martes, 14 de noviembre de 2023

puro murmullo

presentación del libro puro murmullo de Rosa Machado, Vieja Usina 4 de noviembre de 2023 Salta

puro murmullo de Rosa Machado, anuncia un discurso que todavía no es poesía y reúne en un libro de poesía lo que es una instantánea de nuestro tiempo. Convocado a presentar este último libro de Rosa, sentí que era la oportunidad para destacar a la poeta de los llamados, la de los salmos y canciones que siempre nos conectan con una situación preexistente al momento de componer sus libros, que nos invitan a concentrarnos en su dispositivo verbal para absorber y captar lo que sus poemas anuncian. 
Quiero recordar antes de introducirme en el poemario que Rosa Machado ya era una poeta que despertaba un interés literario aún antes de tener publicado su primer libro. Rosa pertenece a esa generación de autores del interior que por una razón material o existencial, pudieron publicar cuando en ellos ya maduraba cierta sensibilidad en el uso de la palabra.
Hacia 1981, Walter Adet la incluye en su reversionado, Cuatro Siglos de Literatura Salteña , afirmando que se encuentra, “entre las novísimas generaciones de poetas que han asumido su destino a través de una búsqueda empeñosa y auténtica”. Al presentar este panorama Adet desliza la idea, los jóvenes comienzan a escribir “de espaldas al paisaje”, desconfían de ese trabajo dejado “en manos de profesores a profesores”. Anuncia una ruptura inevitable, cito: “…sustentada en nuevos elementos sociológicos y artísticos. Es el desprendimiento generacional de los más jóvenes, acaso lúcidamente parricidas, porque todo poeta que no empieza por aniquilar a sus padres (o simplemente a sus antecesores) vive en una permanente disposición al suicidio”. Observa un trabajo en la forma, en la puntuación y cierta rebeldía que puede entenderse como desinterés en el sistema literario salteño, es decir en el esfuerzo inútil por alcanzar cierto reconocimiento o prestigio social. En ese agrupamiento de poetas ya encontramos a Rosa, desafiando los sueños de su abuela, la melancolía de la madre o mitificando las travesías ferroviarias del padre.
En los ochenta encontramos a Rosa nuevamente convocada a participar de un libro extraño, de los muchos libros raros que pueblan nuestra literatura, La nueva Poesía de Salta , compuesta por Horacio Armani, donde vuelven a repetirse nombres que ya figuraban en la reunión hecha por Adet, algunos subsisten inéditos. Ha pasado una de las grandes tragedias argentinas, la dictadura más cruel de la que tengamos memoria en nuestro atribulado país. Afirma Armani que entre los poetas seleccionados “…muy poco los acerca al tono de las generaciones anteriores”. Destaca el haber perdido “el amor a las formas”, dice: “…no hay sonetos, ni coplas;no hay ritmo tampoco en el verso libre… Aparecen desnudos y despojados de todo elemento musical o sensorial y sus temas ya no transitan los caminos que regresaron posibles, en la poesía anterior, definen una marcada personalidad que hacía de la naturaleza y los habitantes de su tierra un motivo esencial del canto”. Leemos con Armani que esta joven escritura en ciernes se va despojando de algunos elementos o figuras retóricas. Cito: “…estos jóvenes parecen haber asumido ese compromiso cosmopolita”, agregamos: de una Salta que aún a comienzos de los noventa no terminaba de asumir la furiosa complejidad posmoderna. Convengamos que por entonces en el ámbito nacional se está configurando una generación particular, dislocada, que como definirá Tamara Kamenszain, “testimonia sin metáfora, narra sin prosa, escribe sin libro”. Rosa se encuentra firmemente anclada en este módulo histórico y en ella cabe lo que termina por expresar Horacio Armani en su fabuloso encuentro con esta generación salteña: “…los temas inspiradores, entonces, son subjetivos y transmiten el descontento del habitante de las grandes urbes. . . Su poesía aparece como inclinada a la vertiente de lo subconciente. Desolación y desesperación, espejismos oníricos y desesperanza temprana ante un destino que quizás los arrastra, como nos arrastra el destino del país…”. Díganme si estas palabras acaso no definen los versos de Gustavo Rubens Agüero, Jesús Ramón Vera, Raquel Escudero o Raúl Rojas, entre otros tantos protagonistas.
