sábado, 28 de abril de 2012

Viñeta V
















Estampas Callejeras
El Circo
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 14 de julio de 1940
Nació para andar. Por eso va de un lado para otro. Incansablemente. En su humildad, es agradable. Tal vez por su misión. Su presencia tiene el perfume de las cosas gratas. Y de tanto andar parece viejo. Pero esa vejez lo hace más simpático. Como ocurre con los objetos que hace mucho tiempo tenemos en nuestro poder y a los que nos hemos acostumbrado. Por eso su presencia alegra. Como que es portador de sueños. Y es que él anda soñando siempre. Como si persiguiera una meta inalcanzable. Tal vez por eso se detiene en cada pueblo por ver si la encuentra. Su espectáculo tiene la gracia de lo sencillo, y pareciera que los tintes de todos los paisajes se enredaran, al pasar, en los ojos azules de sus mujeres que, quizás por eso tiene algo de exótico.
***
Un día llegó a la villa. A la que no había llegado nunca. Mejor dicho, arribó de casualidad porque esa villa no figuraba en el mapa del trayecto a recorrer en la nueva jornada. Y la encontró de golpe. Como un manantial, en él hubo de abrevar su sed, acrecentada por el polvo de los caminos recorridos. Y se quedó. Por necesidad o por costumbre. Le daba lo mismo.
Era un día de agosto, gris. Hubiera deseado seguir viaje, pero algo lo detuvo. Tal vez esa pausa era necesaria. O podía ser también que, luego, el villorrio ocupara un lugar en la larga lista de los pueblos que tocaría en su peregrinación de todos los años. Había muchos terrenos baldíos en ese pueblo, en exceso. En uno de ellos levantó su terrosa carpa. No bien instalado, empezó a flamear un banderín descolorido en la punta del palo mayor. El trapo formaba parte del circo. Era la página donde se escribían los mejores capítulos de su vida errante.
***
Se alborotó la niñez descolorida de la villa. Niñez que se desparrama en los baldíos y que tiene sombra en la mirada. Después pasearon por las calles del pueblo una jirafa y un elefante. Y un camión escondido tras unos cartelones donde habían letras de colores vivos y en cuyo interior unos músicos desgranaban notas tristes y alegres a la vez, hizo que las mujeres y los niños, y los hombres, asomaran su curiosidad hasta las calles. Un racimo de chicos andariegos y desarrapados acompañaban a las bestias y recogía los volantes de propaganda, en tanto que la risa ponía relámpagos de alegría en sus ojos. Después dio su primera función. Había música intermitente. Había alfombras rojas y hombres vestidos con uniforme azul y colorado y botones de sol cuidaban los lugares de acceso al local. Después se repitió la escena una, dos, tres, cuatro veces.
Era un día de agosto, gris. No apareció el banderín descolorido, en la punta del palo mayor. El pueblo volvió a su quietud habitual. La pálida niñez se desparramó de nuevo en los baldíos…
















Estampas Callejeras
El Vago
Por Manuel J. Castilla
para El Intransigente
Salta, 31 de julio de 1940
Se le halla en las calles de todas las ciudades, inevitablemente. Tal vez porque forma parte de las mismas. Como que su presencia se ha hecho necesaria en el tráfago diario. Anda en la vida porque sí. Pudo ser algo más y se quedó rezagado en la mitad del camino vaya a saber porqué designio. Tal vez la vida le golpeó demasiado pronto, o demasiado de golpe. Sin darle lugar a que se abroquelara a tiempo. Más tarde, no tuvo más remedio que pasar a integrar la larga lista de los conformistas. De los que dejan pasar el río de la vida, sin preocuparse si hay albura en la espuma que le da belleza o en la turbiedad que hace ver su lado oscuro. Es simple espectador, indiferente, de su propio drama, un poco trágico. Podría decirse de él que una ola del río de la vida lo arrojó a la playa como a una rama seca, que poco a poco, terminará por deshacerse. O tal vez alguno que pase por la vera la pise y termine con su existencia.
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Pareciera que los cuatro vientos le acribillaron en una esquina y, de ese modo, le fijaron su sitio de permanencia. Por eso es que se le ve pegado a las esquinas, mirando indiferente lo que pasa a su vera. O ya vagando sin rumbo por las calles, entreteniéndose con cualquier acontecimiento extraordinario que puede poner una nota distinta en su monótona existencia. O bien tratando de procurarse el sustento, por la imperiosa necesidad de vivir, del modo más fácil. Por ello frecuenta las estaciones ferroviarias y espera horas y horas, el arribo de un tren que tarda en llegar, para “hacerse una changa”. Y la etapa de su declinación tiene varios períodos. Primero, la indiferencia del espectador. Luego, apremiado, busca la labor que se remunera con propina y por último, la dejadez total: espera que se le llame. Y este es el ocaso de la declinación absoluta, cuando la mendicidad le lleva de la mano y termina por tirarle en algún muladar, todas las noches.
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A veces tiene una paciencia bíblica. Pasa semanas y semanas, arrumbándose en los umbrales, esperando se soliciten sus servicios para testificar algún nacimiento o alguna defunción. O metiéndose en las cantinas para entretener su abulia con la destemplada música de un acordeón melifluo. También, en las mañanas o en las tardes luminosas, como dijo el poeta, “rompe en los caminos la alegría del sol”. Y forzosamente viene el aislamiento. Termina por saberse poca cosa. Porque ya la conformidad ha cavado un hoyo demasiado oscuro en su espíritu. La herrumbre de la inactividad ha terminado por formarle una capa que le costará mucho sacar. Aún más. Ha clavado en su cerebro esta palabra que es la síntesis de su vida: Total…
Así este hombre. Viene a ser como un árbol semiseco y carcomido. Vive porque sí; porque tiene que vivir como un trompo sin púa, de inútil. Tal vez porque la vida le golpeó demasiado de golpe…

Estas viñetas corresponden al libro:
El Oficio del Árbol
Obra Periodística de Manuel J. Castilla, 1940 - 1960
(Selección, prólogo y notas de Alejandro Morandini)
de próxima aparición