Vivimos una época que
siente fascinación por lo raro. Una época que vuelve sobre lo olvidado y lo
inadvertido; una época que se toma muy en serio lo escaso, lo lateral, lo
subjuntivo. Un momento de nuestra historia literaria que valora lo hipotético,
un tiempo que finalmente goza con las probabilidades y se regodea con el
imperio de lo apenas posible. La seducción que produce la historiografía en ese
sentido, se parece mucho al encanto de la fosa abierta para confirmar lo obvio
de los restos de Cervantes o la inútil reedición de los Evangelios Apócrifos.
En 1896, Rubén Darío
publica en Buenos Aires, Los Raros, una
serie de semblanzas sobre Martí, Poe y Verlaine, entre otros admirados, aparecidas
primero en La Nación y luego volcadas a libro. Esa selección se afirmaba en
aquellos que se oponían a cierta tradición dominante, a un canon labrado en la
emergencia de la flamante burguesía parisina. La selección era una estrategia
frente a la tradición, una estética que operaba por descarte, una reunión que
alumbrara autores ajenos al orden.
En la actualidad hay
una ausencia de tradición, o mejor dicho, hay una tradición que ya no produce
efecto. Ya no se distingue una raíz, sino la multiplicidad del rizoma. Ahora es
uso y costumbre lo complejo y lo diverso. Asistimos a la ausencia de una
tradición literaria que nos garantice una verdad,
o al menos un modo más o menos cierto de cómo encarar los asuntos literarios. ¿En
la actualidad, cómo leer la siempre tan previsible literatura salteña, tan
cómoda a la hora de establecer regularidades y fijar prioridades, ahora que
muchos de sus preceptos huelen a metáfora muerta y su canon, si es que tamaña
cosa fue posible en la aldea, es apenas la alegoría de las oportunas ambiciones,
de las inquietas filiaciones y la no menos inescrupulosa, intervención estatal?
Ahora que todo es raro,
llamaremos raros o libros raros a todos aquellos que la crítica ha ignorado;
los vilipendiados por las estructuras legitimadoras, considerando que estas
muchas veces no han sido más que el triste despacho de un ministerio, el
frenesí de una cátedra o la soberbia de una mesa de amigotes sobreexcitados. También
llamaremos raras a aquellas producciones desconocidas por el público no
especializado o que los refritos académicos o periodísticos señalan al autor
como al pasar, “al mismo tiempo y por aquella época” o con más crueldad, el
categórico, “por otra parte…”.
Por su extraña belleza,
por su distopía estética o intelectual, por su disonancia con la época de
producción o porque sencillamente desbordan los límites del género al cual se
pretendió atarlos, es que vale la pena preguntarse qué lugar o en cuál rama de
la naturaleza literaria ubicar los trabajos de Salvadro Baratieri, Maíz Pérez
o Sergio Teseyra. ¿Dónde ubicar las
indagaciones estéticas de Hernán Ulm,
Federico Cossio o Francisco Álvarez
Leguizamón en su “Clave de Libertad”,
o los análisis socio-historiográficos de “Poder
y salteñidad” de Sonia Álvarez y
de la “Historia de la gente decente”
de Gregorio Caro Figueroa, por
cierto, libro tantas veces barajado en tertulias o cátedras y tan pocas veces
visto y consultado? ¿Dónde, “Isis o de
la literatura salteña” de Roberto
García Pinto o el ubicuo “Poetas y prosistas
salteños” de Walter Adet?
