che, un diario de viajes que titula Viaje de Ernesto por el norte argentino. Anota para la posteridad: “En mi casa de la calle Arenales hace poco tiempo descubrí por casualidad dentro de un cajón que contenía libros viejos, unas libretas escritas por Ernesto. Comencé a hojearlas. La más gruesa de ellas, en forma de cuaderno, con sus tapas muy desgastadas evidenciaba haber viajado mucho. Dentro, la peculiar letra de Ernesto saltaba a la vista. Era un diario de viaje y su escritura trazada con lápiz. Ese diario evidentemente lo acompañó durante el trayecto que él describe y el continuo roce de hoja con hoja, en algunas partes deterioró tanto la escritura que es poco menos que imposible leerla. No obstante, me propuse hacerlo y he conseguido, salvar del olvido lo que dice dentro.”
Mientras escribo estas notas para un improbable artículo, pienso que ya, al menos, somos cuatro generaciones en mi familia en ir y venir por ese camino que une Argentina con Latinoamérica, o mejor, que hace de Argentina la continuación de la nación sudamericana. Es un viejo camino para más de cuatro generaciones. Toda la vida se nos fue en un ir y venir por ese corredor que, si alguna vez llegaran los días en que se disperse por fin la tristeza, el mal, la pena, será, pienso, por este camino anhelante, y justificará la espera y el cansancio. Será La Gran Salina, de Zelarayán; el Camino Real iluminado por los ciegos de Concolocorvo; la huella de Yupanqui y de Cafrune; la ruta del éxodo, el exilio y el regreso; el enlace indispensable para los planes de Santucho; el paso del contrabando; la ruta directa a los campos de la batalla cultural.


Anota el joven Guevara: “El camino a la salida de Tucumán es una de las cosas más bonitas del norte: sobre unos veinte kilómetros de buen pavimento se desarrolla a los costados una vegetación lujuriosa, una especie de selva tropical al alcance del turista, con multitud de arroyitos y un ambiente de humedad que le confiere el aspecto de una película de la selva amazónica. Al entrar bajo esos jardines naturales caminando en medio de lianas y de helechos y abrumado de ver cómo se ríe de nuestra escasa cultura botánica, esperamos en cada momento oír el rugido del león, ver la silenciosa marca de la serpiente o el paso ágil de un ciervo… y de pronto se escucha el rugido, pero se reconoce en él el canto de un camión que sube la cuesta. Parece que el rugido rompiera con fragor de cristalería el castillo de mi ensueño y me volviera a la realidad. Me doy cuenta entonces de que ha madurado en mí algo que hace mucho tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización (…) Vuelvo al camino y continúa la marcha. A las once o doce llego a la policía caminera y paro un poco a descansar, en eso llega un motociclista con una Harley Davidson nuevecita, me propone llevarme a rastra. Le pregunto la velocidad. “Y, despacio lo puedo llevar a ochenta o noventa”. No, evidentemente ya he aprendido con el costillar la experiencia de que no se puede sobrepasar los cuarenta kilómetros por hora cuando se va a remolque, con la inestabilidad de la carga y en caminos accidentados. Rehúso, y luego de dar las gracias al agente que me convidara con un jarro de café, sigo apurando el tren para llegar a Salta en el día. Tengo por delante doscientos kilómetros todavía. Cuando llego a Rosario de la Frontera hago un encuentro desagradable, de un camión bajan la motocicleta Harley Davidson en la comisaria. Me acerco y pregunto por el conductor. Muerto es la respuesta. Naturalmente el pequeño problema individual que entraña la muerte de este motociclista no alcanza a tocar los resortes de las fibras sensibleras de las multitudes, pero el saber que un hombre va buscando el peligro sin tener siquiera ese vago aspecto heroico que entraña la hazaña pública y a la vuelta de una curva muere sin testigos, hace aparecer a este aventurero desconocido como provisto de un vago “fervor” suicida. Algo que podría tornar interesante el estudio de su personalidad, pero que lo aleja completamente del tema de estas notas.”
Recuerdo una noche volviendo de Salta a Córdoba: soy apenas un niño, mi padre va manejando y levanta a dos mochileros en Loreto, vamos los tres hermanos semidormidos en el asiento trasero, no nos intimida su presencia, mis padres parecen de buen humor, nos vamos durmiendo y uno de ellos saca de su mochila una frazada y nos cubre. Cuando despertamos los viajeros se bajan en una plaza de Alta Córdoba sobre Avenida Fragueiro, saludan alzando las manos. También recuerdo otro viaje, sucede pasados algunos años de la escena anterior: venimos de Córdoba a Jujuy, cruzamos Tucumán de noche, llueve, un retén militar nos detiene, por debajo de la capotas asoman los FAL, mis padres bajan las ventanillas y apoyan desde afuera los caños sobre el vidrio, tengo un terror atroz que puedan saber lo que pensamos de ellos con solo mirarnos a los ojos, nos sometemos a la ritual vejación, nadie adentro dice nada, todos mostramos nuestros documentos.


