La conjunción de estos dos términos,
Vida y Poesía, nos remite a un proyecto, a la fusión de dos cuestiones
inconfundibles. También nos pone en la vía de búsqueda de cierta decencia,
cierta virtud. En los grandes poetas se da como un proyecto ético, que se
realiza sin preámbulos. Se realiza en los héroes de la política porque con ellos
se atan y desatan las cuerdas que sostienen una Nación y son la guía de un Pueblo.
Hay generaciones que lo han intentado
todo y es a uno de estos linajes a la que pertenece la vida y la obra de Pedro
González.
Conocí a Don Pedro en su oficina de
la Galería Buenos Aires apenas comenzado el siglo XXI. Ya el tiempo y la
realización de la obra política de Pedro habían dejado de ser efectivas. Se
dedicaba a la pedagogía, editaba Claves. En sus páginas reunía misceláneas
históricas, escritos políticos, ensayos académicos, entrevistas a poetas y
escritores del norte argentino, publicaba poesía, mucha poesía. Me ofreció
colaborar. Me entregué con pasión a darle contenido al periódico.
Mientras Claves, sin proponérselo, se
acercaba al centro de la gravedad literaria salteña, por peso propio más que
por decisión de su editor, Pedro permitió que ejerciera un procedimiento expresivo
en notas que llamé ensayos. Aquellos eran textos recargados de intuiciones,
emplazados entre observaciones intempestivas y curiosas interpretaciones
hiladas con cierto arte en la combinatoria y el disfraz de opiniones ajenas. Es
decir, que a una improvisación descarada e irresponsable, él la hizo
responsable y moderada. Entregué textos extraños en un estilo irreverente que Pedro no compartía pero alentaba, no tanto a la irreverencia como a que siguiera en
la práctica de la escritura. Si con Claves tuvo algún plan en relación a mi
escritura pienso que, serenamente, me condujo a que no cayera en la
complacencia habitual del escritor de provincias.
Por más de quince años frecuenté su
compañía. Escuché atento su conversación de doctrina. Su conocimiento de la
Historia y la Poesía hacían del diálogo un sistema afable de ironías, erudición
y corrosiva gravedad moral. En su mesa del Bar Tobías se daban cita en torno a su
amable e inteligente conversación, intelectuales y políticos, yo concurría como
invitado a esas tertulias, aquello fue un privilegio. Defender al peronismo de
la mordacidad de los presentes era su especialidad, emocionarse con el recuerdo
de unos versos de Martí o Lugones era la culminación de una digresión literaria
de la que todos salíamos maravillados y mejorados. ¡Que la leyenda y la
inconsistencia del periodismo nos preserven a Pedro de la exposición y de la
injusticia de los medios! No creo oportuno la exaltación en metáforas
sentimentales para hablar de Pedro González. No quiero faltar el respeto
cosificándolo en la polvosa galería de personajes salteños, el ruinoso corredor
que oculta bajo engañosos panegíricos el método de un intelectual y la acción
de un militante político-cultural. Porque así es como yo lo vi. Así es como
sentí la compañía de este hombre cuyo pensamiento no divagaba y que buscó
provocar en el otro un acto y una idea útil.
Siempre me decía que estaba releyendo
a Nietzsche. Yo le decía que releía a Joyce. Pedro tenía una forma muy interesante de
leer a Joyce, leía en su prosa una forma de revertir la situación colonial en
el lenguaje, un incierto humanismo y una formidable operación enciclopédica para
conservar belleza. Me permitió publicar en su revista una traducción de Chamber Music
y algún artículo sobre el ardid joyceano. Valoraba las palabras de Stephen al
final del Retrato del artista adolescente: “Voy a forjar en la fragua de mi
alma el espíritu increado de mi raza…con silencio, destierro y astucia…”. La juzgaba
una fórmula posible para pensar la literatura. Nunca pude advertirle del fragmento
de Engels sobre el porvenir revolucionario irlandés, que quizás descansaba en
la vieja lengua campesina que parodia a Shakespeare con católica mansedumbre. Cuando
encontré la cita, Pedro ya no aparecía por el bar.
¿La Odisea enmascarada tras una
jornada intrascendente en Dublín, o una jornada intrascendente enmascarada como odisea? ¿Cuál preferimos, el Joyce lírico o el satírico?
