Todos los poetas son Judíos.
Paul Celan
Este
documento reúne tres prólogos escritos por el poeta Jacobo Regen, (Salta, 1935
– 2019), para otros tantos libros, a saber, Obra Poética de Julio César
Luzzatto [1984]; Obras Completas de Raúl Galán [1997] y Obras
Literarias de Joaquín Castellanos [2000].
Las
reflexiones de un poeta sobre la lengua siempre serán de especial interés y
cuidado en la formación de las culturas y en la evolución de la literatura. La
belleza de un poeta no sólo está en los versos que ofrece, sino también en sus
meditaciones, en cómo lee y en la agitación que experimenta su punto de vista
cuando repasa otra manifestación poética. Son los propios argumentos estéticos los
que se revelan en esa observación de versos ajenos.
En
Jacobo Regen prologuista, la cruda escena del párrafo se sobrepone al lacerante
poder de sus versos. Sus estudios lo llevan al exilio de la noche, al riesgo de
una nudosa introspección o al trabajo sobre sus propios textos, en una
corrección que sabemos descarnada.
De una obra en verso que es testimonio de la
gravedad y de la luz, surge esta prosa concisa en el repaso de ausencias y
ruinas que dejan títulos fundamentales para entender la región poética. El filo
de su lengua hace lo que precisa, un poco de azogue o tierra según las
necesidades de la conciencia examinadora.
Sus
notas no se van a desviar de lo biográfico ni de la valoración estilística de
los poetas analizados. No deja de sorprender la mansa y tenaz decisión del
poeta en pensar la lengua con la que se expresa, poseído por la terrible
necesidad de poblar con ideas las ideas de la poesía; como si la poesía no
pudiese quedar librada al azar de las lecturas y la aguardase fija una prosa
que la descifra, produce párrafos impecables para comprender las obras de Luzzatto,
Galán y Castellanos.
En Luzzatto
observa un trabajo de orfebrería, recuerda que tenía una dedicación y compromiso
con su arte que muchas veces lo apartaban del mundo; de ese extrañamiento y
voluntario ostracismo Jacobo compone una metáfora que, por cierto, es su
delicado oficio: “Pero todo silencio esconde una latente vibración de viento
atrincherado en su caverna”. Nos informa que la palabra de Luzzatto le llegaba
de tarde en tarde, “como tatuada a punta de cuchillo”. Define a su Güemes y
otros cantares como una obra magna incomparable donde confluyen lo social y
lo épico. Puede leerse en este prólogo cómo Jacobo entiende cuál es la función
social de la prosa, y nos deja la inquietante idea de que la prosa funda
razones y articula argumentaciones que los pueblos hacen comprensibles para
glosar sus epopeyas.
Con
Galán sostiene un diálogo íntimo, como si tuviera la intención de abordar algo
que va más allá de la admiración por el jujeño. Quizás descubra en Galán la
propia vocación, la pertenencia a servir bajo la misma divisa poética en la
fila de la legión de los sensibles. “Porque es heroico rescatar su imagen
hundida en los paisajes del recuerdo”, se justifica. Habla de recobrar el germen de la percepción,
traducir lo que esa carne sensitiva comienza a percibir al separarse de su
madre. Admira la lucidez y la nota amarga, la “patética desesperanza” que
observara Czeslaw Milosz. Esta curiosidad no es menor en la consideración del
poeta, a Jacobo le bastó una madre y una lengua, en medio de un sistema
literario que reclama un padre al final de cada verso.
Con Castellanos,
Salta conoce por primera vez una voluntad literaria. Es la leyenda de ese “país
reciente” que Jacobo capta con percepción histórica. Castellanos es un poeta
épico y su obra poética no deja de interpretarse como un ineludible reclamo social.
Jacobo lee en El Borracho la cifra de una literatura. La prolífica obra
artística de Castellanos absorbe estilos, temas y otros elementos formales que
componen aquel extenso poema. Advierte que el poema nos deja atónitos ante el padecimiento
moral de su protagonista. Admira más que la precisión de los endecasílabos, el
estrago del héroe. En el escrutinio de una obra concluida y anclada en el
tiempo aún encuentra matices y vestigios de esa voluntad que justifican el
monumento, y ofrece generosamente su escrito para un mayor provecho de esos
libros. Con mucha discreción, apenas se permite una línea jocosa, conoce el
valor profundo de la imbatible prosa.
