El año del coma
de Soledad Vargas
Museo Histórico
Universidad Nacional de Salta
Universidad Nacional de Salta
24 de octubre de 2025
Ahora que descubrimos que hay vida detrás de un poema, leemos los versos de
Soledad Vargas como si fueran una invocación de mitos personales que nos
ilustran sobre el dolor y el diálogo con el ser en la boca de la herida, un
decir sobre la pérdida en el corazón de la existencia.
Salta o Córdoba como inquietante telón de fondo sobre el que se sigue el curso de un daño, ciudades que registran
en la biografía de la poeta un ligero movimiento telúrico. El único paisaje que
admite la poesía de Soledad es el interior, si es que tal interioridad fuera
posible sino como una sensible envoltura verbal de la aventura poética que nos
ahueca.
El dolor entonces en el
centro del acontecimiento, la cita de Alexandra Kohan ilumina, se refiere a un tiempo que
corre de un dolor a otro, de la suspensión hasta una nueva irrupción inesperada; lectura posible, no sólo a lo largo de “El año del coma” sino del conjunto de
su obra publicada, “Nosotros nos fuimos antes” y “Las mejores pérdidas”. Léase
entonces a Soledad Vargas como a una poeta con una inteligencia artística que
trabaja en el registro continuamente improvisado de la vida misma.
Es fácil decir que asume riesgos
artísticos cuando no es la propia piel la que resiste y sostiene la gravedad
del suicida o la realización ética que es sostener con vida la obra propia.
Todos los poemas de
Soledad se detienen en el tiempo de la carne; a veces, en la lectura, algún
verso pasa recordando que también puede ser como el desprendimiento de un sueño.
Esta poeta confesional, no
es triste, pero posee la melancolía necesaria para conmover y dar continuidad a
sus ideas. Ante todo, hay experiencia, no hay archivos.
Acá, en la llanura del daño, en la quietud del poema, no hay
historia, hay una dulce ablación y un golpe tras otro que registra borrosamente
la continuidad de la llanura.
La poeta descubre en un
acto la vida, traduce, de la vida al arte tal como cuando jugaba con palabras
del latín o el griego y ya era la niña que pensaba en el verbo. Y es la vida misma, finalmente, la que corre en el deshilvanado hilo de dolor que sostiene esa conmovedora experiencia.
Heroína o víctima, siempre
aturdida, muy consciente de la debilidad y la fragilidad del cuarto de cristal
de los días, realiza un impecable control de daños en sus luctuosas
composiciones.
Dice la poeta:
"La poesía no es
coherente,
está herida de vida."
Y agrega antes o después,
qué más da, es la llanura, y están sus versos como vegas de tristeza en un arenal
de horrores:
“Como si no hubiese ocurrido
la inocente domesticación
de la
vida.”
No hay enseñanza moral en
el sufrimiento del que escribe, hay trauma y memoria en esta poeta.
Su lúcida meditación sobre desoladores acontecimientos nos alerta que la tragedia siempre está dispuesta a
repetirse. Hasta ahí su nihilismo, si se quiere, su deriva política, su ironía.
El costo de la experiencia
es el poema, vendrá o no, no lo sabemos, quizás surja con el siguiente golpe.
A situaciones límites la
poeta ofrece una delicada delicuescencia verbal. Respuesta interior a esta sensación colectiva de desastre inminente.
Esa subjetividad es una carga explosiva para la política que gobierna nuestras
sociedades violentas.
Leyendo a Franz Fanon supe
que Paul Valery escribió, “el lenguaje es un dios extraviado en el cuerpo”. En
sus libros, Varguitas articuló ese dios salvaje en signos de soledad y pensamiento.
Y son sus libros como esos diarios de una niña judía acosada por fuerzas
incomprensibles y que, acorralada en el altillo, aún tiene tiempo para sutiles
aventuras.
Bienvenida a Salta,
graciosa poeta, nuestra siesta profunda la estaba esperando, sabrá, el dolor
aquí es moneda corriente, el ejercicio artístico de la piedad se asume como un
secular imperativo moral, un sistema que valora por igual la pasión y el maltrato.
Bienvenida a casa, Soledad.
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| Fernanda Álvarez Chamale, Soledad Vargas y Alejandro Morandini |