Fue en Tobías donde conocí a Joaquín
Giannuzzi. Don Pedro bebía su habitual fernet con soda que Daniel, al final de
los años, le servía sin preguntar. Joaquín sorbía despaciosamente un Gancia,
inmediatamente me pidió que no tuviera escrúpulos en la conversación. Aquellos encuentros
fueron fabulosos. Las reuniones no podían ser más entretenidas, sólo se hablaba
de Historia y Poesía. Un comentario al pasar, alguna observación pueril
disparaba la charla. Joaquín reducía todo a literatura. Nos encontrábamos a
media mañana en el bar del Hotel Regidor. Si la conversación estaba entretenida
podíamos pasar a Tobías o continuar en algún restaurante. La agudeza y la
memoria se expresaban con azarosa y elegante destreza. Joaquín citaba a Dante
y al terminar decía no saber nada de italiano. Pedro, que tampoco conocía la
lengua, corregía amorosamente. También citaban en francés. Compartían el cinismo porteño, la erudición y el peronismo. En esa mesa aprendí, finalmente,
el trato que debe dispensarse al poeta. Pedro acompañó a Joaquín en las noches
aciagas de la terapia intensiva. Se referían con sentida emoción a Libertad
Demitrópulos.
Don Pedro fue seguidor de San
Lorenzo, afición que nunca comprendí y atribuí a su cultura citadina. Había
algo ahí en esa adhesión que era como una opción por los pobres, de mucho
orgullo. Jorge Bergoglio, también la comparte. Es curioso que ambos personajes
se conocieran en las visitas del cura a Salta. La llegada al papado del jesuita
reconfortó a Don Pedro, de alguna manera supo que la conducción política del Pueblo
de su Nación estaba garantizado. Fue testigo del ascenso y el posterior declive
de Fidel Castro. Del retorno de Juan Domingo Perón. Celebró la llega del chavismo, de Evo y de Pepe Mujica al poder. Recomendaba releer la Carta de Jamaica, de Simón Bolívar. Cifraba el
futuro en algunas claves literarias y políticas. Nunca pude saber si fue
discípulo de Leonardo Castellani. La tradición en él se daba como algo puro,
eso quiero decir.
La sensibilidad para la belleza y
para percibir el dolor del pueblo lo afectaba desde joven. Todo parece indicar
que en algún momento de su juventud fue alumno de abogacía y también de la
facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Como jugador
de ajedrez frecuentaba el Café Rex, el mismo del que fuera habitué Witold
Gombrowicz. Se crió entre inmigrantes españoles. En la carestía se educó en el
seno de una generación que luchó y guió a las multitudes. A veces, haciendo
un alto en la conversación, y si tenía que subrayar una anécdota de sus tíos o
unos versos castizos, decía, las virtudes son de la clase y los defectos del
sistema. Había mucha picardía en su mirada a pesar de ser un hombre que
comprendía muy bien la naturaleza del Poder. Había temas referidos a la suerte
política de la Nación que trataba con reserva. Tenía un seudónimo para su
columna de opinión dentro del periódico, Santiago Rebollero, quién en diciembre de 2001 anotaba
cosas como estas: La Nación es un proyecto de vida en
común, no una factoría para enriquecer a los menos. El trabajo va a ser difícil
y no está garantizado por el éxito, pero es el único camino posible. “Creer, he
allí toda la magia de la vida”, decía Raúl Scalabrini Ortíz, a quién no podemos
dejar de invocar en esta dura hora de los argentinos."
Citaba a Luis Franco, hablaba de un puro nosotros.
No creo ser la persona indicada para
hablar de la amistad de Pedro González con J. Armando Caro y Francisco Álvarez
Leguizamón. Sólo puedo dar fe que la mesa del bar donde se sentaba Pedro,
estaba presidida por los fantasmas de sus amigos. Muy rara vez, y hacia al
atardecer, cuando el peso de los recuerdos y de la memoria literaria se diluía
en vinos lentos, frases aisladas o simples asonancias o cuando ya el corazón se
quedaba mudo, hastiado de versos, Pedro se lamentaba, decía, de lo único que me
lamento en esta vida es no haber llegado a ser alguien tan bueno como Jacobo
Regen.
El último autor del que hablamos fue
César Aira. Creo que a Pedro le fascinó el humor y la inventiva, la
prodigiosa habilidad para tejer historias y darle voz propia a sus personajes.