Continúa el joven Guevara: “Entrada la noche subo la última cuesta y me encuentro frente a la magnifica ciudad de Salta. Debe anotarse el hecho de que da la bienvenida al turista la geométrica rigidez del cementerio. Me presento al hospital y me presento como un estudiante de Medicina medio pato, medio raidista y cansado. Me dan como casa una rural con mullidos asientos y encuentro la cama digna de un rey. Duermo como un lirón hasta las siete de la mañana en que me despiertan para sacar el coche. Llueve torrencialmente y se suspende el viaje. Por la tarde a eso de las dos, para la lluvia y me largo hacia Jujuy, pero a la salida de la ciudad había un enorme barrial provocado por la fortísima precipitación pluvial y me es imposible seguir adelante. Sin embargo consigo un camión y me encuentro con que el conductor es un viejo conocido, él seguirá hasta Campo Santo a buscar cemento yo proseguiré la marcha por el camino llamado La Cornisa. El agua caída se juntaba en arroyitos que bajando de los cerros cruzaban el camino yendo a morir al Mojotoro, que corre al borde del mismo; no era éste un espectáculo tan imponente como el de Salta en el río Juramento, pero su alegre belleza tonifica el espíritu. Luego de separarse de este río, entra el viajero en la verdadera zona de La Cornisa, en donde se enseñoreaba la majestuosa belleza de los cerros empenechados de bosques verdes. Las abras se suceden sin interrupción en el marco del verdor cercano y se ve entre los claros del ramaje el llano visto a través de un anteojo que da otra tonalidad. El follaje mojado inunda el ambiente de frescura, pero no se nota esa humedad penetrante agresiva de Tucumán, sino algo más naturalmente fresco y suave. El encanto de esta tarde me transporta a un mundo de ensueño, un mundo alejado de mi posición actual, pero cuyo camino de retorno yo conocía bien y no estaba cortado por esos abismos de niebla que vuelan a los reinos de los sueños. Hastiado de belleza, como de una indigestión de bombones, llego a la ciudad de Jujuy, molido por dentro y por fuera y deseoso de conocer el valor de la hospitalidad de la provincia. ¿Qué mejor ocasión que este viaje para conocer los hospitales del país? Duermo magníficamente en una de las salas, pero antes debo rendir cuenta de mis conocimientos medicinales; munido de una pinza y un poco de éter me dedico a la apasionante caza de pájaros en la rapada cabeza de un chango. Su quejido monocorde lacera mis oídos como un fino estilete, mientras mi otro yo científico cuenta con indolente codicia el número de mis muertos enemigos. No alcanzo a comprender cómo el negrito de apenas dos años pudo llenarse en esa forma de larvas; es que queriendo hacerlo no sería fácil conseguirlo. Me meto en cama y trato de hacer del insignificante episodio una buena base para mi sueño de paria. El nuevo día me alumbra y me invita a seguir el ronroneo mimoso de mi bicicleta (…) inicio el regreso por el camino del bajo que me lleva a Campo Santo, nada digno de mención sucede en este lapso y sólo es digno de destacar la maravilla del paisaje en la Cuesta del Gallinato, mejor aún las vistas aquí que en La Cornisa, porque se abarca más con la mirada y esto le da un aspecto de grandeza que pierde un poco la otra.”
¿Alguien recuerda a Alberto Burnichón? ¿Qué fue del estudiante aquel que pidió al chofer del Panamericano, que lo bajara en la Salina Grande? ¿Alguien sabe qué fue la vida del flaco de larga melena y lentes que fumaba cigarrillo tras cigarrillo, siempre alegre y pensando? ¿Alguien conoce Cabeza de Buey, donde tiraron sus huesos? ¿Y del camión que se abismó pasando El Cadillal? ¿Alguien recuerda por todos nosotros el lugar donde desbarrancó Ricardo Meyer y su familia? ¿Fue más allá o más acá del Ucumar? ¿Alguien recuerda el camino entrando al pueblo de Pampa Blanca y la esquina donde doblaba la ruta? ¿Recuerdan ese caserón de adobe y piedra? ¿Y de los hindúes bañándose en el río? ¿Y de las camionetas de Zapla ganando la ruta? ¿Saben del alivio de llegar a Ojo de Agua?
