viernes, 31 de octubre de 2025

presentación




El año del coma

de Soledad Vargas

Museo Histórico
Universidad Nacional de Salta

24 de octubre de 2025






    Ahora que descubrimos que hay vida detrás de un poema, leemos los versos de Soledad Vargas como si fueran una invocación de mitos personales que nos ilustran sobre el dolor y el diálogo con el ser en la boca de la herida, un decir sobre la pérdida en el corazón de la existencia.
    Salta o Córdoba como inquietante telón de fondo sobre el que se sigue el curso de un daño, ciudades que registran en la biografía de la poeta un ligero movimiento telúrico. El único paisaje que admite la poesía de Soledad es el interior, si es que tal interioridad fuera posible sino como una sensible envoltura verbal de la aventura poética que nos ahueca.
    El dolor entonces en el centro del acontecimiento, la cita de Alexandra Kohan ilumina, se refiere a un tiempo que corre de un dolor a otro, de la suspensión hasta una nueva irrupción inesperada; lectura posible, no sólo a lo largo de “El año del coma” sino del conjunto de su obra publicada, “Nosotros nos fuimos antes” y “Las mejores pérdidas”. Léase entonces a Soledad Vargas como a una poeta con una inteligencia artística que trabaja en el registro continuamente improvisado de la vida misma.
    Es fácil decir que asume riesgos artísticos cuando no es la propia piel la que resiste y sostiene la gravedad del suicida o la realización ética que es sostener con vida la obra propia.
    Todos los poemas de Soledad se detienen en el tiempo de la carne; a veces, en la lectura, algún verso pasa recordando que también puede ser como el desprendimiento de un sueño.
    Esta poeta confesional, no es triste, pero posee la melancolía necesaria para conmover y dar continuidad a sus ideas. Ante todo, hay experiencia, no hay archivos.
    Acá, en la llanura del daño, en la quietud del poema, no hay historia, hay una dulce ablación y un golpe tras otro que registra borrosamente la continuidad de la llanura.
    La poeta descubre en un acto la vida, traduce, de la vida al arte tal como cuando jugaba con palabras del latín o el griego y ya era la niña que pensaba en el verbo. Y es la vida misma, finalmente, la que corre en el deshilvanado hilo de dolor que sostiene esa conmovedora experiencia.
    Heroína o víctima, siempre aturdida, muy consciente de la debilidad y la fragilidad del cuarto de cristal de los días, realiza un impecable control de daños en sus luctuosas composiciones.
    Dice la poeta:

    "La poesía no es coherente,
está herida de vida."

    Y agrega antes o después, qué más da, es la llanura, y están sus versos como vegas de tristeza en un arenal de horrores:

    “Como si no hubiese ocurrido
la inocente domesticación
de la vida.”

    No hay enseñanza moral en el sufrimiento del que escribe, hay trauma y memoria en esta poeta.
    Su lúcida meditación sobre desoladores acontecimientos nos alerta que la tragedia siempre está dispuesta a repetirse. Hasta ahí su nihilismo, si se quiere, su deriva política, su ironía.
    El costo de la experiencia es el poema, vendrá o no, no lo sabemos, quizás surja con el siguiente golpe.
    A situaciones límites la poeta ofrece una delicada delicuescencia verbal. Respuesta interior a esta sensación colectiva de desastre inminente. Esa subjetividad es una carga explosiva para la política que gobierna nuestras sociedades violentas.
    Leyendo a Franz Fanon supe que Paul Valery escribió, “el lenguaje es un dios extraviado en el cuerpo”. En sus libros, Varguitas articuló ese dios salvaje en signos de soledad y pensamiento. Y son sus libros como esos diarios de una niña judía acosada por fuerzas incomprensibles y que, acorralada en el altillo, aún tiene tiempo para sutiles aventuras.
    Bienvenida a Salta, graciosa poeta, nuestra siesta profunda la estaba esperando, sabrá, el dolor aquí es moneda corriente, el ejercicio artístico de la piedad se asume como un secular imperativo moral, un sistema que valora por igual la pasión y el maltrato.

    Bienvenida a casa, Soledad.

Fernanda Álvarez Chamale, Soledad Vargas y Alejandro Morandini