Con el paso del tiempo Rosa Machado fue consolidando una obra que hasta 1993 sólo se había publicado en periódicos, alguna revista literaria o mencionada en estas reuniones antológicas de las que hablaban. La última incorporación de Rosa a estas reuniones es la que realiza Santiago Sylvester en 2003 en su notable Poesía del Noroeste Argentino Siglo XX . Rosa llega a esa reunión ya con tres libros publicados: Canción de la ballena (1993), Fiesta de mandarinas (2000) y Salmos domésticos (2001). En esa enorme antología Sylvester consigna que el golpe de estado de 1976 es una ruptura, tanto por la dispersión como por la persecución y asesinato de escritores, y señala que el elemento globalizador de la cultura define la producción general de poesía donde lo que va desdibujándose es la región geográfica así como los elementos constitutivos verbales y lingüísticos que se contienen en ella. Rosa Machado no es la excepción.
Bien, he querido citar estas fuentes que reúnen el anuncio y definición de la poesía de Rosa en el panorama amplio de su pertenencia a una generación y si se quiere a eso que llaman región.Con su participación en el coro de muchachas y muchachos que sobrevivieron a un crimen, a una pavorosa ecuación de tiempo y lugar, ella se integra alucinada en las filas de la fraternidad de los cocodrilos sonrientes, aún invicta, en el poema Instantáneas personales, afirma: “Fueron tiempos oscuros en mi país/pero nunca entregué la cabeza”. Entiendo que ese solo par de versos haría que un puñado de jóvenes poetas se acercaran a Rosa y reconocieran en ella a su madre maíz, principio de desencanto, raíz de un milagro civil y causa de una nueva poesía. Pero no sólo en el hecho histórico pervive la poesía, esa matriz disruptiva los jóvenes también la perciben en la razón poética de Jesús Ramón Vera. Porque la poesía parece sobrevivir en su heroísmo y en el gesto desproporcionado del fulgurante descubrimiento de belleza con el que tanto Rosa como Ramón han influido e influyen en los más jóvenes, con una radical búsqueda personal tanto en la vida como en la lengua, en Rosa. . . su inquietante mundo íntimo y místico, y la rebeldía maravillada en Jesús Ramón.
¿Pero qué ha compuesto Rosa para perdurar en la memoria y se sostiene en el encanto de repetir sus poemas? Entiendo que Rosa ha compuesto una larga confabulación de versos donde se conjugan ecos y voces que hipnóticamente nos conmueven, acuden a nosotros en forma de susurros o canciones que advierten la emergencia de un universo sensible, atroz, del cual se desprende apenas un frágil sonido, “no es en vano la canción solitaria/y la pena rayando el cielo”, dice en Los geranios. Siendo pedagógicos: es la canción la que está sola, no hay cantante; me dirá la poeta: “es lo real, es lo que hay”. Esta observación ya se anuncia en el título de su primer poemario, La canción de la ballena, donde se invoca lo amado y lo perdido, y más definido aún en ese primer poema que recogen tanto Armani como Sylvester, el “decidero” de La desdentada . : “Yo soy…/la que sufre/pero nunca muere/la que escupe/pero por accidente/la que jamás ignora/y nunca canta…”. “En la palabra está la transparencia”, me explica el fantasma sin dientes de la poeta. En Fiesta de mandarinas, también hay elementos sonoros o verbales que la poeta trabaja, “Las hierbas que curan/las llamo/en el jardín están”. En Salmos domésticos , los versos se develan como verdades del ámbito hogareño, donde la poeta alza sus dominios y del cual extrae todas sus experiencias, como bien ha definido Kuky Herrán a este poemario, “…el universo de lo íntimo, o pequeño, lo doméstico, insignificante”. Seda quebrada segunda parte de aquel poemario, puede considerarse como lo más acabado de la poética de Rosa, en ella se realiza el prodigio de volver a Rosa madre de su madre.Es audaz decir esto porque hoy estamos presentando su sexto o séptimo libro ya, y notamos que la técnica va para largo. De estas pequeñas grandes invenciones está tejida la obra poética de Rosa Machado. 
La osadía de sus imágenes, el desenfado de su lenguaje, el riesgo estético que asume desde su primer poemario, son una pequeña escuela del cosmos finito y doméstico que un poeta ha elaborado en la ciudad de Salta entre fines del siglo XX y comienzos del XXI.