Sus
observaciones no buscan posicionarse en idealizaciones ociosas. Tiene silogismos
deliciosos para cada plato de la balanza. Encuentra el equilibrio en humildes y poderosas
oraciones, claras y transparentes como sus composiciones versificadas; traza
definitivos y ecuánimes panoramas sobre los autores abordados. En sus versos
esa vertical equidistancia es la construcción ética que regirá su vida. Deberán
creerle. Tajo y abismo definen el calado de la experiencia, la profundidad de
la desesperación marcará la medida de lo justo. Si en versos expresa emoción e
inestabilidad, en la prosa es toda conciencia literaria. Si su poesía persigue
la revelación de un sentido, su prosa es memoria digna.
En un
lenguaje límpido sus versos descubren prolijos desdoblamientos y cierta severa
e ineluctable disposición de las cosas. En prosa, su exposición es igualmente impecable.
Un análisis despojado de consideraciones morales, que exalta todas las virtudes
y repasa los aciertos. Siempre en él, lectura y examen.
Como
poeta fue un filósofo breve, dio testimonio de un niño que descubre
tempranamente el desaliento. Percibe que habita un destino equivocado, en el agónico
coloquio con la madre descubre su soledad y en la percepción metafórica del
mundo descubre que nunca hay nadie. Las palabras agregan algo bello y legítimo
al planeta, sin embargo, siempre hay nada. Como dijo Michaux de Celan: “lo que
era grave, en él era demasiado grave”.
En el
rostro de Jacobo se dibujaba la inocencia y el malestar de un niño. En la
búsqueda de un lenguaje propio, puso un puñado de versos sobre la mesa que son
pura iluminación y revelación del dolor.
Todo
poeta es judío en tanto habita la lengua con la misma inquietud que el judío
transita la vida. Edmond Jabés lo dice mejor, “Os he hablado de la dificultad
de ser judío, que es la misma dificultad de escribir; pues el judaísmo y el
acto de escribir suponen la misma espera, la misma esperanza, el mismo desgaste”.
El templo de la lengua le dio a Regen todos sus hermanos, la familia de la
errancia y los ritos de consagración. La poesía es su patria, estos prólogos
reunidos fueron una tarea excepcional.
En
Jacobo se funden muchas tradiciones y una época, hay una hazaña en la tarea que
se ha impuesto, no traicionarse, transitar la lejanía que lo aleja de las
cosas. Apoyado en el verso libre y
breve, cultivó el símbolo y la metáfora, adjetivó con economía de nocturno
nihilista. Debió ser descomunal ser Jacobo Regen y andar cargando una poesía
con unas alas enormes. Gozó de la vanidad de los solitarios, resolvió en tres
libros su lugar en la existencia, y con otras tantas reuniones de su obra, que
completaba con nuevos y circunstanciales poemas, igualmente agónicos y de una estricta
clarividencia.
La
noche que conocí a Jacobo, no lo descubrí sereno ni cándido, estaba devastado sobre
la mesa de un bar ahogando las penas por la muerte reciente de un amigo. Yo
venía de Córdoba con un encargo, traía libros para el poeta. Así es que ahí
estábamos los dos por primera vez frente a frente, vino por medio, él de duelo
y yo aturdido con sus intempestivas confesiones y sus copiosas citas de poetas
interminables. Radicado definitivamente en Salta, nos llamábamos por teléfono y
nos citábamos en bares en los que rara vez coincidíamos. Decía que mi nombre
era un seudónimo, acostumbraba llamarme Alexis, al igual que mi madre en la
intimidad. Sentíamos la misma admiración por Rilke, Milosz, Dávalos. Siempre que
nos encontrábamos me preguntaba qué estaba leyendo. No fui amigo de sus amigos
y mis amigos tampoco fueron los suyos, así es que debimos rebuscárnosla a solas;
con la poesía en vilo, en la complicidad de la noche, caminábamos por su barrio
que era el de mis abuelos, hablando sobre el origen de alguna palabra o comentando
los versos de algún poeta polaco para saber finalmente que no teníamos mucho más
qué contarnos y entonces nos despedíamos displicentemente.