No llegó a leer Bob Chow. Sin prejuicios, Don Pedro podía absorber y gozar de
la buena literatura así la escribiera un autor ubicado en el otro extremo de
sus ideas políticas. Por quién no sentía mucho aprecio era por Fogwill. Lo
entiendo, a mí aún hoy me cuesta digerirlo. De los poetas tenía un panorama
amplio y, si bien sus gustos eran por los de lengua castellana de siglos
pasados, estaba al tanto y alentaba la lectura de los escritores
contemporáneos. Admiraba a Cucurto y a Rubio, por ejemplo. Tenía aversión por
los surrealistas, principalmente por Bretón. No me equivoco si digo que su
última lectura intensa de autor fue Roberto Bolaño, tenía sus simpatías por la tropa de
los visceralistas; leía en esa literatura el contraste violento de lo real
sobre el ya bochornoso realismo mágico. Detrás de su pasión por la poesía se
escondía un respeto por la lengua y el pasado. Creo que siempre tuvo
preferencias por lo clásico. Veía con escepticismo el futuro, -¡quién no!- Confiaba
en el amor por la lengua. Sin dudas Aira y Saer le resultaban más interesantes
que Piglia. Entiendo que para Pedro, vanguardia siempre fue Roberto Arlt. La
última artista que admiró en su Salta adoptiva fue a Lucrecia Martel por su impecable obra visual y exquisitamente sonora.
Conocía algunas anécdotas del
Colorado Ramos en el exilio boliviano; cierta vez me recomendó un ensayo sobre
la función del ají en la cocina andina escrito por Don Jorge Abelardo. Perseguido
durante el Proceso, se reunió con jerarcas de la dictadura para pedir por la
libertad de la ex presidenta. Conoció a John William Cooke y a su legendaria
esposa, Alicia Eguren. Estuvo detenido por la causa que resultó de la caída del
EGP en el monte oranense, la fracasada experiencia guerrillera no contó con su
simpatía y se enfadó con el libro de Gabriel Rot que lo involucraba. Tengo para
mí que la experiencia del EGP incluso en su negatividad y con el tiempo, habría
que juzgarla como necesaria. Alguna vez me preguntó si me habían pintado los
dedos, le dije la verdad, nunca. Desconfiaba de los periodistas salteños, tenía
la sospecha de que algunos eran informantes, yo compartía y comparto esa
inquietud. Fue asesor del exgobernador Hernán Cornejo. Se reunió con Perón
varias veces. Estuvo en Puerta de Hierro. Trajo al país las famosas cintas que
rodara Pino Solanas en sus entrevistas con el líder exiliado. Estaba en la
Quinta de Olivos cuando falleció Perón.
Alguna vez Teuco Castilla me dijo que
leyó poemas de Pedro González, que hasta donde sé, continúan inéditos. Me
dijo que eran buenos. No tengo dudas que deben ser muy buenos. Sé que durante
un tiempo fue deseo de Pedro que Gregorio Caro Figueroa escribiera una Historia
Social de Salta, y pensó que quizás yo podía retomar la idea de escribir una
Historia del Movimiento Obrero Salteño. Me pidió durante años una biografía del
dirigente sindical y ex vicegobernador de la provincia, Olivio Ríos. No cumplí
con su pedido. Compartíamos el mismo gusto por la literatura boliviana. Por él
conocí a Franz Tamayo, y tuve la dicha de sorprenderlo con Jaime Sáenz. Decía que
no había que entregar el legado de Sarmiento a los liberales; era, por
supuesto, antimitrista. Admiró a Borges, se divertía con su antiperonismo,
consideraba que la madre de Borges era la auténtica traductora de muchas obras
que Borges firmó como propias.
El poeta nace cuando el sujeto da
cuenta que la lengua y con ella las cosas humanas están en peligro y
decide que sus versos vendrían a recomponer el sentido de la vida. Esa parece haber
sido la prosodia heroica elegida por Pedro, y es lo que se sentía a su lado. Por
él conocí una extraña traducción de Macbeth hecha por León Felipe. Y ahora que
invoco la prosodia heroica y a Felipe, hacia el final de esta semblanza hecha
de anécdotas y nombres propios que en larga metonimia se hilaron para comprensión
de una vida, y que finalizaré con torpeza o tristeza, ya afectado por aquella misma vieja
inquietud de saber si esta vida aquí reseñada, no es más que otro cuento
contado por un idiota lleno de furia y estrépito.
publicado en el N° 247 de la revista CLAVES
Salta, marzo de 2017
Salta, marzo de 2017