Y ahora, en este puro murmullo encontramos nítidas estas claves para interpretar el apasionado trance de la poeta. El poeta nos ha convocado a acercar la oreja a la llama, al trémulo rumor de la humanidad, a su inquietante trama de voces, al murmullo incesante con que el mundo se cuenta. Uno piensa en libros hechos de murmuraciones; el más sólido y presente de todos, Ulises de James Joyce, o aquel otro muy similar al murmullo de Pedro Páramo de Juan Rulfo, que es de donde se saca el sintagma que da título a este poemario, pienso en La antología de Spoon River de Edgar Lee Master o el Paterson de Williams Carlos Williams, hoy puesto de moda por los más jóvenes, y que no es más que el impulso de Carlos Williams por reproducir el aparato joyceano. Todos ellos libros hechos de distintas voces, donde el recurso transcurre serenamente porque el cuchicheo del mundo es inagotable.
Y aquí estamos ahora frente al desafío de una comidilla, un implacable murmullo de aprobación o desaprobación que ya podemos intuir entre los lectores porque “…el rumor corre como la más rápida de todas las plagas…”, sentencia Virgilio.
De este curioso coro articulado por la autora quiero leerles un poema que resume lo que entiendo en Rosa. Son versos que iluminan su nomadismo, su juego y es un desafío para el lector incauto. El poema se titula, Llamada , y dice así: 

Escucho madre
tus cantos humaniños.
En el aire presente, el tiempo y el espacio.
vibran la dócil singularidad de tus acordes:
el murmullo, el sollozo, el aullido.
Esporas compasivas
que transforman al erizo en amapola,
al ancho mar insomne
en cuna de ballenas y delfines.
Los pájaros gorjean en los acantilados
y desatan la lluvia del relato,
hilando semillas arcaicas
de la lengua sentida
en las hebras humanas de tu vientre.


Por los aciagos días que transitamos y por la pasión poética de Rosa Machado sabemos ahora que las voces primero se convierten en murmullo y luego se alzan en voz alta hasta convertirse en grito.

Alejandro Morandini 



martes, 14 de febrero de 2023

Jorge Lovisolo, libros como barricadas

El profesor Jorge Lovisolo llegó a la provincia de Salta en 1985 para hacerse cargo de las cátedras universitarias de Historia de la filosofía contemporánea y de Metodología y epistemología de las Ciencias Sociales. Fue propuesto para los cargos vacantes por colegas y amigos durante la llamada normalización en la primavera democrática que sobrevino luego de la nefasta dictadura militar que arrasó con el pensamiento y la creación en las aulas de la Universidad Nacional de Salta. Inmediatamente trabó amistad con la poeta Teresa Leonardi Herran, Kuky, quién ya dictaba clases en esa casa de altos estudios. Fue en virtud de esa amistad que se mantuvo por casi treinta y cinco años “sin jamás sufrir un desencuentro” que me acerqué a Jorge, cuando este ya se encontraba postrado en su casa de San Lorenzo. Entre los meses de septiembre de 2022 y enero de 2023, sostuvimos un intenso intercambio telefónico y de visitas recreando al detalle la vida intelectual y de acción política de Kuky para el Fondo Nacional de las Artes en una investigación que recobra diversos textos dispersos de la poeta salteña. Por supuesto que ya nos conocíamos con Jorge, nuestro primer encuentro fue en 2001 en una mesa de café presidida por Pedro González, director de la legendaria revista Claves, en cuyas páginas colaborábamos, y acompañados por la no menos grata presencia del extraordinario poeta Joaquín Giannuzzi. Fue González quién me lo presentó, y fue Joaquín quién inició el riguroso interrogatorio sobre mi actividad con la inofensiva pregunta de rigor, ¿qué estás leyendo, Alejandro?