Alejandro
Morandini
TRES PRÓLOGOS DE JACOBO REGEN
Prólogo[1]
Dos libros
de poemas, publicados muy espaciadamente, bastan para que el nombre de Julio
César Luzzatto tenga ya una estatura inconmovible en las letras salteñas.
Hace mucho
que vive en Buenos Aires, donde -al igual que aquí- ejerció el periodismo. Pero
Salta es en él una presencia visceral y a ella vuelve siempre a través de sus
versos y, en alguna ocasión, de cuerpo entero.
Nacido en esta ciudad el 9 de agosto de 1915, su consagración literaria se remonta al año 1935 cuando obtiene el primer premio en los juegos florales de la primavera ante un jurado que integraban Juan Carlos Dávalos, Juan Guzmán Cruchaga, Mariano Coll y David Saravia Castro.
Con Letras
minúsculas (1938), símbolo tal vez de su orgullosa modestia, irrumpe
nítidamente en el ámbito de la lírica lugareña.
En 1944 la
revista “Substancia”, de Tucumán, convoca a un concurso en el que Luzzatto es
distinguido con el máximo galardón por su “Poema a Diego de Rojas, descubridor
del Norte Argentino”. En esa oportunidad recibe la medalla de oro instituida
por la Comisión Nacional de Cultura.
Poeta
recatado y pudoroso, “vive sin hacer señas ni hacer ruido”, como decía de sí
mismo Enrique Banchs. Lo que en otros pudiera confundirse con una ociosa
deserción, en Luzzatto es tenaz autocrítica: una severidad insobornable que,
ensañada en sí misma, a veces puede parecernos cruel. Pero todo silencio
esconde una latente vibración de viento atrincherado en su caverna. Por eso, al
despuntar de tarde en tarde, su palabra nos llega como tatuada a punta de
cuchillo. “Agua que serenó barro de Andújar”, dijo un viejo poeta español
recordando los filtros de una remota alfarería.
El segundo
libro, Güemes y otros cantares (1964), se divide en tres partes. La
primera de ellas, integrada por dieciséis romances, es la experiencia lírica
integral más trascendente que ha suscitado la figura del gran guerrero de la
Independencia. En su contexto los ingredientes épicos quedan como diluidos,
transfigurados por la visión interior del poeta que, tomándolos sólo como punto
de obligada referencia, les infunde otra dimensión a través de una alquimia
metafórica cargada de emotividad y de genuina admiración. Es una obra magna a
la que difícilmente pueda hallársele parangón en las letras de Salta y del
país. Si nos esforzamos en compararla con alguna creación próxima en temple y
en espíritu, será preciso recurrir a dos notables precedentes de pura cepa
española: “La tierra de Alvargonzález”, de Antonio Machado, y el Romancero
gitano, de Federico García Lorca. Con aquella comparte el desarrollo de una
historia que en Machado se tiñe de trágicos designios y no deja resquicio a la
esperanza; el Güemes de Luzzatto tiene, en cambio, brechas por donde
filtran los destellos de una gloria suprema que la muerte rubrica y engrandece:
Los
cóndores enlutaron
el día
con su plumaje.
Cada
aurora, en la montaña,
ha de
enarbolar su sangre.
En cuanto
al Romancero de García Lorca, su mención no es gratuita porque esta obra
de Luzzatto muestra la impronta de ese mundo mágico, veteado de fulgores
repentinos, que el poeta andaluz conduce al límite de lo fantasmagórico. Tomo
casi al azar algunas líneas del romance “Carga gaucha en el río” que evidencian
un claro parentesco expresivo:
Contra
la proa de hierro
chocaron
proas de sangre.
Y ante
los nuevos tritones
cabalgados
en la nave,
se
estremece el mascarón
curado
de tempestades.
Lo que
confiere plena identidad a los romances de Güemes es la asimilación de
elementos vernáculos a un mensaje de tono universal, así como el sentido de
denuncia -donde confluyen lo social y lo épico- contra el sojuzgamiento de su
pueblo y la traición de propios y de extraños. Estos intentan abatirlo ante la
perspectiva muy cercana de un resquebrajamiento del orden colonial. Luzzatto
reivindica el “Fuero Gaucho” proclamado por Güemes y reclama justicia para
aquellos condenados a vivir como parias en su tierra, mientras las crónicas
idílicas adornan su intemperie con la aureola de una harapienta libertad. Aquí
su voz asume un acento dramático y rebelde, en que la altanería y la iracundia
brotan de las entrañas de una fraterna solidaridad:
Ya
derrocaron a Güemes
los
señores poderosos.