Continúa el joven Guevara: “Llego a Salta a las dos de la tarde y paso a visitar a mis amigos del hospital, quienes al saber que hice todo el viaje en un día se maravillaron, y entonces viene la pregunta de uno de ellos. Una pregunta que queda sin contestación porque para eso fue formulada (…) La verdad es que, ¿qué veo yo? Por lo menos no me nutro con las mismas formas que los turistas y me extraña ver en los mapas de propaganda de Jujuy, por ejemplo: el Altar de la Patria, la catedral donde se bendijo la enseña patria, la falla de púlpito y la milagrosa virgencita de Río Blanco, la casa en que fue muerto Lavalle, el Cabildo de la Revolución, etc. No, no se conoce así un pueblo, una forma y una interpretación de la vida, aquello es la lujosa cubierta, pero su alma está reflejada en los enfermos de los hospitales, los asilados en las comisarias o en el peatón ansioso con quién se intima, mientras el Río Grande muestra su crecido cauce turbulento (…) Pero todo esto es muy largo de explicar y quién sabe si sería entendido. Doy las gracias y me dedico a visitar la ciudad que no conocí bien a la ida. Al anochecer me arrimo a la dotación policial que está a la salida de la ciudad y pido permiso para pasar la noche allí. Mi idea es tratar de hacer la parte montañosa en camión para salvarme de esas penosas trepadas en los malos caminos, vadeando ríos y varios arroyos crecidos, pero me desaniman pronto, es muy sabido que es muy difícil que pase un camión, ya que todos pasan temprano para llegar a Tucumán el domingo de mañana. Resignado me pongo a charlar con los agentes y me muestran el famoso Anopheles hembra, en cuerpo presente, el largo animal estilizado y grácil no me hace el efecto de ser el poseedor del terrible flagelo palúdico. La luna llena muestra su exuberancia subtropical, lanzando torrentes de luz plateada que dan una semipenumbra muy agradable, su salida aumenta la verborragia de la gente, quién se explaya sobre consideraciones filosóficas para caer en un cuento de un aparecido: (…) oyó el otro día galope de caballadas y ladridos de perros y salió con la linterna y el revólver y se apostó estratégicamente, pasó nuevamente la caballada acompañándola el ladrido de los perros y tras su bulla, como explicación, apareció un mulo negro de inmensas orejas que parsimoniosamente seguía a la tropa. El coro de ladridos aumentó en intensidad y nuevamente la tropilla escapó ruidosamente. El mulo, indiferente, enderezó con rumbo nuevo y al enorquetarse la luna (…) sintió un frío agudo que le recorría el espinazo. Interrumpió el agente viejo a su compañero con esta sabia sentencia: “Debe ser un ánima que está con el mulo”. Como receta aconsejó la muerte del animal para liberarlo (...) Los tres quedamos pensativos mirando la luna que mostraba toda su magnificencia. La fresca noche salteña se llenó de música de sapos y arrullado por sus cánticos hice un sueñito corto.”
Esta es una síntesis de la mirada retrospectiva que Ernesto Che Guevara, escribiera de su viaje por el norte argentino en 1950. A mediados de 1953, vuelve a pasar por la provincia de Jujuy rumbo a Bolivia junto a su amigo Calica Ferrer, y descansa unos días en La Quiaca; desde allí escribió a un primo suyo al que le vendió unas camisas de seda para financiarse el viaje, el hecho está referido en su diario inédito Otra vez, que conservó su viuda Aleida March. Debió ser conmovedor para el padre el momento aquel en que recuperó los viejos escritos; aún hoy provocan en quién los lee, un ligero desasosiego, una vaporosa melancolía. El biógrafo Jon Lee Anderson, cita mal y abunda en un equívoco sobre estos pasajes guevarianos: a la Virgen de Río Blanco y Paipaya, la entroniza como “de Río Blanco y Pompeya”; y así cuando el joven Che, menciona al Río Grande mostrando su “crecido cauce turbulento”, para el norteamericano es el momento de ajustar la realidad, y cita: “así como el Río Bravo muestra la turbulencia de su crecida desde abajo…”, y persiste en la interpretación de su propia invención: “La enigmática referencia al Río Bravo es significativa: no es uno de los cursos de agua que cruzó durante su viaje sino, desde antaño, la línea divisoria simbólica entre el norte rico y el sur pobre, la frontera entre Estados Unidos y México. Ésta es la primera, vaga noción de una idea que llegaría a obsesionarlo: que Estados Unidos, expresión de la explotación neocolonialista, era en última instancia el culpable de que se perpetuara la situación deplorable que veía entorno”. Así las cosas, su texto sigue en violentas consideraciones sobre un territorio al que no logra captar en toda su extensión y significado. Por lo mismo he querido recordar, más que una odisea, un esforzado paseo en bicicleta tras un sueño vital en una región de lucha. Un recuerdo puesto en palabras para que no se ahogue en la silenciosa ciénaga del olvido; por si llegado el caso, la memoria sea estrategia y la táctica, una página escrita.