La mesa del bar se extendía en largas digresiones literarias que fueron la fragua donde se forjaron más de un ensayo y artículo periodístico para Claves, y la partera de lecturas e investigaciones que se fueron concretando despaciosamente contra viento y marea. Nunca hablamos de temas que no fueran estrictamente literarios, aun cuando la realidad social acosara en forma de crisis económica o como espectáculo deportivo para maravilla de millones de espectadores a lo largo y ancho del mundo. Nuestros encuentros fueron siempre casuales, esporádicos y las charlas, aunque breves, se dirigían rápidamente hacia el fenómeno literario. Recuerdo encuentros fortuitos en los sitios más inesperados de nuestra pequeña ciudad que inevitablemente se enfocaban en cuestiones literarias; si lograba sorprenderlo con alguna novedad que estuviera leyendo, sus comentarios no eran menos gratos ya que reducía todo tema de conversación a una cita bibliográfica. Esa disposición, que dejaba afuera a muchos de los presentes, le fue sugerida por su inagotable lectura de Proust, quién afirmaba: “uno nunca debe perder la oportunidad de citar cosas de otros que son siempre más interesantes que las que piensa uno mismo”. Su ironía provenía de su formación intelectual y del trato frecuente con escritores nacionales y extranjeros, muchos de los cuales fueron sus íntimos amigos, como el chileno José Donoso, o los filósofos argentinos Horacio González o Ricardo Forster.
“Podría haber recalado en cualquier lugar pero un día me desperté en Salta”, confesó. Vivía en esta ciudad como se vive muchas veces la condición provinciana: de espaldas al mediterráneo conservadurismo local. Hay un fragmento del documental “De Frankfurt a Humahuaca con Jorge Lovisolo”, dirigido por Norberto “Negro” Ramírez y producido por Eduardo Montes-Bradley, que destaca una frase lapidaria sobre esa condición, “es un criadero de esencias”, dice refiriéndose a lo que en las charlas desglosaba como “la tradición arcaizante y regresiva que opera en Salta”, y que hace de este valle “una aldea promiscua e incestuosa, carente de anonimato”.
Teníamos muchas observaciones en común, las suficientes como para fundar una amistad, sin embargo nunca nos dimos esa posibilidad. Gozábamos del mismo síntoma, no hablábamos de otra cosa, sin embargo el trato no cambió la relación. Su confidente siempre fue Kuky. Podíamos expresar nuestras divergencias sin lastimarnos y reencauzar rápidamente nuestra conversación sobre el asunto que fuera. Jorge, como Kuky, admiraba la poesía de Teuco Castilla y tenía opinión formada sobre Hugo Rivella, a cambio yo podía confesarle sin tapujos y parodiando a Borges, que hacía ya muchos años había dejado de interesarme lo “enfático y agrícola” en materia poética.
Las visitas a su casa se aceleraron antes del comienzo de la Copa del Mundo en Qatar, y ya con los textos recobrados de Kuky reunidos para su edición definitiva, le solicité a Jorge que escribiera unas páginas introductorias. Las visitas continuaron durante el paroxismo del Mundial, y aun así jamás hubo siquiera una breve referencia al acontecimiento deportivo más importante de los últimos tiempos. Cierta vez, quizás en nuestro último encuentro, deslizó la idea que su delantera literaria preferida estaría formada por Kafka, Beckett, Céline y Proust. Invariablemente, todo lo reducía a literatura. Consideraba a Proust como al Messi de la literatura. Todo el siglo XX y lo que va del XXI le deben forma y técnica, los autores contemporáneos no sólo le deben el juego de reminiscencias autorreferencial, le deben la consideración artística dentro del propio texto, el desplazamiento erótico, la afectación sensual y la digresión intelectual. Con Kuky compartían el juego de leer al azar párrafos de À la recherche du temps perdu, y fue, sin dudas, junto a las Elegías de Duino, las lecturas que coronaron ese singular afecto. Hay una disquisición de Proust en el libro sexto, La fugitiva, que Jorge y Kuky podrían firmar, y me animo a decir que también Giannuzzi los acompañaría alegremente en la intensidad de esa reflexión: "(…) ciertas novelas son como grandes lutos momentáneos, derogan los hábitos, vuelven a ponernos en contacto con la realidad de la vida, pero sólo por unas horas, como una pesadilla, la alegría que aportan por la impotencia del cerebro para luchar contra ellas y recrear lo verdadero, se imponen infinitamente sobre la sugestión casi hipnótica de un bello libro, que, como toda sugestión, tiene efectos muy breves". Como