Esos
acuñan el mundo
en el
aro del monóculo.
Los
nostálgicos del Rey,
que a la
Patria niegan su oro,
mientras
el pueblo en su sangre
da sus
únicos ahorros.
La
tierra del señorío
ruge de
aguas y de toros,
como
dolida de estar
en las
manos de unos pocos.
Por
soñar en esta tierra
un lugar
para los criollos,
se
desata sobre Güemes
el
aullido de los lobos.
¿Precisaran
esos gauchos
un hilo
de territorio?
Precursora
del Güemes de Luzzato es la obra dramática de Dávalos La tierra en
armas. Pero en ésta lo épico resalta con un énfasis que Luzzatto atempera
en sus imágenes vertebradas con remansado asombro.
Coplas de
intencionada y cándida frescura y una serie de impecables sonetos -algunos de
ellos rotundamente antológicos- enriquecen el libro. En éstos se consuma su
condición de lírico absoluto y en aquellas su espíritu se explaya, con gracia
singular, por las variantes de lo descriptivo, amatorio y picaresco. Algunas de
estas coplas y cantares han adquirido ya salvoconducto para ese anonimato que
Manuel Machado conceptuaba como el más alto reconocimiento a una creación
poética. Citaré sólo dos:
Quebrada
de Cafayate,
toda
roca, roca en flor.
Jamás he
visto una piedra
con más
imaginación.
Cuando
se muere el quirquincho
a mejor
vida se va.
Siendo
caja de un charango
se pasa
oyendo cantar.
En
colaboración con Esteban Rey, escribió Luzzatto una evocación histórica
titulada El romance del llanero y mantiene inéditas dos obras de teatro
(en verso) y una semblanza biográfica de don Juan Carlos Dávalos en la que
rememora sus ya lejanos días salteños y su entrañable amistad con el gran
creador de “El viento blanco”.
Vigencia
de Raúl Galán[2]
La obra de
Raúl Galán (Ledesma, Jujuy, 1913 – Baradero, Provincia de Buenos Aires, 1963)
está vertebrada por tres libros fundamentales, publicados en vida del autor: Se
me ha perdido una niña, Carne de tierra y Ahora o Nunca. Otras obras
del autor jujeño, surgidas al conjuro de múltiples motivaciones (Canto a
Jujuy, Canción para seducir a un ángel y numerosos poemas recogidos
póstumamente) tienen una innegable coherencia de conjunto y contribuyen a
darnos una imagen más íntegra y circunstanciada de su quehacer literario.
En ese
sentido son esclarecedores sus ensayos y narraciones. Entre los primeros
reviste especial importancia Raíz y misterio de la poesía, donde galán
testimonia su constante preocupación por los enigmas de la creación artística y
enuncia, tras un extenso recorrido a lo largo de esta problemática, su
orgullosa y humilde estética personal.
Afirma
Galán que “la poesía viene a ser, en su más esencial verdad, la confidencia
elocuente del asombro”. Y agrega: “El valor de esa conferencia dependerá
de la capacidad de admirarse que posea el poeta, de su sensibilidad para
responder a los estímulos de ese mundo que lo hace vibrar como a una cuerda
tensa y de su aptitud para transmitir con todos los matices la emoción que lo
conmueve. Las confesiones de nuestro asombro necesitan, pues, para lograr este
objetivo, no sólo sincera autenticidad, sino también belleza de expresión. Para
alcanzar este fin es necesaria una conciencia lúcida”.
La
constante espiritual de su obra está representada en aquel tríptico poético.
Se me ha
perdido una niña marca la
apertura de su real itinerario lírico. Ya desde el título nos sugiere este
libro el clima leve y melancólico que envuelve a casi todos sus poemas, así en
los romancillos y cantares de ronda como en aquellas elegías que solemnizan sus
momentos últimos.