Porque
raro no sólo es lo ignorado sino también lo mal leído, así como lo consagrado y
tantas veces repasado sin preguntarse demasiado si son antologías o ensayos o
entusiastas ejercicios de disciplina intelectual. ¿Cómo leer aquellos títulos que
no llegaron a libro y que poseen toda la potencia para ser, como la libreta o diario
del capitán cubano Hermes Peña, borroneados
en la campaña de la guerrilla en Orán, o las plaquetas de versos satíricos de Juan Carlos Dávalos firmadas como Quiscoloro y Motolina, o aquellos otros versos reunidos para homenajear a la
luna en 1969 en una publicación limitada para consumo de poetas celebrando la
llegada del hombre al satélite? ¿Cómo, aquellas novelas que son cantos al
trabajo y al trabajador rebelde, porque toda literatura que se precie de tal en
estas tierras se escribe con la pasión de la rebeldía, como “Derrumbe” de Espeche Cano, apenas mencionado en el manual de Adet, o el “Mi tierra” de Miguel Villanueva, donde los campesinos hablan como si fueran
personajes de Máximo Gorki y sin
embargo son campesinos rebeldes del sur de Salta, o el enigmático “La Cantera” de Yañez. ¿Qué cátedra prestara atención a las lúcidas novelas de Néstor Saavedra como “El señor gobernador y la insurrección”
o mejor aún, porque es contemporáneo de la aventura y la zozobra heroica, su “Los guerrilleros”, o el entrañable “Las vueltas del perro”, de Santos Vergara?
La lista es larga,
triste y desesperada porque a medida que uno nombra y repasa no puede dejar de
pensar en la perversa manipulación que se han hecho de algunos textos, de la
censura deliberada o a veces sólo activada por la ignorancia o la soberbia más
que por el conocimiento que conduce y enseña. Uno no pude dejar de pensar en “Niebla en las abras” de Moisés Zevi, “Donde los hombres mueren riendo”, de Carlos Barbarán Alvarado, o los textos múltiples del polígrafo Ciro Torres López, o del desgraciado poeta
Ángel Zapata; la poesía de María Angélica de la Paz Lezcano -¡La fiesta del tomate!- y Mercedes Clelia Sandoval; “El crimen del opa Tintila” de Pablo Fortuny, los “Falsos recuerdos” de Daniel
Martín, los cuentos dispersos del Dr.
Gustavo “Cuchi” Leguizamón, las novelas de Francisco Zamora y las notas dispersas en diarios de Federico Gauffín o Julio Espinoza, por cierto “El
hombre de barro”, ¡qué libro tan raro! nunca consultado, nunca considerado
y si se quiere, condenado al anonimato por el propio autor para beneplácito de
los mediocres.
Ahora que la propia
literatura suena a palabra inquietante o le sirve a alguno para ubicarse en un
puesto público o sacar provecho económico de la belleza ajena, quizás valga la
pena repasar todos estos escritos olvidados dejados al margen y quitados de
toda centralidad ¡He ahí la consagración de lo excéntrico!
Joaquín
Castellanos, tuvo su libro raro, ¿qué es sino “Cautivo”? prefiguración del poeta
militante ¿y la respuesta de Dávalos para defenestrar al gobernador-poeta con
su “Águila Renga”? prefiguración de
la opereta y de ciertas operías político-literarias ¿fue ese el propósito de la
maniobra davaliana?
Es evidente que no toda
la literatura ha gozado de la luz de la atención y no todo lo escrito transita
siempre la lectura consagratoria pero será necesario repasar las nóminas y
desempolvar los archivos, no vaya a ser que alguno pretenda corregir al padre o
inventar el cero. Habrá que trazar nuevos mapas de lecturas, no tanto con ánimo
de escrutar lo incierto o lo alternativo como de vindicar belleza, porque por
estos días la belleza sola también tiene necesidad de decir su verdad.
“Nos gustan los raros,
los excéntricos”, parece decir la época; de ellos, de los descentrados será el
reino de la crítica futura y tendrán como corona la promesa constante de la consagración.
Lo anómalo, lo rebelde, el caos -oh el caos ¿cómo temerle al caos?- nos seduce. Nos gustan los incorregibles, los
inasibles. Ellos serán nuestras lecturas más íntimas, porque el lector será el
protagonista de la renovada transgresión. ¡Leer ya es una transgresión! El
lector futuro también querrá ser parte de lo extraordinario y de lo original, porque
el lector será el nuevo maldito el más raro protagonista de la literatura por
venir.
texto publicado en el periódico cultural CLAVES de la ciudad de Salta, noviembre de 2015
texto publicado en el periódico cultural CLAVES de la ciudad de Salta, noviembre de 2015