Giannuzzi, muerto en Salta en 2004, me consta que al lado de su lecho definitivo lo acompañó a Jorge la biografía de Franz Kafka, de Reiner Stach. Joaquín tenía el mismo libro, y vaya uno a saber si no era ese mismo ejemplar que estaba abierto al lado de los restos de Joaquín cuando lo recogimos de su luctuosa morada. A Joaquín también lo acompañaba, El Libro Tibetano de los Muertos. Jorge tuvo a su lado hasta último momento una pila de libros entre los que se destacaban las obras completas de Borges en la edición de lujo de La Pléiade, y el inestimable Borges, de Bioy Casares, libro sobre el que volvía insistentemente en los largos días de su enfermedad, más que para cultivar una inquietud, para sentir la compañía de las palabras más queridas. “Quién tiene miedo a morir es que aún no ha vivido”, anotó Kafka en sus cuadernos; en una de las últimas visitas Jorge deslizó discretamente una infidencia referida al mal que lo aquejaba: “lo más humillante de esta degradación es su pasmosa lentitud y que no presente su desenlace en un solo golpe definitivo”. Es decir, no sentía miedo frente al inevitable final. Quiere uno creer que esa sabiduría proviene de su firme educación sentimental. En Céline leyó el pesimismo. Quizás atrajo su atención y suscitó su admiración el lenguaje coloquial y descarnado que reproduce. Gustaba de Céline pero se desentendía de Bukowsky, Bourroughs y de otros epítomes del realismo crudo. No me animaría a decir que su lectura fuera política, Céline era antisemita y reaccionario, y Jorge se situaba en las antípodas de esa clase de pensamiento; creo más bien que su atención se dirigía a la prosa despiadada, a esa falta de “consideración humana” que se observa en Louis-Ferdinand Céline, al arte salvaje que se desprende de sus palabras, y quizás correspondía a esa exigencia que poseía Jorge por un arte “puro”, no en el sentido de pureza cristiana, sino en el sentido de una realización impía. Admiraba las realizaciones despojadas de valores morales e hipócritas, tal como valoró Trotsky “Viaje al fin de la noche”. Hay en esa prosa descarnada un atisbo necesario de anticapitalismo, no son sólo ideas brutales, son ideas reales que en el fondo de su escepticismo anhelan otro mundo posible. Sería demasiado bello que cambiara el mundo pero no está tan mal detenerse a contemplar y analizar los abismos que preceden la caída de las civilizaciones. “La belleza y la muerte van juntas”, me decía Jorge, y citaba una hermosa fábula de La Fontaine para continuar hablando de lo sublime en Kant y de lo bello en Rilke y del carácter intimidante que posee toda hermosura. De Beckett, creo, amaba su inteligencia. Afirmaba que el impresionismo había alimentado la percepción de los hombres y en el caso específico de Proust, le había permitido a este una afirmación no-lógica de los fenómenos en el orden y exactitud de su percepción, antes de ser deformados por la inteligencia para ser forzados dentro de una cadena de causas y efectos de una obra literaria. Esta observación fenomenológica y beckettiana sobre el método de Proust formó parte de sus análisis de autores y de textos varios. Conservo su descripción de las escenas de Final de partida, podía explayarse destacando aspectos inquietantes de la escenografía diseñada por Beckett y en un análisis minucioso de los diálogos entre los protagonistas. En algún momento le referí que tuve la suerte de presenciar Esperando a Godot, con puesta y dirección de Eugenio Barba, que se realizó a lo ancho del Barrio Güemes en Córdoba, con participación de los vecinos de la barriada en música y algunas actuaciones. Recuerdo que de esa inoportuna interrupción mía comenzó inmediatamente a hablar del teatro antropológico de Barba, le dije que pude conocerlo personalmente gracias a que en algún momento de mi vida hice un curso de arte dramático con José Luis Valenzuela, y este nos llevó a una clase magistral con el director italiano, inmediatamente hizo referencia a su amistad y a los años en que se frecuentaban con el mítico creador salteño. Observaba en Beckett una autoreferencialidad patética, siempre más en sus versos que en la historia animada de sus muñecos teatrales. Observaba una escritura que no lleva a ningún puerto pero que su lectura obliga a asumir el vacío y el sinsentido de la existencia. Ese balbuceo de los personajes beckettianos es el balbuceo del mundo frente al desmesurado enigma del universo, palabras más, palabras menos, es lo que entendí de su larga digresión filosófico-literaria sobre el