El poeta va
en busca de su niñez, corre tras ella, aunque de antemano sabe que cada vez
está más lejos. O quizás por eso mismo. Porque es heroico rescatar su imagen
hundida en los paisajes del recuerdo. Recobrar la raíz, el “hilo de oro” y las
constelaciones de los tiernos prodigios. Sí, “prodigio”, “milagro”,
“deslumbramiento”, “asombro”, “maravilla”, tales son las palabras que pueblan
estos versos de hombre cabal que se persigue niño.
De pronto,
el ceño adusto, ensombrecido. El poeta vislumbra, pese a sus candorosas
esperanzas, que el mundo de la magia se ha perdido. Y lacónicamente rubrica su
derrota: “No volveremos jamás, no se regresa./Amiga, para siempre la
partida;/el hasta luego y nunca de la vida/por el eterno adiós que nos apresa”.
No quedan sino ausencias y despedidas incesantes. El hombre es sólo un “taciturno
animal de nada y sueño” y alguien que atisba desde siempre “una dama
puntual vendrá después,/al conjuro de Dios, por el cautivo”.
Carne de
tierra es su
manifestación poética culminante. Publicado en 1952, el libro se agota casi
inmediatamente, haciéndose perentoria una segunda edición. Este dato accesorio
no tendría ninguna relevancia si no viniese a justificar un hecho indiscutible:
su significación excepcional en la trayectoria lírica de Galán y, al mismo
tiempo, su valor decisivo y trascendente en el ámbito de las letras argentinas.
Hoy, a más de cuatro décadas de haber soltado sus amaras, aquel navío embreado
por La Carpa, sigue sembrando estelas en la memoria de los hombres.
En los
amplios, pausados y ondulantes versículos, que nos recuerdan algo de Lubicz
Milosz, aunque no estén imbuidos de tan patética desesperanza; en su conmovida Elegía
a María Adela Agudo -alta luz que se trunca en pleno florecer-; en sus
coplas, que trasuntan una genuina identificación con el sentir popular; en su denuncia fidedigna contra la
injusticia social; en fin, en todos sus versos, Carne de tierra nos
revela a un poeta que ha ido conquistando día a día ese “solar henchido como
un vientre/donde el hombre apacienta el eterno secreto de las cosas”.
Ahora o
Nunca aparece en 1960. La
obsesión de la muerte, insinuada en sus obras anteriores, asume en ésta una
inquietante intensidad dramática que el poeta no logra disfrazar mediante sus
ingenuas coartadas: la exótica Never Land y la clásica Dama de Negro.
En Réquiem
por un enemigo el artista se acoge al amor de su madre, lejana ya en el
tiempo, para oponerlo como un escudo de inexpugnable ternura frente a las
acechanzas del mundo. Con ella se define, con ella triunfa del odio. Y, además,
ella le nutre la sangre de una serena magnanimidad que lo faculta para “inferir
el perdón y el poema”, como dice con trágica ironía.
Jacobo Regen
5 octubre
1997
Prólogo[3]
La
obra literaria de Joaquín Castellanos, en prosa, teatro en verso y poesía,
adquiere presencia en el mundo literario argentino con el reconocimiento de los
dos grandes maestros del modernismo: Leopoldo Lugones y Rubén Darío.
Considerado por muchos su poema máximo, El Borracho, tuvo una vasta
difusión popular, en los pueblos la gente repetía de memoria sus versos que
terminaron eclipsando la obra del vate y político salteño.
En el
resto de su lírica predomina fundamentalmente un tono romántico exacerbado por
las pasiones humanas, por las diatribas patrióticas y por una metafísica donde
priman, encadenadas a un ritmo vivaz y de tono profético, la filosofía que
movilizaba las ideas de su tiempo. Metafísica de alta percepción, tal vez la
más profunda y expresivas que se escribió en su época.
En El
Limbo, su poema dramatizado, que firmó con el seudónimo de Dharma,
la épica avanza por entre las columnas de la descripción telúrica, la memoria
del amor, los reclamos libertarios y anticlericales y las del cosmos desatado e
imponente moviendo el destino de los hombres.
La
historia de un país reciente arma en gran parte de su obra la comarca donde el
pensamiento poético de Castellanos habrá de volcar con desmesura los abismos de
sus ideas renovadoras que no desatienden un reclamo universal sobre la
condición humana.