genio irlandés. No me corresponde dar cuenta de su lúcido paso por las cátedras de las universidades argentinas y extranjeras, para eso están sus distinguidos alumnos, ya licenciados o doctores que contaron con su prodigioso magisterio. Su especialidad fue la Escuela de Frankfurt como era esperable dada la formación y las elecciones de un pensador de su edad. Sus charlas siempre se dirigían al análisis de sus objetos filosóficos, la teoría crítica y la música. Hay que decirlo, Jorge era un exquisito melómano y un estudioso de la música dodecafónica y conocedor de la vida de los extravagantes compositores de música atonal. De sus inagotables lecturas seguramente la de Teodoro Adorno sea la más intensa y minuciosa que haya tenido como pensador. Como quién dice, era su fan y compartía con el filósofo alemán una visión desde la cumbre de la teoría, toda la cultura y la historia del occidente capitalista. El análisis cultural marxista lo estimulaba más que la teoría económica marxista. La abstracción en que se sumerge la lengua alemana no fue una dificultad para avanzar en sus estudios, mucho menos el francés, de la que era un gozoso lector de las ediciones de Gallimard. Las exigencias propias del pensamiento de Adorno eran en Jorge el alimento corriente de sus inquietantes meditaciones sobre el desastre de la cultura contemporánea. De sus lecturas de Adorno proviene su observación de la obra de arte como medio de placer, no tanto como una simple reducción hedonista, sino como un goce dirigido a la producción, es decir, el goce estético es productivo si encontramos en el objeto de estudio matrices de ideas. Su trabajo intelectual posee una sola exigencia: una obra autentica nos enseña a ver y a pensar, es aquella que nos revela un sentido oculto de la vida. Alguna vez le confesé que lo único que había leído de Hegel era su poética, a lo que corrigió: “Hegel no escribió específicamente una Poética, lo que se toma y se edita como Poética en Hegel es un resumen de sus clases que se publican con ese nombre”, a lo que le siguió una larga digresión sobre Hegel y las curiosas ediciones para su difusión. Me alentó a estudiar a Heidegger, le había confesado que mi única lectura de Heidegger era De camino al habla, que me parecía fascinante. “Podés tomar clase en cualquier universidad sobre Heidegger, lo que te enseñen en cualquier lado te va a servir para continuar tus lecturas en privado”, pero mi tiempo para someterme a las instituciones educativas ya había pasado muchos años antes de conocernos. Sin embargo ese estímulo fue para mí una palmada en la espalda, el mimo necesario para sostener cualquier desafío que uno se proponga, un “no desfallezcas que la vida está para eso”. Jorge podía citar largos pasajes de Baudelaire y Rilke, sus Elegías le parecían el punto más alto de belleza alcanzado con la palabra, “pues lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible”, citaba o recreaba de memoria o traducía espontáneamente, ya nunca lo sabré. Fueron muchas horas en las que gasté más de un cuaderno con anotaciones sobre Verlaine, Baudelaire, Rimbaud o La Fontaine, y entremedio mechaba su delicada conversación con opiniones sobre su amiga Kuky y las lecturas compartidas. Nunca terminó el prólogo que le había pedido. En mi última visita me pidió que descorchara un vino blanco, dulce, justo él que nunca bebía, bebió con ganas y gustoso placer, eran los días dichosos de las celebraciones de fin de año; me pidió que le sirviera otra copa, y así lo hice. Estábamos con Daniel Sagárnaga, a quién escuchó atentamente la lectura de párrafos de su novela inconclusa y tuvo la deferencia de dedicarle algunas observaciones y alentarlo a que continuara escribiendo.
Durante esa última visita leímos a Borges en francés, sostenía que el francés le sentaba demasiado bien a Borges. Seguramente conocía los juicios de Borges sobre esa lengua que no pocos dolores de cabeza trajo a nuestros autores, “las cosas tienden a sonar triviales cuando son dichas en francés” aseveró Borges alguna vez, y ese juicio fue lo suficientemente escandaloso como para que fuera tildado de francófobo. Ajeno a esas trivialidades, Jorge leyó Fundación mítica de Buenos Aires, en francés, para mí y para Daniel, sólo él sabía que era una despedida. ¿Et est-ce par ce fleuve de rêves et de boue que les proues sont venues fonder ma patrie? Sólo ahora soy consciente que en esa amorosa lectura nos estaba diciendo que su patria eran los libros que lo acompañaban hasta el final. Alejandro Morandini