Estos
trazos maestros se advierten en cada uno de sus libros vertebrando una
producción que, si bien fue atendida por sus pares argentinos, no tuvo el
reconocimiento que merece.
Sobre
todo, con su obra El Borracho, a la que podríamos calificar por su
envergadura, extensión y potencia como la pieza, quizá, más importante que dio
el romanticismo en nuestro país. Así como lo fue El Matadero de
Echeverría, en prosa.
Tal
vez un romanticismo tardío -como fue también tardío el romanticismo en España-
pero, sin lugar a dudas, por la concentración de su discurso, por la libertad
de sus diatribas y por sus momentos líricos la obra más acabada de esa
corriente literaria en la Argentina.
En
esta obra completa, en cada uno de los prólogos que se reproducen, podrán
advertirse las particularidades en las que derivan estas líneas maestras a las
que hago referencia.
Si El
Borracho es el ojo del huracán de la producción de Joaquín castellanos para
el conocimiento de los lectores, todos sus otros libros contienen en germen o
en tono, los elementos de este poema. Aunque sea en otros libros donde su
lírica vuela con más riesgo y hondura.
La
proscripción de la obra de Joaquín Castellanos obedeció, sin duda, al
ensañamiento de ciertos eufemísticos cofrades para quienes la sola alusión al
vino o al ajenjo era un pecado inmortal. ¡Escribir, para colmo, un poema
titulado El Borracho (1887) no bien hubo dejado el biberón! ¡Y
dedicárselo a Lugones que, en el peor de los casos, sólo pudo embriagarse con
néctar de incunables calepinos!
A las
pruebas me remito: “la imagen báquica de El Borracho -sentencia Martín
García Mérou- no puede inspirar sino repulsión y cansancio. Se comprende la
grandeza en la Ambición, en el Odio, en el Juego, en la Venganza, pero no se
concibe en la embriaguez. Lo lógico sería, en El Borracho, amar a un
Espronceda, a Byron, Rollinat o Baudelaire, y no digo a Edgar Poe pues a un
genio como él puede perdonársele pertenecer al gremio de los copólogos”.
En
sus Recuerdos literarios (1891) García Mérou olvida mencionar a otro
gran descarriado a quien Rubén Darío consagró para siempre aquellos versos:
“Padre y maestro mágico, liróforo celeste…”. Si esta confusa élite pretendiera
insultar a Paul Verlaine debería llamarlo "Temulento”.
La
crítica exquisita tozudamente defendió “La Leyenda Argentina”, “El Nuevo Edén”,
“El Viaje Eterno” y otros poemas, importantes sin duda, e imbuidos de clásica
elocuencia, pero en cuanto a El Borracho lo rechazó con férreo
dogmatismo. No se salvó ni el título. Y tampoco se dijo que este libro sellaba
con grandeza incomparable el periplo romántico que había inaugurado Echeverría.
Además
de las múltiples ediciones clandestinas y de la que imprimió Jesús Menéndez en
1926 (integrando los Poemas viejos y nuevos), hay que dejar en claro que
en 1967 la Editorial Castellví, de Santa Fe, publicó un volumen conteniendo El
Viaje Eterno y El Borracho, (así, con este título) y que, en 1973
Ediciones Cepa, de Salta, editó El Borracho y Siete poemas inéditos, con
síntesis biográfica de Federico Castellanos y epílogo de del poeta Manuel J.
Castilla.
Rememorando
una sobremesa en que Leopoldo Lugones recitó de memoria su poema El Borracho,
dice Joaquín Castellanos en el texto de su dedicatoria al poeta cordobés:
Pero
nadie podría sospechar un acto preparado de benevolencia o fineza hacia mí,
puesto que nuestro encuentro aquel día fue accidental y casual.
Le
confieso que yo me sentí gratamente impresionado al saber que usted había
aprendido y recordado aquella composición. Era un aprueba de que usted la había
leído y apreciado alguna vez, seguramente en su primera juventud.
El
hecho debía sorprenderme aún más, teniendo en cuenta que, en lo general, y por
motivos que encuentro justificados, esa poesía fue siempre desdeñada por los
literatos, sobre todo por los nuevos, con gustos y doctrinas estéticas hostiles
hacia todo lo que no pertenece a las escuelas modernistas.
Junto
a Rubén Darío ha sido usted, en los países del habla castellana, incluyendo a
la misma España, iniciador y director del movimiento de renovación de la
literatura, cuyos excesos pasarán, quedando subsistentes sus valores
efectivos.”
En el
Nuevo Edén, que refiere magníficamente la hazaña de Colón -tácito
paradigma de un entrañable viaje poético interior-, asoma en el poeta la visión
de una América que abarca todo su territorio lírico y humano: “…y su vida es un
viaje,/ al través de la tierra, al infinito./ Al infinito, océano de los
mundos,/ viaja buscando con secreto anhelo/ la patria de las almas,/ la
misteriosa América del cielo!”.
Esta
celeste América se ahondará después en sus terrones primigenios y de ellos
brotará sencillamente, en un retorno inevitable al recóndito origen, la copla
en que desnudan su corazón los hombres y mujeres de esta tierra.
“Hasta
que el pueblo las canta,/ las coplas coplas no son,/ y cuando las canta el
pueblo,/ ya nadie sabe el autor”. De esta anonimia que Manuel Machado preconizó
después en sus cantares, surgió La Gran Querencia que, en la
anticipación de castellanos, “es la mejor definición de patria”.
Y
aquí no puedo menos que transcribir algunas de estas estrofas, emparentadas
lisa y llanamente con la gran poesía popular:
Vos
que a mí me estás mirando,
y yo
que a vos te estoy viendo,
somos
uno y somos dos
que
nos estamos queriendo.
Desertor
de las estrellas,
en
las nubes fui matrero,
cóndor
en las serranías,
huracán
en el pampero.
Con
mi canto a los que sufren
yo
les doy mi sombra amiga,
como
el árbol del desierto
al
gaucho sin techo abriga.
Caballo
con mucho amanse
se
hace pronto mancarrón;
no
hay buen pingo ni hombre entero
sin
algo de redomón.
Como vemos,
en la copla, forma fundamental en la poesía del noroeste argentino, está junto
al poeta de tono universal, latente, la memoria lírica de su tierra natal.
La
prosa literaria
Hay
un espejo de la prosa política de Castellanos en sus escritos literarios, tal
vez más remansados por estar más alejados de la polémica puntual.
Tanto
en Güemes ante la Historia como en la recopilación publicada de sus
colaboraciones en la revista caras y Caretas, el retrato del guerrero
salteño y el de Sarmiento o Avellaneda muestran vibrando en la misma
temperatura al escritor y al idealista. Se incluyen, también, dos piezas: una
dedicada a Andrade y la otra a Los dos Hernández.
En Inquietudes,
obra de teatro en prosa, es el amor, la mujer y su mundo en esos años, los que
habrán de sedar la elocuencia hacia una prosa más delicada y menos beligerante,
aunque no exenta de vaticinadoras certitudes sobre su futuro lugar en la
sociedad.
Estos
y los otros libros aquí incluidos como sus Ojeadas literarias, críticas
y semblanzas con párrafos medulares sobre el oficio del escritor, rescatan por
fin, para los lectores de habla castellana una producción insoslayable para la
historia de nuestra literatura.
Jacobo Regen
Kaddish para
Jacobo Regen (1935 – 2019)
Invocarán tu
nombre, Jacobo
y caerá un
manto
de lluvia regando
la tierra
yerma de la poesía.
Tu canción será
consuelo y
escudo.
Himno en la
victoria.
Los poetas
reunidos
en el Templo
Dorado
forjarán un
hombre
con versos piadosos
tatuados en la
frente.
Responderá a
tu nombre.
Volveremos a
casa
trepados a tu ala.
Llegar será un amén.
Alejandro
Morandini
Nota
bene
[1] Prólogo a Obra poética, de Julio
César Luzzatto, Libros del Cuarto Centenario, Dirección General de Cultura de
Salta, 1984
[2] Prólogo a Obras completas, de Raúl
Galán, Cuadernos del Duende, Jujuy, 2004
[3] Prólogo a Obras Literarias, de
Joaquín Castellanos, Dirección de Publicaciones del Senado de la Nación, Buenos
Aires, 2000